¿Por qué me fascinan las islas, con ese inquietante embrujo de las cosas bellas y tristes? Creo que es porque no puedo imaginar, sin una mezcla de admiración y de pavor, lo que implicará vivir en ellas, sobre todo si son minúsculas y remotas, briznas de tierra y arbusto en la inmensidad del océano, como Pascua, Pitcairn o Tristán de Acuña. Miles de quilómetros en todas direcciones sin otro asomo de corteza fértil, sin el ensueño de una presencia, aunque no tenga rostro. Imposible abandonarlas por uno mismo, si no nos viene a buscar un barco después de navegar varias jornadas…
Tristán de Acuña, en medio del Atlántico sur, no tiene —ni podría sustentar—más que 250 habitantes. Pitcairn, en el ombligo del Pacífico, 50, todos ellos descendientes del famoso motín del Bounty. Únicamente en esos lugares desgajados del mundo se debe entender lo que significan la soledad y el abandono. En esos enclaves inverosímiles, la realidad debe parecer algo inconcluso y desvaído, y la existencia un fenómeno quebradizo, cercado de vertiginosas lejanías.
Las islas son como rocallas minúsculas, como salpicaduras de asteroides por las fisuras del planeta. De ahí que tantos hayan visto en ellas una metáfora de la condición humana. “Somos islas”, canta Bonnie Tyler en un disco de Mike Oldfield, expresando ese abismo insalvable que siempre nos disgrega, por más que no estemos “demasiado lejos”. ¿Nos curamos alguna vez de esa frustrada hambre de fusión, de esa nostalgia de la unidad primigenia, de ese sentimiento abrumador que Fromm llamaba separatidad? El amor lo sortea milagrosamente, tal vez lo hace llevadero, pero no lo cura.
Sin embargo, lo más terrible de habitar un lugar apartado quizá no sea la soledad, sino el hacinamiento, la angostura, la inmediatez de los límites. Al fin y al cabo, pertenecemos a una raza de exploradores y de vagabundos. ¿Cómo será despertar cada mañana en Tristán de Acuña y pensar que no queda ningún sitio adonde ir, que el mundo se reduce a unos pocos pasos que terminan siempre en el mismo mar de horizontes trazados a cordel? ¿Cómo será salir de casa sabiendo que volveremos a ver los mismos rostros de un puñado de personas que hemos visto toda la vida, intercambiar con ellas las mismas palabras de cada día, encontrarnos con las mismas virtudes que ya no sabemos amar de un modo nuevo, y con las mismas mezquindades que nos irritan siempre igual? ¿Cuánto juego le dan a la imaginación, a la expectativa, a la sorpresa, 50 vecinos eternos? ¿Cuántas repeticiones, como las de la gota de la tortura china, hacen falta para que se haya apurado el último detalle, el último rincón por explorar, la última libertad por tantear, y nos rindamos ya sin esperanza a la locura?
Y, sin embargo, alguien las habita. Nacen, viven y mueren allí, y no los arrasan la angustia o el hastío. Dicen que viajan de vez en cuando, sobre todo los jóvenes, para buscar pareja. Algunos no vuelven, y lo asombroso es que haya otros que sí lo hagan. Aunque, para quien se ha criado en unos pocos quilómetros cuadrados, tal vez lo insoportable sea la avalancha de las multitudes y la oquedad de las grandes extensiones.
En cualquier caso, hace un siglo el aislamiento era casi absoluto. Eso querían los amotinados del Bounty, que se despidieron del mundo exterior quemando el bajel y luego se destruyeron entre ellos. Quedaron unas pocas mujeres, algunos niños y el último marino superviviente, John Adams, como Adán de ese exiguo paraíso. Bien pensado, cualquier vida se parece a habitar Pitcairn, y lo mismo da acabar en un arrabal superpoblado que en una recóndita isla de los mares del Sur.
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