El mecanismo del castigo se basa en una lógica rudimentaria, primitiva. La psicología experimental lo ha investigado asiduamente, pero no ha llegado mucho más lejos de lo que ya postulaba la sabiduría popular y aplicaban desde antiguo jerarquías e instituciones: se trata de cambiar conductas imponiendo algún tipo de sufrimiento.
Cuando nos somete al disgusto alguien que tiene el poder de hacerlo sin que podamos huir o enfrentar el daño recibido, tenemos que ceder y reconducir nuestro comportamiento según sus exigencias. El castigo es una coacción aversiva orientada a instaurar nuevos hábitos.
Más difícil de interpretar es la punición aplicada por uno mismo, la sanción autoimpuesta, que suele presentarse asociada al sentimiento de culpa. Resulta curioso que la culpa, que es la interiorización de una condena, interiorice con ella la exigencia de castigo, la penitencia. Es como si nuestras faltas conllevaran una deuda con la comunidad, o con el mundo, que solo acabará de saldarse mediante un sufrimiento proporcional: cuando ese ajuste de cuentas no se impone desde fuera, da la impresión de que tenemos tanta urgencia de consumarlo que entonces lo llevamos a cabo desde dentro. Se perfila aquí una compleja economía de transacciones que parecen orientadas a restaurar un equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe, lo que se hace y lo que hacen con uno, equidad que parece ser una primaria necesidad humana, como nos muestra también, por ejemplo, la venganza.
Lo asombroso no es que se persiga la equidad, ni que el conjunto social coaccione al individuo para que obedezca a las normas. Se entiende que el castigo externo se plantee como un “retorno a la Ley”, incluso como un mecanismo de compensación asociado al intercambio social. Sin embargo, la penitencia, y más autoinfligida, funciona en un plano puramente simbólico: en ella no hay compensación verdadera, solo dramatizada. Nada cambia para el acreedor con esa pérdida del deudor, es un menoscabo que no restituye a aquel. Y, sin embargo, a la imposición de castigos se le llama “hacer justicia”, enfatizando que se restaura algún tipo de equilibrio considerado moralmente, o socialmente, como adecuado. Desde el punto de vista emocional, el acreedor, aunque no cobre, recibe una satisfacción; y el deudor, muchas veces, respira aliviado, “como si” se hubiese efectuado un pago real. ¿Qué primitivo equilibrio —¿de poder?, ¿de roles?— ha sido restaurado?
Parece que, de entrada, lo natural sería que el individuo procurara pagar el menor precio posible, minimizando el castigo o eludiéndolo por completo. Colaborar con este, y sobre todo imponérselo él mismo, contradice aparentemente el principio hedónico que favorece la supervivencia. ¿Cómo es posible que la evolución haya premiado a una especie cuyos sujetos se infligen sufrimiento a sí mismos? Tiene que haber alguna contrapartida para el penitente que se nos escapa.
La penitencia autoinfligida apunta un sentido si se la considera una conducta prosocial. El penitente, de cara afuera, está demostrando su arrepentimiento, su disposición a regresar a la tribu y a la Ley, su acatamiento de las normas con tal de reintegrarse en el rebaño. Pero lo más interesante es lo que se consigue al calmar esa “conciencia” justiciera (que no es sino la interiorización de la mirada social que nos juzga, y que a menudo ha sido idealizada como mirada divina): al educarse a sí mismo, imponiéndose castigos, el individuo instaura comportamientos que le facilitarán la aceptación y la aprobación de la comunidad. Para el ser humano, en definitiva, la adaptación social no es menos perentoria que la biológica.
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