Dos veces estuve a punto de cumplir mi sueño de ser psicólogo. La primera, siendo veinteañero, abandoné la carrera al sentirme incapaz de sobrepasar el muro de la Estadística; aunque en aquel brete creo que tuvieron mucho que ver mis tribulaciones de juventud, los desafíos del trabajo, mis amores laberínticos y mis angustias de solitario neurótico. En fin, luego me metí en Historia y la acabé sin demasiado esfuerzo, me divertí y gané amigos: no me arrepiento.
Pero entrado ya en años, con la estabilidad de la familia y los supuestos sosiegos de la madurez, me zambullí de nuevo, con un entusiasmo de adolescente, en los viejos estudios aparcados. Puse tanta pasión que fue seguramente demasiada: no sé dónde leí que suele haber tanto porcentaje de abandonos en los estudiantes que se manifiestan muy motivados como entre los que confiesan estarlo muy poco. Parece coherente: como me decía un buen amigo, un estudio universitario es una carrera de fondo, y hay que dosificar las fuerzas, sobre todo si uno tiene que compaginarla con un trabajo exigente, un matrimonio convulso y una paternidad recién estrenada. Los estudios avanzaron viento en popa, apasionados y apasionantes —matrícula de honor en Estadística incluida—, hasta que se convirtieron en un motivo más de conflicto conyugal. Así que un día, fiel a mi estilo teatral y exagerado, arrinconé los libros y tiré la psicología por la misma ventana por la que acabaría saliendo mi torpe tentativa de hogar.
Sé que es estúpido dedicar varios años de esfuerzo, ilusión y dinero a un proyecto para abandonarlo tajantemente, en lugar de negociar con la realidad y mantener los motores encendidos con fuego bajo. La vida no era fácil, jalonada de angustias; había días en que quería morirme, pero no abandoné por eso. Estoy seguro de que lo determinante fue la rabia. Siempre que me pongo zancadillas a mí mismo hay rabia por medio.
Supongo que hay algo universal en volver hacia dentro la ira que no se sabe arrojar al mundo. La furia está hecha para ser actuada, y cuando se le cierran todas las tablas se repliega al patético escenario interior. Necesitamos lanzarla contra algo para sentir que aún nos queda un resto de poder. Y el poder sobre uno mismo, cuando no hay ninguna víctima a mano, es el último que queda.
Lo terrible, por supuesto, sucede cuando hay víctimas a mano. No hay como una persona que se pone en el rol de víctima para quien no tiene contra quién echar su saña (o más bien quien no puede dispararla contra el verdadero enemigo). Scheler hablaba de un envenenamiento interior, pero faltaría aclarar por qué nos envenena la rabia impotente. Parecería más apropiado limitarse a dispersarla, puesto que ya no tiene un fin instrumental. Pero todo se complica con el poder, el estatus y la autoestima: una derrota siempre nos disminuye, incluso cuando solo la conocemos nosotros, cuando podríamos deshacernos de ella con una simple renuncia. Y lo que nos disminuye nos hace más vulnerables al enemigo, y menos amigos de nosotros mismos. ¿Puede ser que nos dañemos para no acabar odiándonos del todo? ¿Para evitar otro daño peor? La impotencia, el menosprecio es lo peor.
Por consiguiente, la autodestrucción es más compulsiva que estúpida. De hecho, tiene sentido. Lo malo es que se trata de un sentido que perjudica, a veces irreversiblemente. Ley de entropía: lo que se rompe cuesta más de reconstruir, y de todos modos ya no quedará igual. Yo ya no terminaré la carrera, ya no recuperaré el dinero que invertí en ella, ya no seré psicólogo. La autodestrucción es un mal negocio.
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