Las multitudes nos abruman porque son un ámbito en el que la identidad se achica frente a la avalancha de la otredad, o sea, de lo extraño. Lo que desconocemos y nos desconoce; lo que nos enfrenta a sentidos indescifrables.
Incluso cuando señas colectivas de tipo simbólico, como el idioma, la nacionalidad o un equipo de fútbol atenúan esa extrañeza, casi todos los que nos rodean siguen siendo desconocidos, por lo que se mantiene en cierto grado su condición inquietante.
Tal vez como respuesta frente a esa inquietud, cuando el individuo se incorpora a la masa tiende a despersonalizarse, atenuando su condición individual y enfatizando su pertenencia al colectivo, su amontonamiento dentro de él que se asimila a una fusión con él. Y son precisamente las señas de identidad colectiva las que hacen retroceder la identidad individual, que se les sacrifica voluntariamente: una bandera, un símbolo religioso, abducen nuestra condición personal para integrarla en su categoría abstracta. Bajo un estandarte, como saben bien los cabecillas de todos los ejércitos, el hombre deja de actuar como tal y se transforma en masa, y entonces su criterio propio se relega a un segundo plano, reducido por las divisas maquinales de la multitud. Esa metamorfosis, que siempre tiene algo de placentero y mucho de traumático, es la amenaza que tememos, pero que nos atrae morbosamente, en las grandes congregaciones humanas.
Se ha escrito mucho acerca de ese proceso de despersonalización, que disipa la autonomía personal y vuelca al individuo en una heteronomía que lo fagocita. Hay que temer la fuerza ciega de las identidades colectivas. Y, si ese ente masivo está además estructurado en un conjunto estable y con una jerarquía definida, el individuo delegará su voluntad en la acción colectiva que establezca el núcleo decisorio del líder.
Todo este proceso de atenuación individual, por más que lo conozcamos de sobras, sigue funcionando de una forma tan automática y potente que su eficacia siempre nos asombra, si lo contemplamos desde fuera. Ya sea por “miedo a la libertad”, como sugería Fromm, o por “instinto de horda”, como nos proponen los sociólogos, uno no deja de admirarse de que los sujetos renunciemos tan fácilmente a nuestra individualidad y, en definitiva, al albedrío sobre nuestra conducta. Si a esto añadimos el grado de violencia al que la despersonalización puede arrastrar a un individuo que antes se comportaba como ciudadano prosocial y cooperador, nos asalta súbitamente una duda atormentante: ¿quién soy yo en realidad, el de antes o el de después, el libre o el abducido?
La respuesta que parece más probable, por incómoda que nos resulte, es: ambas cosas, según la situación y el contexto. Esto cuestiona la aparente solidez de nuestra identidad personal: ¿dónde queda esa continuidad de ideas y de conductas en la que ciframos el concepto de nosotros mismos? Habrá que suponer, según lo visto, que en ningún sitio más que en nuestra propia mente. O, con suerte, solo en nuestra voluntad de ser eso y en el esfuerzo sin descanso por seguir siéndolo.
¿Conclusión? El hombre, tal como se percibe a sí mismo, es un fruto contingente del hombre. No es ya, como dijo Sartre, que la existencia preceda a la esencia: es que no hay esencia, solo existencia, y que —aquí acertó de lleno el filósofo francés— el hombre es lo que hace con lo que sus condicionamientos hacen de él. Soy mi proyecto, en la medida en que lo despliego, sometido a múltiples circunstancias y fuerzas que tiran de mí. Soy un intento que debo rehacer con esfuerzo e insistencia, y del que no existe nada antes de que se realice.
Cada vez que paso un rato leyéndote,como un trineo, abres nuevos caminos en la nieve de mi red neuronal. Nuevas sinapsis.
ResponderEliminarEn este artículo me ha sobrevenido un estado de confusión, de contradicción. No me cabe duda que de haber sido primate sería un orangután, que mantiene contactos con miembros de su especie, pero vive en solitario. Me sentiría incómodo siendo chimpancé o gorila, viviendo en grupo y teniendo que soportar las jerarquías existentes.
Yo marché de Barcelona a vivir fuera de la ciudad en el año 95, y por entonces ya estaba cansado de "la gente", quemado en ese sentido. Sin embargo, por segunda vez en mi vida, he tenido que realizar un Proceso de Rehabilitación, y para ello, ha sido imprescindible regresar junto a otras personas.
Mi confusión se hace patente cuando caminando por las Ramblas, o yendo en metro, siento una incomodidad que roza la fobia, y sin embargo soy consciente, tal como decía Viktor Frankl, que si me alejo de las personas, me alejo de las fuentes de donde tengo que beber.
El otro día me pasó, además, y siguiendo el hilo del equipo de fútbol que nombrabas en tu reflexión, que estuve viendo un documental que se realizó con motivo de la victoria en el Mundial de Sudáfrica 2010 de la selección española de fútbol, y resultó ser una experiencia vital para mí.
