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Mostrando entradas de mayo, 2019

Teatro social y cortesía

Si, como Erving Goffman describió perspicazmente, nuestra vida social se desarrolla igual que un teatro, la cortesía vendría a equivaler a los detalles que hay que cuidar para que la actuación pueda ejecutarse, para que discurra correctamente, para que se entienda; es decir: todos los protocolos técnicos, las complicidades entre actores y las convenciones que median ante el público para que la obra llegue y conmueva. Pongamos algunos ejemplos: los actores tienen que hablar siguiendo un orden preciso, recitando con claridad y buen volumen; tienen que apoyarse unos a otros, de modo que cada desempeño refuerce el complementario; y, en caso de incurrir en errores, tienen que saber improvisar para hacerlos encajar en el conjunto, o al menos para disimularlos… El arte del actor no consiste en reseguir maquinalmente el libreto del autor, sino más bien en recrearlo, darle forma de realidad creíble. Hace falta una buena dicción y una precisión de gestos, hay que moverse sin tropiezos por el...

¡Oh capitán, mi capitán!

Hace muchos años quise pasarles a mis alumnos adolescentes la película El club de los poetas muertos . Quizá pretendía emular al profesor que en ella encandilaba a los jóvenes al invitarlos a la pasión y al entusiasmo. No me daba cuenta de que, en realidad, era mi propio arrebato desbordado de rebeldía el que me empujaba a través de una obvia inmadurez, agitada con la divisa de aquel eterno adolescente que fue Whitman: “¡Oh capitán, mi capitán!” Por suerte, un compañero docente con mucha más sesera me hizo ver el peligro de una historia de chavales que acababa en el suicidio de uno de ellos. Admití a regañadientes que tal vez la película fuese atractiva para un adulto ― sobre todo para un nostálgico de la adolescencia a medio apurar, como yo ― , pero desde luego no parecía del todo conveniente para la mente tierna de un jovenzuelo. Con los años he ido comprendiendo mejor hasta qué punto mi iniciativa había sido disparatada. Quiero tomar ese progreso como una señal de madurez. E...

El amor voraz

En nombre del amor desaforado se justifican el delirio, el capricho, los apabullantes excesos. Luego, cuando ya quede poco amor (si es que lo hubo) y predomine el resentimiento, vendrán la crueldad y la guerra. Vendrán con los primeros contratiempos. Un día es el enamoramiento ferviente que hace que uno se sienta más poderoso que nadie, que uno se crea el elegido de un destino selecto: “¡Todos lo buscan, y nosotros lo tenemos!”, se dicen los enamorados con imprudente orgullo. Al día siguiente ese poder, que nos elevaba a los cielos del reconocimiento y la caricia, nos hunde a los infiernos de la rabia, del temor, de la misma angustia. Y puede que lo haga, aún, en nombre del amor. Sin embargo, ¿qué queda del querer entonces? El enamoramiento es una voracidad desatada, y por eso suele acabar despeñando a sus víctimas. Sobre todo cuando no tiene la misma intensidad en las dos orillas. El más enamorado tiene más fuerza; el dudoso no tiene más opción que marcharse o someterse. La voraci...

Aún no

En un capítulo decisivo de la serie Juego de tronos , cuando las fuerzas de los vivos están a punto de sucumbir al ejército imbatible de los muertos, la hechicera le pregunta a Arya Stark: “¿Qué le decimos al Señor de la muerte?” Y la sabia muchacha grita con fuerzas renovadas: “¡Hoy no!” Y corre a hincarle una daga de vida al Señor de la muerte, devolviéndolo, junto a todo su ejército, a las sombras del no ser, donde nada puede ya hacer a los vivos. Hoy no, aún no: esa es la única fuerza que, al final, puede hacer valer la vida frente a la destrucción. En tanto que finita, la vida consiste en una mera prórroga. Heidegger acertó: si lo único ineludible es morir, la muerte marca el compás de la existencia, la reduce a un ser para no ser, pues solo el tiempo separa el ser de su hecatombe. La duración es lo único que queda, un valor relativo que le sirve al ánimo, a lo sumo, como parche, como alivio momentáneo, pero que no le calma la angustia de lo que le espera: aún no, tal vez no hoy,...

Palabra y poder

Bien mirado, el fenómeno humano de la conversación resulta asombroso. Su riqueza simbólica va más allá del mero significado de los mensajes expresados: el propio acto de conversar está lleno de sentidos y convenciones, es una interacción, quizá la interacción social por excelencia. En las pláticas se juegan, por ejemplo, complejos tanteos de poder. Cuando se están intercambiando confidencias, cada intimidad que se revela al otro es una porción de poder que se le entrega. De ahí que, inversamente, atrincherarse en el secreto constituya un intento de resguardar el propio poder: un poder, en definitiva, que se nos hace triste, pues se construye desde lo negativo ― lo que se niega al otro en conocimiento mío, lo que me niego a mí mismo en posibilidad de compartir ― , que se crece recluyendo al sujeto y perjudicando su afán de sociabilidad; pero un poder al fin, que nos hace sentir más seguros y menos expuestos. La complicidad, por el contrario, se teje con la confidencia, que es un ri...