Vale la pena releer La peste de Camus en pleno imperio de la pandemia.
No por morboso masoquismo, sino para buscar espejos en los que ver reflejadas
nuestras vivencias y elementos para intentar descifrarlas mejor. La novela,
contundente y minuciosa, describe una epidemia ficticia en la colonia francesa
de Orán durante los años cuarenta del siglo pasado. Entretanto, en la realidad,
el mundo sufría los estragos de la Guerra Mundial; un trágico paralelismo que, obviamente,
no es casual.
Nuestra mirada de tercer milenio encuentra en la novela del autor de El
mito de Sísifo un vigente material para la reflexión, tanto en los puntos
en común con nuestra actualidad como en las significativas diferencias. La
ciudad norteafricana, asolada por la plaga, cierra sus puertas; en nuestro mundo
global, en cambio, ha sucumbido hasta el último rincón. Pero si hay una experiencia
universal que iguala nuestra condición a la de antepasados y contemporáneos es
la enfermedad misma y su secuela, la muerte. Yendo más lejos, la dolencia
vendría a ser una seña de identidad de nuestra condición, un símbolo de todas
las vulnerabilidades que sitian al iluso ser humano, dispuestas a poner a prueba
su entereza.
Morir es fácil. Lo difícil es mantenerse íntegro ante la muerte,
mientras llega o se demora. De ahí que la grandeza del libro de Camus, como la
que se ha podido manifestar en la amenaza del aciago virus, tenga una carga
moral. La lucha por la vida es la lucha por el bien. No es extraño que la
asimilemos a la guerra: “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y
sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”.
Esto es justo lo que nos sucedió al comienzo de la actual pandemia:
incluso los científicos y los gobernantes, que sabían o deberían haber sabido,
se resistían a concebir a la humanidad inerme frente a algo tan anodino como
una brizna de ADN arrastrada por el aire. Para el resto de los ignorantes
ciudadanos del siglo XXI, acostumbrados al triunfo de la tecnología, una
dolencia contagiosa era solo otro azote a los que viven en la miseria: nuestros
hospitales, pertrechados de máquinas y productos químicos, parecían, ante los
gérmenes, fortalezas inexpugnables (aun a pesar del desmantelamiento al que se les
sometió con la coartada de la crisis económica). Nadie contaba o quería contar
con la diabólica capacidad generativa de la evolución. “La plaga no está hecha
a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal,
es un mal sueño que tiene que pasar”. El mal sueño, sin embargo, se convirtió
en realidad y pagamos nuestra candidez narcisista con millones de contagiados y
un rosario apocalíptico de muertos.
Dicen que las desgracias sacan lo mejor y lo peor del ser humano. Hemos
conocido lo peor en forma de oportunistas y canallas que han procurado pescar
ganancia en el río revuelto del coronavirus: negociantes que han especulado con
respiradores o mascarillas, a veces con taras que las hacían inútiles;
políticos ineptos que buscaban su momento de gloria o canallas que aprovechaban
para barrer hacia su portal.
Pero a Camus le interesan sobre todo los buenos, con sus defectos
incluidos. Le interesa describir cómo la gente (de manera individual y
colectiva) se ve súbitamente exiliada de la seguridad de su rutina, y enfrentada
descarnadamente a su vulnerabilidad. Cómo afronta, entre el instinto y la
voluntad, la lucha por sobrevivir. Y, más interesante, cómo las emergencias
interaccionan con la condición social del ser humano, y transforman los
egoísmos en ese milagro insólito del altruismo. En definitiva, cómo ese
conjunto de afanes que activa la inminencia del naufragio ofrece al hombre la
oportunidad de encontrar sentido frente al señorío de la muerte. Porque eso es
“algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas
dignas de admiración que de desprecio”.
