Ir al contenido principal

Dimensiones de la interacción

El interaccionismo simbólico, y en particular la propuesta dramatúrgica de Erving Goffman, constituyen unos enfoques apasionantes para analizar las relaciones humanas, repletos de sugestiones para los que, como yo, intentan descifrarlas a través de la mera observación y la intuición aplicadas a las propias vivencias, o sea, desde un punto de vista fenomenológico, tal vez no demasiado riguroso, pero eficaz.
Me interesan ante todo las relaciones entre individuos y pequeños grupos. Los sociólogos hablan de “nivel micro”: el que usa como unidad de análisis la interacción. En la interacción nos pasamos la mayor parte de la vida, ahí está la gente que más nos importa y con la que nos jugamos las alegrías y los desvelos más inmediatos. Goffman lo entendió bien, y por eso dedicó su obra al estudio de la interacción en la vida cotidiana. Vayan estas rudimentarias líneas a modo de homenaje al genial sociólogo. 

Para empezar, la interacción social tiene una dimensión ontológica: somos lo que actuamos socialmente. Esta es una de las razones, si no la principal, por las que necesitamos relacionarnos: para ser. Únicamente en relación con los demás, el ser adquiere espesor y tono, significado y potencia. A la inversa, cuando no interactuamos se diría que sentimos adelgazarse el ser, ponerse mustio y amarillear, como las fotos antiguas. Robinson Crusoe se salva de la locura (la angustiosa sensación de no ser en que le sume su aislamiento) gracias a su incesante construcción de artefactos, su actividad transformadora del entorno, mediante la cual ordena, con sus recursos culturales, ese medio ajeno y amenazante. En la película Náufrago, esta domesticación de lo extraño se hace más patente, al convertir un balón de rugby en un personaje imaginario con el que dialogar, o sea, interactuar. Resulta obvio que el lenguaje tiene por función primaria canalizar y enriquecer la interacción. 
Nos sentimos ser, y de hecho somos, en tanto que interactuamos. Pero además hay también otra dimensión esencial de la interacción, esa que podríamos llamar dimensión epistemológica: todo conocimiento, incluido el de nosotros mismos, se establece mediado por la interacción. El proceso de conocimiento constituye, en sí mismo, una interacción social; en su mayor parte se construye desde y hacia el entorno, a través de esas interacciones específicas que denominamos descubrimiento o aprendizaje. 

Pero lo más significativo es que nuestra identidad, las cualidades con las que nos definimos, lo que vamos decidiendo que somos, también se compone a través de interacciones. Nuestro concepto de nosotros mismos se va perfilando a partir de lo que nos observamos hacer entre los demás y con respecto a los demás, y con el trato que los otros nos dedican. La interacción no solo nos hace sentirnos ser, sino que proporciona el contenido que atribuimos a ese ser: los roles que nos vemos desempeñar, los rituales que acostumbramos a ejecutar, las máscaras tras las cuales procuramos ampararnos, las valoraciones de que somos objeto; en pocas palabras: las reglas del juego que aprendemos a tener en cuenta para que nuestras interacciones resulten aceptables y eficaces. Cada uno de nuestros pasos ante y entre los demás está cargado de sentido y nos aporta un significado como actores, esto es, como individuos. 
En definitiva, la interacción es el territorio más inmediato del sujeto, quien no existe como tal fuera de ella; el que le confiere sentido y sensación de ser, aquel en el que se sentirá feliz o desdichado, incluido o inadaptado, significativo o insignificante. Nacemos, vivimos y morimos inacabados. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá.  Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvid

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos.  Así pasa

Mentiras protectoras

El trabajo del terapeuta, para progresar con eficacia, deberá ser primorosamente feroz. Tiene que obcecarse, contra lamentos y amenazas, en poner el meollo al descubierto. Como a un minero, no le basta con remover la tierra, ni siquiera con sacar de vez en cuando un vestigio valioso. Hay que excavar hasta desenterrar el corazón petrificado.  El trabajo del terapeuta requiere sagacidad, pero también testarudez. La terapia es un duelo, enconado y exasperante, de incierto desenlace. Se trata de arrimar al paciente hacia sus miedos más profundos, y ayudarlo a enfrentarse a ellos. No tengo claro que el mero entender, por sí mismo, baste para sanar, incluso cuando incide en lo esencial. Tiene que ser un entender regenerador, una gestalt que cambie el escenario mental del paciente. Someter a un estrago a los personajes internos, pero para esbozar un argumento diferente.  Para ello el paciente ha de atreverse a ir desbastando las prisiones en las que se recluyó, por confusión, por rabia o po

Grandes esperanzas

«La esperanza es lo último que se pierde», proclama el refrán popular, animándonos a no cejar en los empeños que valgan la pena. Fue, en efecto, la esperanza lo único que se quedó sin salir de la caja de males de Pandora. Curioso mito que expresa la profunda ambivalencia de ese sentimiento: ¿qué hacía en un depósito de males, y por qué no salió con los otros a hacer estragos por el mundo? ¿Se quedó en lo más profundo como último acicate del corazón, o para envenenarlo con su melancólica fe en la redención futura?   Ese don divino, que retuvo para nosotros la temeraria muchacha, huele a trampa. La apuesta contumaz por el mañana vivifica el ánimo abatido, pero también congela su mirada. Esperar tiene algo de cautiverio, de impotencia. Así nos lo previene Spinoza, hermanando esperanza y miedo. Esa «alegría inconstante» que nos inspira la primera tiene el reverso de la «tristeza inconstante» del segundo: uno nos lleva a otro sin darnos cuenta, paralizándonos en la contemplación de una qu

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrotado