Hay horas tristes y locas, o tristemente locas, o locamente tristes, en que tenemos que apelar al más lúcido rincón de nuestra mente, ese que se mantiene a salvo a pesar de todo: de los terrores y los delirios, de los entusiasmos desbocados que casi siempre acaban dando un traspiés en la realidad y despeñándose por los barrancos de la desesperación, como el atolondrado hipogrifo violento de Rosaura en La vida es sueño.
Lo han llamado sabio interior porque nos recuerda (o ha hecho concebir) el arquetipo del sabio ancestral, medio filósofo y medio mago, tal vez chamán o brujo, bien plantado en su convicción y en su conocimiento. Las grandes historias lo han mostrado como un anciano asentado en esa serenidad que dejan, como un sedimento, las aguas turbulentas de la vida, que tantas veces nos arrumban en las playas de la decepción, donde se arrastra el cuerpo magullado y envejecido, pero se abren los ojos como en un nuevo nacimiento.
Retirado de batallas heroicas, vestido con sencillez, el gesto discreto y la intención humilde, sin tentación de exceso; tocado de larga barba como legado de su rodaje de tiempo y sucesos, herido pero no derrotado por la vida y por la edad, apoyado en un bastón tan recio y firme como su sabiduría.
Vive solo en páramos inaccesibles o en altas montañas, desde donde contempla la inmensidad del mundo ya casi sin temor, con el ceño algo fruncido por conocer tan íntimamente el sufrimiento, pero a la vez mostrando en el rostro el esbozo de una sonrisa de piedad ante la insignificancia de los seres extraviados. Habla poco y no más de lo preciso, y únicamente a aquel que lo merece o que puede aprovecharlo.
Ahí tenemos, entre muchos, al paciente Virgilio que conduce a Dante a través de los terrores del infierno y las penumbras del purgatorio; a los ancianos de los viejos cuentos que uno se encuentra en medio de los bosques; a Merlín, Gandalf el Gris y Ogión el Silencioso, mentores de héroes y cómplices imprescindibles de su lucha contra el mal; y, por supuesto, a los grandes filósofos y eremitas que han iluminado la historia de la humanidad, como Buda o Dogen, como Epicuro o Spinoza. Aristóteles iluminó probablemente el genio de Alejandro, pero Séneca no parece haber inculcado sensatez a un Nerón que no podía o no quería aprender.
También hay otros menos conocidos y menos tópicos, sabios desconcertantes bajo su cariz de ladrones o simples artesanos. Ellos nos recuerdan que la sabiduría puede esconderse bajo el aspecto menos esperado, como el maestro disecador que adopta a Alfanhuí en las breñas de Guadalajara, o el entrañable y pendenciero John Silver que enseña a Jim a ser hombre en La isla del tesoro.
Maestros y tutores: ellos son nuestra esperanza, la de que no sufrimos ni erramos en vano, la de que, a pesar de nuestras desmañas, podemos aprender a ser mejores y a manejar con más destreza los hilos de la vida. Pocas veces los encontramos en persona; o, más justamente, pocas veces sabemos reconocerlos cuando los encontramos; pero podemos convocarlos desde dentro, desde ese lugar en el que los sabios podríamos ser nosotros. Y a ellos (en nuestra imaginación, ya que no en la realidad) nos conviene apelar en momentos de desesperación, cuando parece que todo se hunde, buscando ejemplo y orientación, pero sobre todo esperanza (esperanza, sí, a pesar de Comte-Sponville, porque el hombre es un proyecto tan inconcluso que a veces solo le cabe esperar) y ánimo, fortaleza y voluntad, como la que intuimos al caminante solitario que se asoma al abismo en los cuadros de Friedrich.
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