¿Por qué nos
aferramos tan insistentemente al mito del amor romántico? ¿Por qué nos encanta
frecuentarlo, sobre todo cuando estamos solos y nos compadecemos de nosotros
mismos? ¿Qué seducción irresistible tiene, para invadir tan a menudo el
pensamiento mientras nos deshacemos en suspiros? Hace las delicias de las
tardes de lluvia y los paseos melancólicos. Pero no se trata de una simple distracción,
o de una ensoñación volandera: lo saboreamos con talante trágico, nos
regodeamos en concebir su relato en detalle, con una mezcla de lamento
dulcemente desesperado y evocación nostálgica de idealizadas ternuras.
Nuestros predecesores
ancestrales no lo tenían, y dudo que lo echaran de menos: les alcanzaba con
sobrevivir. Ellos soñaban con agitadas historias de dioses y feroces relatos de
héroes. Vivían un tiempo épico. No es que no tuvieran sus arrebatos amorosos:
ahí estaban Afrodita y Cupido para inspirarlos. Pero el amor heroico no tiene
medias tintas: o es placer, o es dolor. Platón lo equipara con la belleza, y
con la fuerza que mueve todas las cosas. Le reconoce su condición angustiada de
deseo insatisfecho, pero le interesa su fuerza como camino de perfección, como
puerta de la sabiduría y del espíritu.
El mito del amor romántico
―llamémoslo así, a
pesar de la imprecisión del término, pues nos sirve para entendernos― es un lujo posterior,
concebido al amparo de la lumbre en las cortes de los nobles que ya no se
dedicaban tanto a la guerra y tenían más tiempo para la lírica. El famoso “amor
cortés” les dio a los trovadores, desde el siglo XII, para muchas canciones, y
a los jóvenes caballeros para muchos suspiros, sufriendo mientras rondaban cual
vasallos a una dama idealizada e inalcanzable (puesto que ya solía estar
casada: ahí estaban la gracia y la desgracia). Con esas dulces congojas se
compusieron algunas obras maestras de la emoción. Bernart de Ventadorn, uno de
los trovadores más célebres, nos estremece al envidiar a la alondra que se deja
amar por los rayos de sol:
¡Ay de mí! ¡Tanto creía saber
de amor, y tan poco sé!
Pues no puedo dejar de amar
a aquella de quien jamás tendré favor.
A Castilla, que
sepamos, estas exquisiteces de la Provenza llegan mucho más tarde. Pero la
sensibilidad provenzal acaba por imponerse como señal de distinción. Jorge
Manrique escribe allá por los mil cuatrocientos:
Acordaos de los enojos
que me habéis hecho pasar
y los gemidos;
acordaos ya de mis ojos,
que de mis males llorar
están perdidos.
Acordaos de cuánto os quiero,
acordaos de mi deseo
y mis suspiros;
acordaos cómo si muero
de estos males que poseo,
es por serviros.
Y más o menos por
aquel tiempo, el insigne caballero Juan Álvarez Gato nos dejó esta prenda que
nos traspasa con su afán sincero:
Amor, no me dejes,
que me moriré.
Que en ti soy yo vivo,
sin ti soy cautivo;
si me eres esquivo
perdido seré.
Con música se nos
queja nuestro gran Juan del Encina:
Ya cerradas son las puertas
de mi vida,
y la llave es ya perdida.
Pues la vida está en poder
de aquella que siempre amo;
ahora triste, aunque llamo,
no me quiere responder.
Cerróme con su poder
la salida,
y la llave es ya perdida.
Es cierto que, para delicadeza,
los franceses, que nos rozan el alma provocando una expansión de las leves
ondas de su chapoteo. Como aquella discreta canción del borgoñón Thoinot Arbeau
en el siglo XVI, Belle qui tiens ma vie,
que no he podido olvidar desde que la conocí. La memoricé y cometo la osadía de
traducir su primera estrofa a mi gusto:
Bella que te adueñaste de mi vida,
cautiva de tus ojos,
que reviviste mi alma
con tu graciosa sonrisa,
ven presto en mi ayuda,
o tendré que morir.
