“La imaginación es la
loca de la casa”, dicen que dijo Teresa de Ávila. Nos prevenía así de la dulce
seducción que nos inspiran los vagabundeos de la mente: porque esa “locura”,
que es su virtud, es también su gran peligro, y tanto puede abrir un camino
original como extraviarnos en él. Es cierto que no hay nada más loco que la
realidad, ni más inquietante que una lucidez sin abrigo. Pero, como decía
Rilke, ese mundo que nos abruma no deja de ser nuestro mundo; en cambio, los
mundos de la fantasía tienen algo de inhumano.
A nuestra mística
egregia, cuando prevenía de los insensatos devaneos del ensueño, debían preocuparle sobre todo los pensamientos pecaminosos, esos que
disfrutan jugueteando con lo prohibido desde el mismo momento en que se prohíbe.
La imaginación tiene mucho sentido del humor, a veces retorcido y quisquilloso.
De adolescente, en mi época de obsesión religiosa, sufrí mucho con las guasas
de la imaginación. Bastaba que me pusiera a rezar para que una voz interior
deslizara una blasfemia. Aterrorizado por los castigos divinos que me pudiese
reportar mi falta, rogaba perdón a las alturas y volvía a empezar la misma
oración desde el principio, con idéntico resultado. Ahora entiendo que basta
con no querer pensar en una cosa para no poder dejar de pensar en ella, y he
entendido la trivialidad de las meras ocurrencias; pero en aquel tiempo creía
sinceramente que mi desliz podía costarme una maldición o la condenación
eterna: me es imposible describir el grado de pavor en que me sentía sumido sin
escapatoria posible. Los intentos podían durar hasta altas horas de la madrugada,
hasta que capitulaba de puro cansancio y me rendía al sueño, exhausto.
Estos episodios, que
procuraba llevar en secreto (tal vez por temor a que me internaran en un psiquiátrico),
persistieron hasta que un día, desesperado, me decidí a confiarle estos
delirios a un cura en el que tenía confianza. Para mi sorpresa, ni se rió ni me
condenó. Aún siento el asombro que me
sobrecogió al descubrir que sucedía todo lo contrario: me dijo que esas cosas le
pasan a todo el mundo, y que lo único que Dios juzga es lo que hacemos
voluntariamente.
El alivio que sentí
aquel día no puede expresarse con palabras. Aun hoy me siento agradecido con el
bien que me hizo aquel buen hombre de sotana, sobre todo si se tiene en cuenta el mal que
me podría haber hecho. Habría bastado una insinuación de reproche para devastar mi tierna alma aterrada. Este es uno de esos episodios que nos hacen reflexionar
que, en el fondo, tenemos suerte. Tal vez allí, incluso, empecé a aprender cómo
manejar mis comportamientos obsesivo-compulsivos, que eran unos cuantos. Pérfidos hijos de una imaginación que campaba a sus anchas.
Aprendí, por tanto,
de primera mano lo que puede hacer la imaginación con un talante susceptible y
tirando a neurótico. Teresa de Jesús hacía bien en llamarla loca, una loca a
menudo simpática y tantas veces cruel. Dejando a un lado la noción de pecado,
felizmente superada, lo que debe inspirarnos respeto son sus raíces en lo más
oscuro de nuestra psique, esas catacumbas sin mapa ni límite conocido en las que algunos se pierden para siempre.
Sin imaginación no
seríamos humanos, o al menos no contaríamos con lo mejor de nuestra humanidad.
Imaginar nos posibilita ponernos en el lugar del otro, eso que se llama
empatía, y que es el meollo de la colaboración y la solidaridad. ¿Podríamos
amar sin imaginar el corazón del otro? La imaginación nos permite concebir lo
que no existe, tantear lo nuevo en lo posible, esbozar las incertidumbres del
futuro: eso nos hace creadores y constructores, nos capacita para el proyecto,
nos ofrece escenarios en los que explorar y ensayar…
Según dicen, parece
que incluso el pasado, tal como lo tenemos en la mente ―¿y hay algún pasado
fuera de la mente?―, también tiene que
ver con la imaginación o lo imaginario. La memoria no es un almacén, sino una
reconstrucción, una re-creación de lo que supuestamente sucedió a partir de
flases dispersos por la arquitectura de las neuronas. Como si de arqueólogos
del recuerdo se tratara, reunimos los vestigios encontrados aquí y allá y con
ellos armamos un relato. No hace falta decir que se trata de un relato
apasionado, sin pretensión ni interés por la objetividad. Pero por eso nos
resulta útil: en el páramo de la vida cotidiana, la realidad cruda nos ayuda
poco; cuenta lo que abre paso, lo que apoya, lo que protege o simplemente lo
que complace. Los recuerdos, igual que la identidad que sostenemos en ellos,
son el relato imaginario de lo que fuimos y lo que, supuestamente, hemos dado
en ser.
Así que la
imaginación es la espina dorsal del pensamiento. ¿Por qué, entonces, recorrerla
con prevención? ¿Por qué habríamos de desconfiar de algo excepcional que nos
pertenece y nos sirve? Ante todo, porque no es verdad, y ni siquiera suele tener voluntad de serlo. ¿A quién engañamos con más habilidad que a nosotros mismos? ¿Qué fantasías
somos más proclives a dar por buenas que las nuestras? Nuestro pensamiento no
está diseñado para la razón ni para la objetividad, sino para interpretar la
realidad e inventarle un sentido.
Además, en la
imaginación caben tanto los gozos como las sombras; aquellos quedan más lejos,
y estas no las queremos. Igual que puede abrirnos las perspectivas más
hermosas, también puede llevarnos a parajes tenebrosos y selvas oscuras. Dante
imaginó en una sola obra el Paraíso y el Infierno. La imaginación no contempla
fronteras, o más bien ignora dónde las tiene: va soltando ocurrencias aquí y
allá; de la voluntad depende seguirlas o rechazarlas, dejarse
cautivar o descartar riendo: “¡Menudas cosas se me ocurren!”
Hay, pues, que afilar la lucidez, porque la
imaginación es a veces tan vívida que suplanta a la realidad, sobre todo si
confirma nuestros deseos más queridos o nuestras inquietudes más temidas. ¿Qué
es la locura sino la imaginación tomada por realidad, o al revés, una realidad
que nos parece pura fantasía? Por vistosa y atrayente que se aparezca, andémonos
con tiento. Escuchemos el canto de las sirenas -¿cómo perderse la oportunidad de esa belleza?-, pero como lo hizo el astuto Ulises, atado
al mástil; no vaya a ser que los locos de la casa acabemos por ser nosotros.
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