Entre los demás, uno es, acaba siendo, lo que le dejan ser, lo que la inexorable expectativa ajena va modelando en su papel social. Esa expectativa suele actuar en forma de verdadera presión hacia un rol determinado: es una «viscosa facticidad» —diría Sartre— que se adhiere por todas partes, que tira desde todos los rincones, que prevalece sobre la voluntad y la creatividad.
Contrariarla implica desafiar la resistencia de los demás a cambiar el concepto ya consolidado acerca de uno, lo cual probablemente tendrá como consecuencia algún tipo de conflicto o repudio. No en vano, para el grupo implica una desestabilización que hay que neutralizar. «Estás raro», «Parece que no eres tú», serían comentarios relativamente benignos; «¿Quién te has creído que eres?» o «Estás mejor callado» ejercerían presiones más directas. Al final se puede llegar a la burla, la amenaza o directamente a la agresión.
Lo más diabólico del poder del grupo sobre el individuo es que este es adiestrado para concebirse a sí mismo ocupando determinados nichos y ejecutando determinados desempeños, hasta el punto de asumirlos como propios. Cuando el estatus es interiorizado, cuando la persona se identifica con el rol, este actúa desde dentro en forma de esquema de conducta, y es la propia persona la que se lo impone a sí misma.
Generalmente, el establecimiento de esos huecos en el continuo social en los que nos vamos acoplando no es deliberado, fruto de una única decisión o de una planificación por parte del grupo. Su condensación es lenta y progresiva, resultado de muchas interacciones, en las que nuestra identidad social —nuestro papel— se va perfilando con trazo cada vez más grueso, con ascendencia cada vez más inapelable. En nuestro hacer se entremezclan causas y azares, se enredan decisiones y concesiones, se aúnan fuerzas que nos empujan y cadencias a las que nos abandonamos por pura inercia de la incertidumbre. Paso a paso vamos ahondando algunos surcos más que otros, ciertas tendencias van profundizándose, hasta que casi todos los caminos parecen definidos, se nos presentan como propios simplemente porque salirse de ellos costaría demasiado esfuerzo, demasiada osadía, demasiada extrañeza.
Así, nuestras señas de identidad nos definen tanto como nos atrapan. La mayor parte de lo que nos atribuyen los demás se resume en esos trazos. Y quedamos convertidos en un resumen, una simplificación esquemática que acaba por constituir también, en definitiva, el modo en que nos concebimos a nosotros mismos. Para entonces ya se hace difícil escapar de esos surcos: todo, dentro y fuera, conspira para que regresemos a ellos en cuanto nos alejamos un poco.
Si queremos ser dueños de nosotros mismos tendremos que rehabilitar nuestra voluntad frente al hábito. La esencia del acto ético reside en el esfuerzo por cuestionar esos surcos, esos rasgos que no hemos elegido, y desafiarlos cuando no nos satisfacen. La ética nos invita a sobreponernos a la facticidad, a valorar y elegir de nuevo, esta vez con un criterio propio, esta vez a pesar de los demás y, por supuesto, de nosotros mismos: nosotros, podemos estar seguros de ello, somos nuestra principal facticidad. Nadie más reacio que uno mismo a actuar de modo distinto a lo asumido para sí: no hay más que ver, por ejemplo, cuánto cuesta reconstruir una autoestima rota o un papel de «oveja negra» consolidado. Y lo más paradójico es que incluso cuando pretendemos de verdad ser otra cosa, lo queremos, inevitablemente, desde eso que somos, es decir, desde eso en lo que nos hemos convertido; y a menudo el personaje se impone a la persona.
Creo que hay algo de egoísmo por parte del grupo al asignar un rol a una persona. Debería ser ella quien decidiese, pero, como dices, no se le pregunta.
ResponderEliminarEgoísmo, arbitrariedad y a menudo crueldad. Pero me parece (y eso dicen los entendidos) que estas cosas suceden casi siempre de un modo espontáneo y primitivo. El grupo, cada día estoy más convencido, funciona como un organismo. La novedad evolutiva es el individuo. La individualidad es el conflicto. Y aún somos muy novatos manejándola.
EliminarExacto. Mientras que la especie se está cargando el planeta, solo el individuo puede cambiar esa inercia, porque posee la capacidad de escoger. Aunque cada vez lo tengo menos claro.
ResponderEliminarAyer escuché en un documental que se estima que solo quedan unos 4000 leones machos adultos en toda África, me generó muchísima pena...