Si me he prodigado en
los ejemplos no ha sido tanto por afán pedagógico, como por darme a mí mismo (y
al lector, si es el caso) el gozo de saborear estos dulces frutos. El amor
cortés creó un modelo erótico triunfante en nuestra cultura, hasta tal punto
que se le considera fundacional de nuestro talante moderno a la hora de encarar
el enamoramiento y el amor. Desde aquellos poetas cortesanos, la sensibilidad
ha ido evolucionando y enriqueciéndose, mientras se infiltraba en el meollo
mismo de la cultura occidental, hasta convertirse en el mito amoroso que aún nos
impregna hoy. La literatura (Shakespeare, Lope de Vega, Bécquer, por poner
algunos ejemplos), y en nuestra época las películas, ha consagrado a la pasión
amorosa como la promesa de las mayores delicias (¿calco del paraíso cristiano?)
y, cuando falta o se nos niega, de los más amargos padecimientos. ¿A qué se ha
debido este poder?
Hay que reconocer que
el mito del amor romántico es atractivo, de una enorme belleza. Alude a esa sed
de dulzura y significado, de complicidad y ternura, de reconocimiento y
protección, que todos llevamos dentro, en forma de esperanza, mientras nos
enfrentamos a la dureza y la frialdad del mundo. Es, por decirlo de algún modo,
una mezcla de aquel amor materno, acogedor e incondicional, que solo se
disfruta en la infancia; el intenso placer que esperamos del sexo (y que a
veces tenemos la suerte de disfrutar); y el anhelo de compañía y apoyo mutuo.
Todo eso, e incluso más (prefiero evitar, por ejemplo, las veleidades místicas
y los dogmas religiosos), hemos ido a poner como expectativa en algo tan frágil
como la relación con una sola persona. ¿No es pedirle demasiado? ¿No es una
presión excesiva? ¿No somos injustos al pretender que nuestra pareja, por mucho
que nos quiera, se convierta en la proveedora de nuestras principales
necesidades? ¿Y no será esa presión la causante de que tantas parejas
renuncien, sintiéndose incapaces de seguir adelante?
Hemos convertido al
enamoramiento en la tierra prometida, el lugar remoto que, si tenemos la suerte
de alcanzar después de atravesar el desierto de los desencuentros, nos salvará
de todas las carencias y nos calmará todas las hambres. Por el contrario, en el
caso de no alcanzarlo, vagaremos errantes por la existencia sin acabar de
vivir, incompletos e insatisfechos. Es sorprendente que en nuestra era
posmoderna, en la que se supone que estamos ya de vuelta de todos los
idealismos y todas las utopías, nos aferremos todavía a esas evocaciones
mitológicas.
Y es probable que lo
hagamos, precisamente, debido a que no nos queda ningún otro proyecto colectivo
creíble. El hombre y la mujer occidentales, profundamente individualistas, Narcisos
embebidos en su proyecto personal, convencidos de una autonomía ideológica,
laboral y relacional que supuestamente les capacita para salir adelante por sí
mismos, sufren al mismo tiempo de una profunda sensación de desamparo y
soledad. Tienen amigos, sí, y la amistad, por fortuna, es un valor que resiste.
Pero se nos queda corta. La amistad no nos calma del todo eso que Fromm llamaba
separatidad, la sensación dolorosa de
no estar unidos a otros por lazos lo bastante fuertes. Nos falta, en
definitiva, intimidad, compañía, proyecto común.
Hemos optado por
esperarlos de la pareja. Y es cierto que, tradicionalmente, el matrimonio era,
a veces y si había suerte, una fuente de apoyo mutuo y complicidad. Pero no era
ese su objetivo prioritario. El matrimonio de nuestros abuelos era una
institución social que regulaba la propiedad (o el trabajo) y la descendencia:
servía para sobrevivir y tener hijos. Tal vez por ese camino floreciera el
amor, pero en general no se le esperaba, y desde luego la mayoría de la gente
no se casaba por amor.
