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Lo perdido, lo que queda

Cuando uno es joven, todo queda por delante; esa supuesta profusión del futuro (aunque sea imaginaria, porque la vida luego no dará para mucho) abruma y a la vez entusiasma. Aún no hace falta enfrentarse seriamente a la renuncia: las carencias tienen tiempo de ser compensadas, los fracasos son puertas abiertas que nos desafían a explorar. Lo imposible solo parece difícil, y lo arduo cuestión de oportunidad. La aventura podría estar aguardando a la vuelta de cada esquina.


La carrera de los años, que es larga mientras se recorre y se antoja tan breve cuando se mira atrás, va invirtiendo la ecuación. El tiempo se gasta y nos gasta, y los plazos se acortan, minando las expectativas. A medida que se va llenando el trastero de vivencias fallidas o inacabadas, y va escaseando la tierra para labrar los sueños, cada vez hay que practicar con más asiduidad el ejercicio de la renuncia, acostumbrarse a las despedidas, plegarse a las resignaciones. 
La disciplina del desasimiento es, de entrada, ingrata y amarga. Al menos para nuestro ego, que tanto hubiera querido y todo le parece poco. Hay que tratarlo con severidad, para acallar sus ansias, pero a la vez con dulzura, para templar sus angustias. Y en eso la edad ayuda con sus otras caras: la de la fatiga, la del realismo, la del criterio que sabe diferenciar lo importante de lo secundario. 

Se comprende al fin que no todo valía la pena, y que mucho de lo que sí la valía no está en nuestras manos. Se prefiere el sosiego y la sopa caliente a la guerra: uno va buscando, como Fray Luis de León, ámbitos de buen retiro donde plantar un huerto lejos de los vanos trasiegos del mundo. Tal vez queden bravura y voluntad para seguir peleando, pero se desiste de luchas triviales o de proyectos que nos rebasan, porque llevarlos a cabo exigiría sacrificar prioridades o echar mano de lo que jamás poseeremos. De jóvenes necesitábamos amar como un modo de conquistar el mundo: ahora comprendemos que es el mundo el que nos ha conquistado a través de aquellos que amamos y nos necesitan. 
Es hermoso darse por vencido, incluso cuando lo hacemos con algo de nostalgia y hasta con pena, aunque hay que reservar algo de alegría para insistir en lo que aún nos reclama. Es reconfortante ir retirándose de aquellos frentes que ya no nos corresponden, o en los que tenemos ya muy poco que aportar, y pasar el testigo de nuestros esfuerzos a otros que llegan con fuerzas renovadas. Y quedarnos tan solo con unas pocas tareas irrenunciables, unos pocos sueños donde aún podemos dejar una discreta huella. Distinguirlos y dosificar las fuerzas según su valor debe ser buena parte de lo que llaman sabiduría. 

En esta penúltima metamorfosis hay que ser especialmente cuidadosos con los arrepentimientos. Los errores cometidos, las ocasiones desperdiciadas, el impulso malogrado por ignorancia o exceso o reticencia o temor: todos ellos pueden llenarnos de amargura y sumirnos en el resentimiento, si no sabemos encararlos con generosidad y compasión. Vivir es perder, y haber vivido es haber perdido mucho para ganar un poco: esto último debería ser suficiente para llenarnos de contento y gratitud. Hay que venerar esa realidad que se impuso a nuestros planes, a menudo tan ilusos: como dice Rilke, la vida siempre tiene razón. Si hay que arrepentirse, que sea con benevolencia. No vale la pena dar muchas vueltas a lo que podríamos haber hecho, porque tal vez no pudimos, porque es un rumiar amargo y, en cualquier caso, inacabable. Resulta preferible celebrar lo que hemos tenido y obstinarse en mirar hacia delante: aunque quede poco, es todo lo que queda.

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