En dicho documental ("El año que fuimos campeones del mundo"), se muestra todo el trayecto de la selecciôn hasta ganar la final, pero visto desde dentro. No solo lo que ocurría en los vestuarios, sino cómo tuvieron que luchar contra muchas adversidades ajenas al fútbol: Un año de depresión en Iniesta, el ataque desmedido de los medios de comunicación a la figura de Iker Casillas, el estado de riesgo postoperatorio de Fernando Torres...y las no ajenas al fútbol, como fue llegar al Mundial y sufrir en el primer partido la derrota contra pronóstico ante Suiza.
Todo ello, fui capaz de verlo desde una perspectiva muy humana y que el seleccionador Vicente del Bosque les recordaba constantemente: " Recordad que sóis ejemplos para muchos niños en España", "No caigáis en la trampa", " Solidarizaros con los demás" o " Sólo sóis jugadores de fútbol, humildad", son algunos de los mensajes que les transmitía y que iban enterneciéndome cada vez más. Cuando en el partido de semifinales contra la todopoderosa Alemania Pujol marca aquél portentoso gol de cabeza a la salida de un corner, arranqué a llorar como si estuviese ocurriendo ahora mismo y yo fuese un enfervorizado hincha. Pujol, que llegó al remate como un obús corriendo desde el centro del campo, me pareció un espartano. Lloraba porque sentí que a veces se hace justicia.
Al haber visto lo que les costó llegar hasta ese momento, y también saber que esa jugada la tenían hablada, que era una ilusión posible de realizar, al ver cómo hicieron que sucediese, fue como un sentimiento de justicia.
El partido de la final contra Holanda fue como resistir a una batalla, donde los holandeses cumplían las instrucciones de "juego duro" a la perfección. En el último minuto, Robben, se marcha solo hacia la portería de Casillas. Pero, nuevamente de modo milagroso, el portero consigue desviar el balón con el pie, cuando se había tirado al lado contrario. Increíble. Casi al finalizar la prórroga, llega un balón a Iniesta, quien cuenta que, al golpearlo hacia el gol, sintió un silencio muy extraño, como nunca había vivido. Cuenta que, en el momento de chutar ese balón, el tiempo le iba a cámara lenta, y no escuchaba absolutamente nada, en un estadio abarrotado. Cuando marca el gol que los convierte en campeones del mundo, se quita la camiseta y muestra el nombre de su querido amigo Dani Jarque, fallecido ese año anterior. Y yo no podía parar de llorar.
Sentimiento de que, aunque te rodeen las adversidades, obrando con honestidad, humildad y sencillez, también es posible conseguir hazañas.
Hacía tiempo que necesitaba llorar, hacía tiempo que sentía opresión en la boca del estómago. Lo que no esperaba era que ese documental produjese tantas emociones en mi.
ResponderEliminarAl leerte, me has hecho pensar que quizá se debió al "retroceso de mi identidad individual", y que esa "atenuación de lo individual que siempre nos asombra" de la que hablas, con lágrimas la suscribí.
Querido amigo, imposible recoger todas las ideas que me inspiras con ese relato tan vívido. Me limitaré a comentarte (aun a riesgo de contradecirme): somos seres tribales, puede que incluso lo seamos más (y antes) que individuos. Confieso que yo también me emociono cuando la selección gana un partido, "retrocediendo en mi identidad individual"... No creo que lo adecuado, aun si fuera posible, consista en renunciar por completo a esa parte colectiva de nuestra identidad; ni que el individualismo a ultranza nos haga más felices o mejores. Tal vez se trate de poder emocionarnos dentro de la tribu, pero sin perder una última independencia de criterio; del mismo modo que en cualquier amor conviene mantener la lucidez. Visto lo visto, está claro que mantener la lucidez cuesta un perseverante esfuerzo. En ese esfuerzo nos forjamos: tal vez toda la ética se resuma en él.
ResponderEliminarQuizá por eso la experiencia de ver ese documental concreto me aportó tanto, porque mis sentimientos y creencias, mi criterio, mi ética, se vieron identificados, coincidieron con las vicisitudes de la selección.
ResponderEliminarCuando tu identidad (o una de ellas), se ve reflejada en el comportamiento de la tribu, lloras de alegría. Es como si apareciese ante ti uno de los sentidos de tu existencia, como si el universo armonizara, dándole así la razón a Confucio, y algo mágico sucediese: No solo existen ellos y tú, sino tú con ellos.
Ergo: una de las principales motivaciones del ser humano es no quedarse solo. Y, sin embargo, también aspiramos a ser nosotros mismos, cuyo precio ineludible es... quedarnos solos, al menos a veces. Como te decía, seguramente la batalla ética se perfila en esa tensión entre individuo y tribu. No queda más remedio que pagar el precio de mantenerse en ella, sentir el tirón desde ambos extremos... y llorar cuando toque, de alegría o de pesar.
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