Será todo lo tópica
que se quiera, y seguro que a más de uno le parece hasta cursi (al fin y al
cabo estamos en la era del cinismo posmoderno), pero para mí sigue siendo una
de las divisas de cabecera a la hora de afrontar la vida: “Es el tiempo que has
perdido con tu rosa lo que la hace tan importante”. Con esa sencilla
meditación, Saint-Exupéry nos regala una inmensa lección de humanismo, de
psicología y de felicidad. Le da la vuelta a lo que estipularía la lógica,
rebasando lo obvio y descubriéndonos los hilos ocultos de la motivación.
Es
fácil ver que dedicamos tiempo a lo que nos importa, pero no solemos caer en la
cuenta de lo inverso. Creemos que las personas ―también muchas cosas― son o no valiosas en
sí mismas, que poseen un valor interno previo a su encuentro con nosotros, cuando
muchas veces nos lo parecen, sencillamente, porque les dedicamos nuestro tiempo
y nuestro esfuerzo. No existe un valor platónico, esotérico, intrínseco a
individuos o situaciones. El valor es un significado que nosotros conferimos en
la propia interacción, emana de ella y en su desarrollo se va perfilando.
Por eso nuestra
dedicación impregna las cosas de valor. Una vez más, la ley de la disonancia nos
muestra su ascendente: si dedico atención y esfuerzo a algo, ese algo se
inviste de importancia, de hecho se va haciendo importante a medida que le
entrego mi denuedo, y precisamente porque lo hago. El escritor francés acierta,
especialmente, al hablar de tiempo: el tiempo es el referente más elemental,
más palpable. La atención, al fin y al cabo, es una actitud; el esfuerzo es una
cualidad del acto. No hace falta ir tan lejos. La importancia, en su génesis
más elemental, solo pide tiempo, es decir, presencia. Interactuar, conocer,
compartir, sencillamente estar ahí.
Porque el tiempo es
lo más precioso que tenemos. Somos mortales, la vida es un suspiro, nuestro
tiempo es escaso y a cada instante se nos agota un poco más. Eso nos impone, de
entrada, una tensión, que puede conducirnos a la ansiedad. Es un malestar
existencial que conlleva el mero hecho de existir, y por eso resulta
inevitable. Se puede encarar trágicamente, como Unamuno, o contraponiéndole
nuestra capacidad de crear sentido, como Epicuro. Las religiones le dan una
solución tramposa, zanjando de un plumazo la finitud mediante la expectativa de
eternidad, es decir, anulándola; con ello tal vez logren calmar un poco la
angustia de los creyentes, pero la tensión permanece: haya o no otra vida, esta
que tengo se acabará (es más: incluso puede influir en cómo sea la otra), y eso
continúa cargándola de una tensión crítica, de un carácter problemático.
La tensión que nos
imprime la escasez del tiempo también está detrás de esa hiperactividad febril
que caracteriza nuestra época superproductiva: para la prioridad productiva, la
escasez del tiempo impone una aceleración de la actividad. La insoportable
levedad del ser se contrarresta con la inflación del hacer. Pero de ese modo
nuestro tiempo se cosifica, se convierte en mero instrumento o nos convierte en
instrumentos suyos a nosotros, alienándonos de nuestra propia vida, que en
lugar de estar centrada en sí misma se vuelca en los reclamos impuestos desde
fuera. No importamos nosotros, importa lo que debemos hacer. Y es un hacer que,
por el hecho de venir impuesto desde fuera y de estar volcado hacia el
resultado, transmite poco valor a la existencia.
La alienación del
tiempo no puede hacernos felices; de hecho, nos enferma. De ahí que un ejército
de terapeutas y psiquiatras, reforzados por un amplio catálogo de fármacos,
tenga que venir en apoyo de “la sociedad del rendimiento”, ese acertado término
con el que la califica el filósofo Byung-Chul Han. Se trata de que el individuo
sobrecargado, desposeído, abrumado de requerimientos pueda seguir ante todo
produciendo, sin que la insatisfacción lo merme o lo destruya. La tecnología
diseñada para ello es claramente explotadora (autoexplotadora), y muchos se
quedan por el camino, con el cuerpo o la mente desvencijados; la mayoría remontamos
los canchales cotidianos encaramándonos, arrastrándonos como podemos, pero
siempre con una sensación de vacío, de carencia, de sobrevivir desposeídos e
incompletos.