El protagonista de La peste es un médico, Bernard Rieux. ¿Podía
ser otra cosa? ¿Hay algo más parecido a un ángel de la guarda frente a la
extrema fatalidad? La esperanza tiene sus propios sueños, y es comprensible que
los médicos y los sanitarios, que se debaten en primera línea, nos parezcan
héroes. Así los consagramos cada día, a las ocho de la tarde, aplaudiendo en
los balcones. Ellos afirman no verse del mismo modo: el heroísmo siempre es una
cuestión de distancia. “No tengo afición al heroísmo ni a la santidad —afirma
el doctor Rieux—. Lo que me interesa es ser hombre”. En el frente (y yo voy a
abundar en la metáfora bélica) predominan la miseria y el miedo: los que luchan
no tienen tiempo para la épica. “El único medio de luchar contra la peste es la
honestidad… No sé qué es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que
hacer mi oficio”.
Eso es lo que le queda a nuestra dignidad: centrarse en salvar vidas,
contrariar a la muerte, aunque se trate solo de una prórroga. Cumplir con el propio
papel desde la honestidad. Esa honestidad que nos hace comportarnos hoy con
prudencia responsable, a pesar de las pérdidas, a pesar de los sacrificios, confinándonos
y alejándonos. Aportando cada uno para que ganemos todos. Aportando todos para
rescatar a cada uno. “Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva
que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”.
La desesperación, para bien y para mal, pone a todo el mundo contra las
cuerdas. Hay quien sabe traducirla en dignidad y quien sucumbe a la tentación de
lo brutal. Quizás ambas cosas estén misteriosamente próximas, quizá un pequeño
gesto o una insignificante circunstancia pueda marcar la diferencia.
En el universo de Orán apestada, un escéptico desengañado como Tarrou
descubre que quiere ser un santo sin Dios, y se convierte en el principal
colaborador de Rieux. El joven periodista Rambert, quien al principio intenta
desentenderse y huir junto a su novia, que le espera en París, acaba
posponiendo su felicidad individual y quedándose, por el contrario, a combatir
la desdicha colectiva: “Puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz”.
Mientras tanto, en las puertas de la ciudad sitiada, la policía ametralla a las
muchedumbres desesperadas, y con la escasez de productos prosperan las mafias
del contrabando.
¿Y qué hay de la religión? Camus la somete a un juicio implacable en la
figura del clérigo Paneloux, un predicador que justifica tanto dolor con el clásico
argumento del castigo por la maldad de los hombres, del amor divino que empuja
a sus ovejas de vuelta al redil. Paneloux, no obstante, se implica en la
atención a los enfermos, y un día se enfrenta a la agonía de un niño. Tras la horrenda
expiración, Rieux le recrimina al clérigo: “Yo tengo otra idea del amor y estoy
dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son
torturados”. El sacerdote se reafirma, pero parece entrar en un conflicto que
lo hace enfermar a su vez. En última instancia, reniega de los cuidados médicos,
no sabemos si por obstinación en su fe o por la angustia de su propio conflicto
interno. Cuando al final perece, su muerte nos inspira el mismo estupor compasivo
que sentimos ante un suicida.
¿Quién sabe cuántas historias de atrocidad y coraje habrán cundido por
la inmensidad del mundo mientras estábamos confinados en nuestras casas? Para
la mayoría de nosotros, la pandemia ha significado un enclaustramiento
riguroso, quizás un poco asfixiante pero en general llevadero. Por las ventanas
solo se veían calles vacías: todo lo hemos sabido por los medios de
comunicación, por las llamadas de familiares y amigos, por las videoconferencias.
