Conmueve la nitidez con que los niños muestran lo primitivo de nuestra condición. En ellos distinguimos sin disfraz nuestras tendencias más elementales. Los niños, que aún no han aprendido a disimular, nos enseñan hasta qué punto lo hacemos los adultos continuamente. Su transparencia nos sirve de lente para enfocar nuestra difuminada verdad. Hay que mirarlos con atención para aprender sobre nosotros mismos.
Cuando sorprendemos a un niño en una falta, y las consecuencias pueden ser onerosas, es probable que reaccione negándola contra toda evidencia (“Yo no he sido”), o bien yéndose por los cerros de Úbeda (por ejemplo, echándole la culpa a otro: “Ha sido él”); o, si no hay escape posible, armando un escándalo de llantos (“¡Mira cómo me estás maltratando!”). Negación, distracción o victimismo: tres maneras de eludir la responsabilidad y desviar la atención del adversario. A menudo funcionan.
Crecer debería modular esa crudeza inocente, ir afrontando cada vez más, por arduo y amargo que resulte, el protagonismo de lo que hacemos, y por tanto las consecuencias de nuestros errores o nuestras faltas; o sea, hacernos cargo, cada vez con más entereza, de nuestras decisiones y sus resultados. Cuando he sido yo, he sido yo: doy la cara y lo asumo, con todo lo que conlleve. No intento marear la perdiz colgándole a otro el sambenito, o culpando a la sociedad o a la injusticia universal. Sé que he llegado hasta aquí por una cadena de decisiones que, por desacertadas o reprochables que resulten, no dejan de ser mías; no soy una víctima, casi siempre puedo, al menos, colaborar u oponerme a lo que pretenden imponerme.
Esa honestidad no es fácil, como prueba el hecho de que no abunde. Hay que empeñarse en admitir la propia responsabilidad, hay que hacer el esfuerzo de no escabullirse mediante la negación, la distracción o el victimismo; y, claro, atenerse a las consecuencias. El que la hace debería atenerse a las consecuencias, aunque a nadie le guste pagar sus deudas, y muchos prefieran seguir intentando esfumarse tras cortinas de humo.
Fromm lo llamó miedo a la libertad, y algo de eso hay: miedo o desvergüenza, porque la vida es difícil. Podemos mirar de cara la verdad o eludirla con excusas y añagazas. Sartre acertó casi por completo llamando mala fe a esas evasivas. Digo “casi” porque las cosas nunca son tan diáfanas: tras la excusa se ocultan, a veces, vulnerabilidades muy reales. La voluntad no es una rueda compacta, está llena de agujeros. Hay quien se agazapa tras una componenda porque corre tras algo o escapa de algo; pero también está el que sencillamente la aprovecha. Hay quien sufre mucho, hay quien no puede más, pero la vulnerabilidad pocas veces es del todo inocente: la impotencia también puede servir de subterfugio.
“Preferiría no hacerlo”, sostiene Bartleby. ¿Y quién no? ¿Rebeldía o pereza? Todos añoramos a menudo una vida más fácil y complaciente, que nos lo entregue todo sin pedir nada, que nos cuide para no tener que cuidarnos nosotros mismos. Nos encantaría que alguien fuese por delante barriendo lo que nos disgusta, y que así no tuviéramos siquiera que cruzárnoslo. Es un sueño que se remonta al breve tiempo en que parecía ser realidad, esa primera infancia que, si fuésemos honrados y lúcidos, asumiríamos que ya se llevó el viento.
La humanidad tardó muchos siglos en superar el geocentrismo. Peor para ella, y para los que tuvieron que pagar el precio de la verdad. Nos toca mirarnos al espejo y hacernos cargo de nuestros deseos, nuestras obligaciones y nuestros errores. Lo contrario es mala fe.
Mala fe, sí, muchas veces, y otras, diría yo, son fruto de la ignorancia.
ResponderEliminarCuántos jóvenes equivocados y perdidos me he encontrado en procesos de rehabilitación y que, después de conocer a sus padres, he pensado: "Es completamente lógico que esta persona haya ido a parar donde está. Y que además continúe sin recononocer su parte en ello". En este caso, no solo nadie le ha mostrado la importancia real de hacerse cargo de sus errores y responsable de sus decisiones, sino que ha crecido creyendo que lo que hay que hacer es vivir instalado en la queja. Que eso es justo, que es lo correcto, porque... "todo el mundo sabe que la sociedad está muy mal, y yo, no tengo nada que ver en ello. Eso es responsabilidad de los que toman las decisiones, ellos son los culpables de que al resto nos vaya mal".
El único caso en que creo que eso sí se cumple, es en la destrucción del habitat natural de las especies animales.
Qué lástima...en los dos casos.
Nunca es fácil reconocer las propias responsabilidades. Hay gente a la que la verdad acerca de sí mismo le cuesta una depresión o una grave crisis de autoestima. Por eso no se puede entrar en el tema como elefante en cacharrería.
ResponderEliminarPero también hay mucha gente que prefiere la depresión o la autodestrucción precisamente para eludir la responsabilidad. Y, de todos modos, rehuir la verdad -la "mala fe", consciente o ignorante- nunca es un buen negocio a largo plazo. La verdad sigue actuando, la reconozcamos o no. Ahí está, como muestra, el ejemplo que pones. Está claro que para esos muchachos, culpar a la sociedad es una buena excusa para no tener que hacer el esfuerzo inmenso, durísimo, de elegir curarse.
¿Qué te voy a contar al respecto, amigo mío, que tú no sepas? Apenas compartir contigo mi propia debilidad, para intentar, mano a mano, levantar la entereza que nos falta. Todos nos ocultamos de modos más o menos sutiles para no tener que afrontar determinados desafíos. A lo mejor la vida es demasiado dura para que la miremos continuamente a la cara. Pero la tarea del "hombre que no hace trampas", como decía Camus, es insistir. Desde pequeños deberían educarnos en ello; y el resto de la vida, deberíamos educarnos nosotros. La mala fe -en el sentido sartriano de elusión de responsabilidad- es siempre una enemiga. ¡Saludos grandes!