No solo nos refugiamos simbólicamente de la
inconsistencia de la vida en la hiperactividad: también la contrarrestamos
mediante los objetos y los servicios. Tras el consumismo late, además de un
adoctrinamiento social, un déficit de sentido, el esfuerzo desesperado por reconquistarlo.
Nos refugiamos de nuestra inseguridad y nuestra fragilidad tras una muralla de
objetos y diversiones. No tienen nada de malo, salvo en su faceta compulsiva.
Consumir transmite una sensación de saturación o poder que alivia lo que a
menudo es una profunda sensación de impotencia. En este caso, nos parapetamos
tras el tener, aunque se trate de una contención aún más frágil, si cabe, que
la que lográbamos con el hacer. Los objetos pierden su magia en cuanto se
poseen, porque el deseo solo exhala intensidad antes de realizarse. Por eso hay
que estar renovándola constantemente, como sucede en cualquier otra adicción.
Saint-Exupéry nos
invita a renunciar a todos esos sucedáneos, y a llenar el tiempo directamente
de lo que puede hacerlo valioso. Hay diversos pasajes de El principito en los que denuncia nuestras componendas
empobrecedoras frente a la angustia existencial. Muchos de los personajes con
los que se cruza el protagonista están atrapados en su propio vacío, aislados
cada cual en su planeta recóndito, prisioneros de un narcisismo que les impide
la entrega sincera, que es la única que nos permite recibir. El rey solo aspira
a la sensación de mandar: casi todos sustituimos a veces el vacío del afecto
por la quimera del poder. El vanidoso ansía que le aplaudan, pero el
reconocimiento de los aplausos, por sí solo, no cura, no nos hace más
significativos; cuando el aplauso se apaga, seguimos solos y pobres. El bebedor
se halla atrapado en un círculo vicioso de miseria: ha renunciado a conquistar
y solo pretende olvidar, aunque sabe que es un olvido transitorio y
autodestructivo. El hombre de negocios busca la satisfacción de la posesión (el
sucedáneo del tener), que es por definición inagotable; como el rey, compensa
con poder convencional su carencia del verdadero poder, el que otorga el
afecto. El farolero cumple con su cometido, pero es una tarea desatinada y no
le satisface; el principito siente simpatía por su fidelidad a la misión
encomendada ―“era el único que no
le había parecido ridículo; posiblemente porque se ocupaba de algo más que de
sí mismo”―: admira su entrega y
su constancia, le habría gustado ser su amigo, pero comprende que se halla tan
prisionero de su narcisismo como los demás: “Su planeta es verdaderamente
pequeño y no hay sitio para los dos…”
Podemos reconocer
partes de nosotros en cada uno de esos personajes simbólicos. Partes que, como
ellos, permanecen atrapadas en el narcisismo y en la convención, y que acaban
por dejarnos solos, por impedirnos acceder a lo valioso, que únicamente puede
encontrarse en el acceso al otro. El autor, algo más adelante, retrata con dos
rápidas instantáneas el absurdo desolador de esa hiperactividad productivista,
de esa huida hacia delante que aliena al sujeto moderno, y aún más al
posmoderno. Cuando el principito ve pasar dos trenes expresos, se pregunta qué
buscarán con tantas prisas; pregunta si es que no se hallaban contentos donde
estaban, y el guardagujas le replica: “Nunca nadie está contento donde se encuentra”.
Luego el principito habla con un comerciante de píldoras que permiten ahorrar
el tiempo que se invierte en beber; por supuesto, el principito no lo entiende:
si él dispusiera de ese tiempo extra, lo dedicaría a pasear tranquilamente
hasta una fuente.
Este último episodio tiene para nuestra reflexión un
interés especial, ya que precisamente recupera la noción del tiempo. El
comerciante de píldoras trata el tiempo desde el punto de vista productivo; el
principito lo ve como una oportunidad para ser, para disfrutar, para desplegar
calmadamente la misteriosa magia de la existencia. El tiempo de las píldoras y
la hiperactividad, que nos dejan vacíos, frente al tiempo de los plácidos
paseos a las fuentes, que nos llenan de placer y de sentido. El tiempo que se
dedica a las efímeras sensaciones de significado que dan el poder, el
reconocimiento, las consignas, la posesión o nuestros apegos narcisistas,
frente al tiempo de la entrega gratuita, dulcemente perdido en cuidar una rosa.
El tiempo de la rosa es el único que puede llenarnos, porque es el tiempo del
amor.
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