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Mostrando entradas de julio, 2021

La vida prorrogada

Erich Fromm reformula la ya tradicional oposición entre tener y ser, y plantea de forma muy oportuna el déficit de sensación de ser que provoca la obsesión por el tener. El mito del Progreso como acaparamiento, de origen burgués, ha calado en el conjunto de la sociedad, convirtiéndose, como señala Fromm, en “la esperanza y la fe de la gente desde el inicio de la época industrial.” La moral mercantilista tiende a reducirnos al valor de intercambio: tanto tienes, tanto vales. En nuestra sociedad de clases, la escasez de posesiones se identifica con una inferioridad cualitativa, como si el poseer dependiera exclusivamente de la laboriosidad o la capacidad de la persona, y la riqueza no hubiese generado sus propios mecanismos para perpetuarse y dificultar el acceso a ella a los que parten con desventaja.  Junto a esa moral de crudo capitalismo ha evolucionado otra, de tradición humanista, que, sin cuestionar abiertamente sus dicterios, se esfuerza por enfatizar la prioridad del ser s...

Responsabilidad

Vivir requiere muchos tipos de coraje: uno de ellos, estar dispuesto a equivocarse. Asumir que, más tarde o más temprano, en el lugar más inesperado, uno hará daño, y tendrá la culpa del sufrimiento de alguien, quizá de quien menos desearía. Que uno no sabrá ser siempre bueno, ni útil, ni siquiera justo, por mucho que se esfuerce. Aceptar que no todos nos querrán: porque no seremos de su gusto, porque obstaculizaremos sus designios, porque no lo mereceremos. Afrontar las propias limitaciones, las ineludibles torpezas, las asombrosas infamias. Ese es un precio que conocen bien los que optan por hacerse cargo de una responsabilidad. Dirigir es tener que elegir: más a menudo y con mayores consecuencias; es, por tanto, tener que juzgarse y ser juzgado con más rigor, y disponiendo de menos coartadas con las que escabullirse. El que está en primera fila es el primero en recibir los embates, y encima tiene que abrir el paso a los demás. El que sube al estrado se ve más, y cuenta con menos r...

Locura conmovedora

“Somos lo que pensamos”, suele afirmar triunfante la psicología cognitiva, que aún está de moda. “Creer es crear”, le responde, complacida, la bulliciosa congregación New Age . No es que unos y otros no tengan en cuenta el peso de las emociones: de hecho, nunca se le dio más importancia a los afectos, desde que Goleman popularizó la idea de una “inteligencia emocional”. Pero las emociones no se controlan, y el individuo posmoderno quiere controlarlo todo. De ahí la aparente paradoja de la expresión “inteligencia emocional”: se supone que las emociones pueden guiarse desde la inteligencia porque su sustrato son los pensamientos. Da la vuelta a estos y cambiarás aquellas, y al final podrás modelarte a la carta.  No puedo evitar verlo con escepticismo. Y no porque rechace que las convicciones incidan en los sentimientos y por supuesto en los actos: ¿tendría sentido, en tal caso, la filosofía? Tantos siglos de pensamiento, ¿quedarían en algo más que literatura, o peor, mera palabrerí...

Química

¿En qué consiste eso de caerse bien o mal? ¿Qué es lo que se juega en el fondo de nuestras simpatías y nuestras antipatías? ¿Cómo llegamos hasta un afecto o el otro? Hay que reconocer que tiene su misterio, y no es extraño que los antiguos lo atribuyeran al capricho de los dioses. La sabiduría popular lo concibe como una especie de “química”: nuestra “composición” nos predispone a una cierta “reacción” en el encuentro. En efecto: con algunas personas, el intercambio discurre como la seda; desde el principio y sin que haya que hacer nada especial para conseguirlo. Con otras, en cambio, por mucho que nos esforcemos, todo son tropiezos. Nuevas metáforas populares tomadas de la ciencia: a veces nos transmitimos “buenas vibraciones”, pero en otras ocasiones se imponen las “malas energías”. Como en el magnetismo, parece que actúen fuerzas invisibles y enigmáticas, que están en nosotros pero no dependen de nosotros. Se diría que la voluntad no tiene mucho que hacer en la química de las rela...

Islas

¿Por qué me fascinan las islas, con ese inquietante embrujo de las cosas bellas y tristes? Creo que es porque no puedo imaginar, sin una mezcla de admiración y de pavor, lo que implicará vivir en ellas, sobre todo si son minúsculas y remotas, briznas de tierra y arbusto en la inmensidad del océano, como Pascua, Pitcairn o Tristán de Acuña. Miles de quilómetros en todas direcciones sin otro asomo de corteza fértil, sin el ensueño de una presencia, aunque no tenga rostro. Imposible abandonarlas por uno mismo, si no nos viene a buscar un barco después de navegar varias jornadas… Tristán de Acuña, en medio del Atlántico sur, no tiene —ni podría sustentar—más que 250 habitantes. Pitcairn, en el ombligo del Pacífico, 50, todos ellos descendientes del famoso motín del Bounty . Únicamente en esos lugares desgajados del mundo se debe entender lo que significan la soledad y el abandono. En esos enclaves inverosímiles, la realidad debe parecer algo inconcluso y desvaído, y la existencia un fenó...