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Sísifo dichoso

La proposición del hombre absurdo de Camus, tal como la expone en El mito de Sísifo, es una respuesta íntegra y coherente al desconcierto de nuestra intrascendencia, pese a no curar la angustia ni aliviar la nostalgia de significado. En lugar de eludir el sinsentido con artificios o excusas, la mente lúcida se planta ante él y lo sostiene. Es el coraje, la terquedad si se quiere, lo que toma el timón del individuo.


¿Cómo vislumbrar sentido en el erial absurdo en que nos arroja la perspectiva de la nada? La razón no puede responder, como ya le reprochó Pascal, quien, decepcionado, la descartó por completo y eligió regresar a las razones del corazón, a las plácidas penumbras de la fe. Camus ve en esa huida un “salto”, un vuelco de traición a la verdad que Sartre habría considerado mala fe; quiere mantener la lucidez hasta donde le lleve.


La condena de Sísifo le parece la metáfora apropiada del drama existencial. El reo eterno remonta su piedra con esfuerzo y dolor, y la ve caer con amargura. Camus le sugiere hallar, en esa tarea atroz, la alegría de ser él mismo, de cumplir su destino, de fundirse en el misterio de las cosas, asumiendo un universo que no responde. En vez de inventar componendas, Sísifo contempla y actúa, y halla la felicidad en ese mero actuar, aunque lo retenga encadenado a una ladera y una roca.
“Hay que imaginar a Sísifo dichoso”, concluye Camus. “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. Esta entrega, aun siendo fruto de la razón, ya no es racional. Es un presentimiento, un envite; es amor a lo que es. Cuando uno ama no precisa interrogarse, porque el amor contiene todas las respuestas.
En ese punto se deja de pensar, se detienen los embrollos de la mente: un corazón pleno, que ha contactado con la intensidad, no necesita dar saltos para recuperar el abrigo de los dioses. Se dirige de otro modo al universo, en el que ya no encuentra un territorio frío y ajeno ante el cual se recortaba la sombra de la identidad consciente: se ha instaurado una nueva confianza que no requiere ser traducida en pensamientos. De repente, basta con vivir. Y si vivir es dolor, ese dolor queda absorbido por la misma entrega del ser completo.

La obstinación en el sentido, personalmente, no me ha empujado a vivir, sino a pasarle cuentas a la vida. La vida calló siempre, y yo me quedaba más desolado. Así le sucedía a Unamuno cuando se obcecaba en la trascendencia: son angustias sin solución, legítimas y humanas, pero al cabo infructuosas como los lamentos. Un yogui o un budista también son, a su manera, absurdos y obstinados, pero usan esa fuerza para emanciparse. Mi obstinación me ha sumido en la rumia angustiada; a veces he creído tomar las riendas y establecer compromisos, pero la vida no tiene por costumbre ceñirse a sus contratos. Al final, como Sísifo, me encuentro con la roca rodando igual por la pendiente. Porque la roca es un misterio, su caída es un misterio, los propios dioses y su maldición son un misterio. Y lo soy yo con mi destino a cuestas.
Tal vez no pueda celebrar ese misterio, pero puedo amarlo. Puedo, como Camus, encogerme de hombros y atenerme a su tributo. Al fin y al cabo, yo me defino por esa peculiar relación con la roca. Consumaré mi naturaleza sin reticencia. Me zambulliré en mi naturaleza —la pendiente, la roca, la gravedad, la desmesurada maldición de los dioses— y cumpliré mi destino. Hay en ese gesto una dignidad y una libertad nuevas que ayudan a seguir adelante. Podría no seguir, simplemente elijo hacerlo. No hay razón para vivir, pero tampoco para morir. Y menos aún para ponérmelo difícil.

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