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La era de la voracidad

Somos muchos. Basta pasear por una avenida céntrica, asistir a un espectáculo multitudinario, acudir a una gran superficie comercial, para que la concurrencia humana nos inspire una sensación de exceso, un desbordamiento avasallador y amenazante. Somos muchos y, sobre todo, somos voraces.


En los centros comerciales se hace patente el saqueo al que nuestra profusión ávida somete a la naturaleza: la avalancha de objetos que acaparamos, cachivaches inútiles o de efímera función simbólica que, lo lamentaba Z. Bauman, se transforman en basura junto con sus envases (porque sobre todo compramos envases) en el mismo momento de sacarlos de estos. El ancestral, poético amor por el objeto y por el regalo se traduce, cuando el contexto es de opulencia, en un ritual frenético y mustio, el ritual del consumo.

Nuestros antepasados también disfrutaban intercambiando trastos inútiles, pero lo hacían en un contexto de escasez, imbuyéndolos de un sentido entre sagrado y afectuoso de ofrenda mutua que los hacía valiosos. Las ofrendas recibidas eran guardadas mucho tiempo, tal vez por generaciones, o incluso se regalaban de nuevo, incrementando su valor con cada nueva mano que las tocaba. Ahora solo vale lo que aún no ha salido del envoltorio, como si fuesen estos, y no el objeto en sí, los portadores de valor.
Esto es así, probablemente, porque el envase o el papel de colores invisten al objeto de una ilusión de exclusividad: en un mundo de objetos fabricados en serie, lo único especial que los dedica a nosotros es el hecho de habernos sido envueltos, o al menos no haber sido usados. Solo se aprecia lo que es de primera mano, a diferencia de tiempos en los que era precisamente la reutilización lo que hacía preciosas a las cosas: el haber pasado de padres a hijos, el haber servido a un vecino… Es la diferencia entre una economía de escasez y otra de sobreabundancia, entre un tiempo de elaboración y otro en el que las cosas las hacen las máquinas, entre una relación con el objeto basada en la necesidad y por tanto la utilidad y otra basada en el capricho y por tanto el mero aprecio lúdico.
Esta cosificación de los objetos, valga el oxímoron, se traduce en un vacío que acusa nuestra persona, y que intentamos compensar con ese esfuerzo por “personalizar” que nos ofrece el propio mercado: imprimir nuestro nombre o nuestra foto en una taza o en la cubierta del ordenador hace que esos objetos fabricados en serie, iguales por millones, lleguen a nuestras manos bajo la ilusión de la exclusividad.

En definitiva, lo que estamos intentando rescatar, porque lo hemos erradicado, es lo que T. Moore denomina alma, y también podríamos llamar sentido. No nos hará felices una existencia sin juego, sin misterio, sin ritual o imaginación. Nuestra especie se templó en pequeños grupos donde todos se conocían, y sigue tolerando mal la vaga amenaza anónima de las multitudes. Lo que nos conforta es la cercanía, la intimidad. Lo que nos sacia es el sentido, no el acaparamiento.
¿Consumimos los objetos y los servicios, o son ellos los que acaban consumiéndonos (en todos los sentidos de la palabra)? Mientras hacemos cada vez más y más, nos vamos sintiendo reducidos cada vez a menos. Hacemos más viajes, pero estamos menos presentes en ellos. Tenemos más medios de comunicación, pero cada vez comunicamos menos acerca de nosotros, hasta quedar reducidos a un mero rol, a un esquema de lo que somos, o lo que querríamos ser: si queremos ser personas, tal vez nos convenga dejar de comportarnos como voraces autómatas.

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