Se supone que eso ha
cambiado. Se supone que la pareja se ha liberado del peso de la mera
supervivencia y de la reproducción, que siguen correspondiéndole pero ya no son
prioritarias, y puede volar libre hacia otros objetivos. ¿Qué objetivos? Esos
que nos apuntaba el amor romántico, aderezados por la lógica del consumo:
diálogo, protección, diversión, proyectos, ayuda… Y por supuesto, amor. Nuestra
pareja tiene que ser afectuosa, paciente, fuerte, alegre, activa, fiel,
valiente, comprensiva… La lista de virtudes que se esperan de ella es
interminable. Se puede transigir en alguna, pero no en la mayoría, y desde luego
no en las que hayamos decidido considerar esenciales. En el mercado de las
relaciones, ante lo que una amiga llamó el “menú” de opciones incontables que
nos ofrece la vida urbana y ahora aún más internet, cada uno de nosotros se
pasea entre lo que se le ofrece, tal vez prueba por aquí y por allá, pero no
está dispuesto a quedarse con cualquier cosa, ni indefinidamente, ni por
cualquier precio.
Porque en el fondo no
es otra persona lo que queremos a nuestro lado: es una sombra que nos dispense
todo lo que nos falta, una especie de complemento que resuelva nuestras
insatisfacciones. Narciso sueña con alguien que se embelese con su reflejo como
él lo está (¿quizá el reflejo mismo?). Narciso ha descubierto que, aunque vivir
fascinado con uno mismo es estupendo, le falta gracia; necesita público,
necesita a alguien a su lado que prolongue la admiración cuando sale por ahí.
Por eso se harta pronto de quien se resiste a hacerle de espejo (tal vez otro
Narciso que espera que el espejo sea él). No comprende, si él se quiere tanto
(aunque en el fondo no se quiere tanto, más bien está atrapado en su reflejo),
cómo es posible que los demás no lo quieran con igual devoción. Expresarlo así
tal vez resulte tosco, admitamos que no deja de ser una caricatura algo
tendenciosa, pero, lamentablemente, queda más cerca de la realidad de lo que
nos gustaría.
Por supuesto,
dirigirnos a los demás con esas expectativas desmesuradas y narcisistas nos
aboca a una decepción permanente. Algunos la viven con resignación, otros con
tristeza, muchos con un cinismo descreído (“Cada uno va a lo suyo, yo hago lo
mismo”). Hay quien se queda prendido del mito y vive deprimido, sumido en un
duelo irresoluto por sus sueños imposibles: “Ay, si yo hubiese encontrado…”.
Hay quien se niega a jugar con las cartas que le reserva la realidad, y rompe
la baraja. Pero hay también, por suerte, y quizá sea la mayoría, quien se
adapta a las reglas del juego de la convivencia, aprende a negociar con la
realidad y desiste de la mitología; y entonces, tal vez, si no pide demasiado y
entrega con generosidad, si es hábil y tiene suerte, quizá logre sentirse
satisfecho en la pareja, lo bastante satisfecho como para que su vida se
parezca a la felicidad.
Y es que, en el
fondo, tal vez no necesitemos tanto, o al menos tal vez sepamos que no debemos
pedir tanto, que buena parte de lo que pedimos no nos vendrá de fuera, porque
es nuestra responsabilidad, o sencillamente porque las personas no damos para
más. En el fondo, quizá sepamos que la convivencia no es la tierra prometida,
que el enamoramiento dura poco y que el amor es ante todo tarea y buena
voluntad; que el amor romántico es un hermoso mito, del que han salido
bellísimas poesías y conmovedoras historias, pero la poesía es solo un adorno
de la vida y no la vida misma, y es justo cuando se acaban los relatos donde empieza
lo difícil.
Tal vez, en fin, lo único que necesitemos es que nos
quieran un poco, y para ello tenemos que renunciar a nuestro precioso
narcisismo y empezar por ser nosotros los que quieran un poco. Narciso tiene
que renunciar a su isla a medida para que en ella quepa alguien más. Admitir
nuestra vulnerabilidad y tener el valor de dirigirnos al otro desde lo
auténtico. También hay mitos que nos enseñan ese camino de la autenticidad
sanadora, como el del Rey Pescador, que tan penetrantemente analiza R. Johnson.
“Solo tiene que seguir adelante un poco, girar a la izquierda y cruzar el
puente levadizo… Su principal obligación consiste en formular la pregunta
necesaria”. Entenderlo y consentirlo es un buen punto de partida para el amor.
Comentarios
Publicar un comentario