Fue un amor a primera
vista, un súbito hechizo en los albores de la adolescencia, ese tiempo en que
uno está más abierto a creer en las promesas. Me bastó escuchar su melodía una
vez para que sintiera que se me había revelado todo, como en la inspiración de
un dios niño; para saber que me acompañaría el resto de la vida, dispuesta a
repetírmelo a media voz frente al hogar ensimismado de las tardes de invierno.
La descubrí en la
delicada versión de Vaughan Williams, que se posa como un bálsamo en el
aturdimiento fascinado. En los primeros acordes ya nos traslada al bucólico
paraje de campos verdes y blandas lomas, prados flanqueados de arboledas por
donde corretean pastoras como ninfas que nos reservan delicias de amor en las
umbrías. “Moza tan hermosa no vi en la frontera, que aquella vaquera de la
Finojosa”, canta el Marqués de Santillana en sus Serranillas. “Perdí la carrera por tierra fragosa, do vi la vaquera
de la Finosoja”. Pero la gentil pastora no era más que la emisaria de sus propios
sueños de amor.
Prosiguen los
violines y nos conducen a la orilla de un arroyuelo de remansos discretos.
Sopla una brisa fresca en las alamedas. Nos recostamos en la majada a
contemplar el vuelo de una alondra, y ningún dulce presagio está prohibido.
“Las horas que le sobraban gastaba el pastor en solo gozar del suave olor de
las doradas flores”, escribe Jorge de Montemayor, y el divino Garcilaso:
Saliendo de las ondas encendido
rayaba de los montes el altura
el sol, cuando Salicio, recostado
al pie de una alta haya, la verdura
por donde una agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado…
Los bosques y los
prados son el enclave mítico, cargado de un poder antiguo, donde germinan todas
las nostalgias de felicidad, del amor de la juventud, de la serenidad de la
madurez. También son buen lugar para compartir las penas por los amores
desdeñados, y dejarse llenar de la nostalgia de una dicha que aún no renunció a
cumplirse. Y la sencilla tonada de Greensleeves
parece estar impregnada del presentimiento de todas esas delicias anheladas, y
también de la melancolía de su ausencia.
Greensleeves es una rara herencia de la Arcadia, un
testimonio de esa edad de oro de campos fértiles y pastores embelesados ―Salicio, Nemoroso,
Silvano, Sireno…― que se narran unos a
otros y lloran mansamente sus amoríos imposibles. Patria de ocios idílicos y
fantasías sensuales, de un gozo que está por escribirse bajo las ramas
rumorosas, donde se ocultan fuentes en las que quizá nos esperen tiernos deleites
de amor, o dulces trampas de Diana, en cuyos brazos estaremos dispuestos a
morir a cambio de un solo beso.
Yo también soñé en mi
adolescencia con esos campos de tímidas caricias y sonrisas encendidas, de
afables desmayos en la hierba y frescura de aguas de fuentes… En la primera
juventud hasta el dolor es un disfrute, porque hay tanta vida por delante que
parece que la felicidad solo está esperando a que la recojamos de los árboles,
como las manzanas maduras. Se vive con el presentimiento de que algo maravilloso
está a punto de emerger, como las gentiles pastoras entre las florestas. Greensleeves sonaba a lo lejos en todos
mis paseos al atardecer, me acariciaba con sus sedas y me adormecía a la sombra
de los robles: espera, espera, el mundo es grande y está lleno de alegrías…; confía,
confía, todo llegará.
Con el paso de los
años, pocos sueños se han cumplido, al menos como los habíamos soñado. Hemos
sobrevivido a noches de frío y miedo, oscuras noches que ni siquiera podíamos concebir.
Pero ha habido también goces y júbilos, casi siempre, eso sí, donde menos los
esperábamos, como los duendes. Y Greensleeves
ha seguido envolviéndonos en su ternura, cada vez más remota y fabulosa,
siempre igual de bella.
Hoy, que vuelvo a escucharla,
sigo como entonces dedicándosela al amor: al de aquel joven que fui, el que
esperaba con el escalofrío de las promesas; al del viejo que empiezo a ser, el
que aprendió a despedirse del barco que zarpa hacia poniente. Las
nostalgias de lo que no sucedió también son hermosas, el pañuelo en el puerto
es dichoso cuando se agita sin rencor. Fuimos felices, todo lo que la pobre
vida dio de sí, y hay tanto que agradecer.
Y espero que un día Greensleeves me adormezca como una nana
mientras lentamente apaga el crepúsculo el paisaje.
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