Me doy cuenta de que mis momentos más felices han sido aquellos en que los deseos parecían a punto de caer como fruta madura, pero aún no estaban colmados por completo. Momentos en los que me embriagaba con el presentimiento de algo maravilloso que podía estar a punto de suceder, aunque no fuese seguro, aunque no fuese ni siquiera probable: bastaba con soñar que sucedía, con sentir cerca el objeto del deseo y fantasear que, al tenderle la mano, la tomaría sin dudar, como si solo hubiese estado aguardando esa señal: yo sería el elegido y vendría conmigo.
Si me encontraba en una situación ingrata, tenía la oportunidad de animarme pensando que mi esfuerzo era el precio que pagaba por esa inminente felicidad, o que, en cualquier caso, la redención ya me rondaba y era cuestión de tiempo que se me entregara. Y si, en cambio, ya me sentía contento y satisfecho, multiplicaba mi satisfacción con la perspectiva de dichas mayores que me estaban esperando.
La felicidad más intensa, pues, tiene un necesario componente de futuro, de porvenir, y eso es lo que la hace inalcanzable y nos condena a perseguirla en vano. Lo más habitual es que perdamos el estado de gracia y que los dioses ni siquiera se hayan enterado. Que pase la tarde y aquella muchacha ni siquiera nos dedique una mirada; que termine el día sin que hayan llamado a nuestra puerta; que algo falle y se nos estropee lo que estábamos componiendo, o algo nos interrumpa y no podamos concluirlo; que nadie conteste nuestro mensaje, que perdamos el dinero o la paciencia, que se entrometa quien no debe… ¡Hay tantas cosas que pueden fallar! ¡Cuánta predisposición a la felicidad se adivina en ese minucioso entusiasmo con el que nos arreglamos antes de salir de fiesta! Y cuánta ilusión decepcionada puede leerse en los pálidos rostros y las ropas descompuestas de los que regresan de madrugada.
Pero no es mucho mejor el resultado cuando se cumplen los deseos. El entusiasmo de las expectativas es infinito, porque pertenece a la imaginación; en cambio, el de los logros es efímero. Buscar nos apasiona, encontrar nos colma, pero, ¿adónde irá lo colmado? Cuando lo esperado, con tanta emoción y tanto anhelo, se realiza, de pronto pierde su encanto y su magia y se nos muestra como una cosa más, algo pequeño y simple, y nada divino, sino demasiado humano. Los sueños, una vez más, exageraron, y la muchacha a la que atribuíamos todas las virtudes resultó ser ordinaria o cínica; la obra que tanto prometía se quedó en un engendro mediocre. La vida respondió, pero con voz chillona y palabras cortantes. Al final del deseo suele aguardar la resaca de la soledad y la decepción.
En El banquete, Platón nos avisa que el amor es deseo, y el deseo es carencia. El deseo sufre mientras no se realiza, porque le falta su objeto, pero también cuando se realiza, porque deja de existir. Como escribe Comte-Sponville: “Nada más fácil que amar a quien no tenemos, a quien nos falta: esto se llama estar enamorado, y está al alcance de cualquiera… Otras veces tenemos a quien ya no nos falta y nos aburrimos: es lo que se llama una pareja”. ¿Qué nos queda, entonces? Disfrutar lo que tenemos y desconfiar de los sueños, o, como dice el filósofo francés, renegar de las esperanzas. Me faltan muchas cosas, pero “lo que tengo, lo tengo”, afirma con admirable sencillez el Breugnon de Rolland.
No cabe duda de que tiene razón. Y, sin embargo, ¡qué hermoso es soñar! ¡Qué embriagador es enamorarse! ¡Cuánta vida hay en el temblor de las expectativas! “¡Ay, aquellas noches de verano!”, cantan a dúo Danny y Sandy en Grease. Hoy que es invierno, queda la dulzura de recordarlas.
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