No el placer torcido, de los que disfrutan con la desventura ajena, por envidia o por simple estupidez. No el placer canalla, que se infla ensañándose con otros, que humilla para no mirarse al espejo; el que roba la dignidad que teme no poseer y la alegría que sabe no sentir. No el placer prestado que nos roba la libertad y la cordura, ni el placer traidor de la pereza o del exceso.
No: el placer bueno. El placer de los buenos, que nos hace buenos. El gozo del amor que nos sana, la gracia de la caricia que nos abriga, la risa gratuita y transparente que aligera el espesor de la amargura. La honda serenidad de un atardecer con olor a hierba y extensas lejanías. El embeleso de una música que cala hasta los huesos, pongamos, por poner alguna, la frescura de Josquin o la gravedad de Juan del Enzina. El disfrute de la inteligencia y la poesía, de ambas juntas cuando son lo mismo, como en Calderón o en Lorca. Un misterioso cuadro de Turner, una estremecedora figura de Friedrich absorta en el romper de las olas, un manso escenario de Constable. El consuelo riguroso de Séneca y la afabilidad de Montaigne.
El placer bueno, tanto más exquisito cuanto más sutil, tanto más profundo cuanto más discreto. Epicuro solo pedía deleitarse con un trozo de queso, Horacio alababa la vida retirada. Lucrecio indagaba la fascinación ancestral de la naturaleza, a Giordano Bruno lo quemaron por hacer lo mismo con el cielo estrellado. En los dojos zen se detiene el tiempo con un trago de té o un susurro del agua. En la película American Beauty, la cámara se encandila con los revoloteos de una bolsa de plástico que, por unos instantes, evoca a una mariposa. Quizá Nietzsche aprendió su entusiasmo de las altas cumbres de los Alpes, y Hesse, más austero, lo siguió, atormentado y feliz, por la soledad de los caminos.
Y hay almas que sufren de un amor que las rebosa, de un anhelo tan intenso que duele, que hace por un instante bueno el sufrimiento. ¡Cuánto le dolía la vida a Don Quijote, que inventó otra para poder vivir y cultivó la bondad de los ilusos! ¡Cuánto dolor le hizo falta a Camus para entender que Sísifo era dichoso! ¡Qué herido de pasión dejaría Beatriz a Dante para que este derramara el universo en su Divina Comedia, de qué atroces amores contrariados sacaron Holderlin y Larra su ingenio y su locura! A Montaigne, los cólicos le enseñaron a amar la vida sin reclamaciones, y Nietzsche jamás renegó de sus dolencias, hasta el punto de invocar su eterno retorno.
Placer bueno, que nos adorna la juventud y nos consuela en la vejez. ¿Hay un placer mayor que la salud, que solo nos sabe a poco mientras nos sobra, y en cambio llena el mundo de luz cuando se alivia un dolor insoportable? Tal vez sí: el placer de adentrarse en el placer sin ambiciones ni prevenciones, el placer de vislumbrar la belleza menos aparente y seguir y seguir hasta alcanzar el éxtasis. El placer de conquistar lo que parecía imposible, solo por el gusto de medirnos con sus murallas y oponerles la obstinación de nuestros sueños. El placer de renunciar, también: de sucumbir y entregarse, cuando se asume que no hay otra salida.
El placer nos guía, y, templado por la sensatez, funda la ética. Sin placer ni dolor no sabríamos hacia dónde ir, no seríamos capaces de ponernos en el lugar de los otros. No podríamos amar, pues solo se ama lo que nos complace con su mera existencia; solo se aman aquellos a los que se desea placer a pesar de que nos procuren dolor. El placer bueno (su evocación, su presagio) alimenta nuestras temerosas soledades infantiles, y aún más las sombrías soledades del ocaso de la vida.
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