Existen, lo ha señalado alguien con acierto, “no-lugares” en los que estamos, pero ausentes; y “no-tiempos” en los que respiramos, pero no vivimos. Territorios con los que no dialogamos, por los que nos limitamos a pasar sin que nos hagan mella, meros decorados de un tránsito o espacios de travesía cuya experiencia tiene algo de irrealidad. Lapsos en los que el presente se adelgaza hasta constituir una simple linde entre pasado y futuro. Allí la existencia se difumina, el ser se reduce a permanecer, el estar se reduce a esperar.
Hay algo ontológicamente difuso en esos ámbitos, como un hiato entre dos emplazamientos, como el instante en que pasamos las páginas de un libro. Todo lo que nos rodea está gastado e incompleto, marchito, desprovisto de sabor. Stephen King construyó una brillante historia de personajes atrapados en un ángulo temporal donde la realidad ya ha pasado pero el vacío la desvanece lentamente.
No puede ser casual que ambientara su historia en un aeropuerto, que es uno de los no-lugares más emblemáticos y espeluznantes, un contexto fantasma donde todo se antoja falso porque nadie lo habita, la gente se limita a recorrerlo; donde las propias personas parecen formar parte de una tramoya formidable y hueca. En los aeropuertos captamos vivamente el sentido de aquellas palabras de Saint-Exupéry: “Solo se conocen las cosas que han sido domesticadas”. El magistral aviador poeta nos recuerda cómo nuestra vida se vacía, precisamente, por lo poco presentes que estamos en ella. “Los hombres no tienen tiempo para conocer nada”. Demasiadas cosas, demasiada prisa, demasiados actos compulsivos en los que uno no llega a quedarse.
Otro no-lugar paradigmático de nuestros desaforados hábitos posmodernos, que incluye a su vez un no-tiempo, son las colas. El fenómeno de las colas, secuela de la masificación, ha llegado a ser tema de estudio. He descubierto que existe una teoría matemática de gestión de colas, cosa que me ha sorprendido pero tampoco demasiado, porque, a medida que aumenta la complejidad de gestión de nuestra vida social, unida al hecho de que cada vez somos más gente, las colas se han convertido en un vertedero omnipresente de tiempo basura, que pone a prueba nuestra resignación y nos roba buena parte del escaso tiempo libre de que disponemos. Un truco con el que apaciguan los ánimos de la concurrencia, por lo que dicen los expertos, es encauzarla en una única hilera serpenteante, en lugar de distribuirla en muchas filas cortas: la sensación de avance es más aparente, y no nos carcome tanto la impresión, tipo ley de Murphy, de que nuestro progreso es el más lento.
Pero la flecha del tiempo no se detiene. Se calcula que pasamos en colas nada menos que cuatro años de nuestra vida. A pocas actividades dedicamos más tiempo: el sexo está sobrevalorado. Pero lo impactante es que ni siquiera se trata de una actividad, sino de un obligado período puente entre actividades. En definitiva, un no-tiempo.
Las colas nos enfrentan a la paradoja de que hemos de invertir ratos de no-vida para disfrutar de ratos de vida. Un desperdicio que no tendría por qué resultar dramático: como dice Camus, al fin y al cabo, se trata de morir. Pero hay otra opción que valdría la pena valorar: podríamos convertir esos lapsos muertos en oportunidades para la creatividad (yo estoy escribiendo estas líneas mientras aguardo en una cola) o, aun mejor, relajarnos y percibir la presencia, o sea, practicar algo parecido a una meditación. ¿No es una afirmación de libertad —¡o al menos de poesía!— dotar de sentido a lo que carecía de él, y más si nos vemos obligados a experimentarlo?
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