El cordón que nos unía con la tribu era el cable de fibra óptica. Frente a esta
experiencia, nos choca la febril actividad que mantienen los habitantes de Orán
bajo la peste. Los bares y los cines siguen abiertos, los tranvías alternan a
los pasajeros que van al trabajo con los cadáveres que se trasladan a las
afueras, bajo una lluvia de flores distantes y amantes, para ser incinerados o
enterrados en cal viva. Solo se obliga a aislarse a los sospechosos de
contagio: en su casa o espantosamente hacinados en el estadio. Estas escenas
nos evocan los horrores de los que estos días hemos sabido por televisión: las
pistas de patinaje sobre hielo reconvertidas en morgues, el desbordamiento de
los servicios funerarios, las incineraciones apresuradas con los familiares
confinados en su casa, la trampa mortal de las residencias geriátricas con
ancianos durmiendo entre cadáveres…
Pero en todo ello hay algo abstracto que le da una cierta pátina de
inverosímil. Quizá nos abrume más, porque podemos ponerle cara conocida, porque
podemos concebirnos a nosotros o a nuestras personas queridas en una situación
así, imaginar lo solitaria que habrá sido la muerte de tanta gente en las
grises salas de los hospitales, sin un adiós de los hijos o los nietos, sin una
mano familiar que apretar en el último latido. Así es como las epidemias nos
deshumanizan hasta el final, sobre todo al final. Y frente a eso no tenemos
componenda posible, ni en el Orán de 1940 ni en el Madrid de 2020. Solo dejar
que duela y zambullirnos en aquel dicho amargo de que todos morimos solos.
Dicen los entendidos que, en definitiva, existen dos únicas maneras de
que se zanje una epidemia: con una vacuna o con dos tercios de la población infectados
e inmunizados. En ambos casos, la masa mayoritaria, ya inmune, hace de parapeto
a la expansión del germen entre el resto. Esa es la única derrota de un virus:
morir de éxito.
Así que un buen día la plaga empieza a remitir, con la misma parsimonia
con que llegó. Orán parece despertar de una larga pesadilla, tratando de
restaurar la entumecida esperanza. La historia nos enseña que siempre nos
sobreponemos a las catástrofes. Lo perdido duele y dolerá, pero ya se sabe que
no hay nada más curativo que el tiempo. Los enfermos sanan, la cuarentena se
levanta, la gente sale a la calle y, lamiéndose sus heridas, la vida sigue.
También nosotros nos disponemos a iniciar el lento regreso a la
normalidad. Dicen que se dan las condiciones, que hay que mantener las medidas
de prudencia y distanciamiento, y estar muy atentos (no especifican cómo) por
si surge un rebrote, pero que el ritmo de nuevos casos y de fallecidos se ha
reducido lo suficiente para reconstruir paso a paso la normalidad. Ya nos dejan
salir a tomar el aire por turnos, separadas las familias de los viejos y los
paseantes. Yo he salido hoy, la verdad es que no se me ha hecho tan raro. He
tomado mi ruta hasta el río y tenía la impresión de que la había recorrido
ayer, en lugar de dos meses atrás. Había una concurrencia impresionante,
costaba apartarnos unos de otros, y todo el mundo estaba mezclado. En fin.
El virus no está derrotado, solo a la baja. Tardaremos mucho en llegar
a esos dos tercios de barrera inmune, y aún más en que los contagios resulten
anecdóticos y la muerte excepcional. Quizá llegue el día en que no tengamos que
mantener las distancias ni ponernos mascarillas para hablar con el vecino.
Pero, incluso entonces, la naturaleza seguirá conspirando: a lo mejor ya anda
por ahí, agazapado, el precursor del siguiente enemigo. La vida no se detiene,
la paz es solo un paréntesis, todo pasa y todo queda.
Algo así viene a
reflexionar el doctor Rieux al final de la novela de Camus. Algo parecido a
aquello que ya nos avisaba Epicuro hace más de dos mil años: “Ante la muerte,
vivimos en una ciudad sin murallas”. La lucha entre el hombre y sus peligros siempre
vuelve a empezar y siempre acaba en fracaso, como la roca de Sísifo. Pero vivir
es seguir. Mientras presencia los festejos de los supervivientes liberados,
“Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada… El bacilo de la
peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido
en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las
bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y puede llegar un día en
que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas
y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
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