¿Qué es más difícil, perdonar
o pedir perdón? ¿Cuál tiene más valor ético? No están tan lejos lo uno de lo otro:
perdonar requiere renunciar al rencor y a ese poder inverso que nos brinda la
condición de víctimas; pedir excusas conlleva proclamar públicamente el error y
la responsabilidad, y correr el riesgo de ser humillado. Para perdonar, por
mucho que cueste, basta con comprender, como dice Tolstoi, y ceder; en cambio,
pedir perdón requiere tomar la iniciativa y actuar. El individuo más rencoroso
ha perdonado alguna vez; pero he conocido personas que nunca pedían disculpas,
por flagrantes que fuesen sus ofensas, aun admitiendo que habían sido torpes o injustas.
En ambos casos se
arriesga el prestigio, se apela a la generosidad; sobre todo, se invita a poner
el valor de la persona (el propio o el del otro) por encima de sus actos:
reconocer que la torpeza o la iniquidad son un patrimonio universal. Solo se
perdona si uno admite que podría haber cometido la misma afrenta que el prójimo;
solo se pide excusas si uno espera del otro generosidad, o si lo justo nos
importa más que nuestro orgullo. Asistir a tal intercambio de buenas voluntades
resulta siempre conmovedor, asombroso; protagonizarlo nos reconcilia con la
vida, con la amistad, con la tribu; también despliega grandezas que no
sospechábamos en nosotros mismos.
A veces, incluso
aunque queramos, no logramos perdonar, al menos del todo. Hay ofensas que no
pueden pasarse por alto sin perdernos el respeto o sin incubar nuevos rencores;
hay veces en que infligir dolor es el único modo que encontramos para compensar
la corrosión del nuestro. Tal vez solo se nos ocurra el castigo como recurso
para atajar nuevas ocasiones de que nos humillen. «Es más fácil perdonar a un
enemigo que a un amigo», escribe William Blake con su habitual lucidez: solo
los amigos nos traicionan; quizá por eso, es a ellos a quienes más nos urge perdonar.
Y también pedir disculpas.
Negar el perdón,
cuando costaría poco otorgarlo, es un acto de crueldad que tal vez nos haga
sentir un poco más poderosos, o nos confiera esa misteriosa satisfacción de la
equidad del dolor ―ojo por ojo, diente por
diente: ¿restitución del estatus dañado?―, pero difícilmente nos hará sentir mejores. La vida ya trae por sí
misma bastante sufrimiento, para que trabajemos como heraldos suyos. El rencor,
además, nos carcome. «El que es incapaz de perdonar es incapaz de amar», afirmó
Martin Luther King, y eso que tenía buenas razones para cebar el odio; pero
prefirió la liberación espléndida del amor, donde reside la verdadera fuerza,
como postulaba M. Gandhi. Siempre es preferible la paz del perdón, que nunca
hará nuestra miseria mayor que la del otro y, sin embargo, nos permitirá liberarnos
de ese odio que nos encadena a él.
En
cambio, pedir excusas, por valiente que sea, no siempre es lo preferible. A
veces exponerse de ese modo resulta vanamente peligroso. Del mismo modo que hay
cosas que conviene silenciar, pues su revelación no haría bien a nadie, también
hay culpas que se crecen al humillarnos ante el otro, incendiando más su ira y
sirviéndole de arma arrojadiza. ¿Por qué habría de ser justo enervarle en
contra nuestra, azuzando su condena? Decíamos que el que tiene en sus manos el
perdón cuenta con un poder: ¿y si lo usara de modo ilícito? El reconocimiento
de una culpa siempre nos señala y nos debilita: hay quien aprovecha esa
debilidad para hacer un daño que no merecemos. Un error sin importancia puede
convertirse en una afrenta terrible para quien no sabe perdonar. La honestidad es
virtud en quien ofende, pero si la compasión no lo es del ofendido, puede que
lo más prudente sea callar.
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