Hace muchos años
quise pasarles a mis alumnos adolescentes la película El club de los poetas muertos. Quizá pretendía emular al profesor
que en ella encandilaba a los jóvenes al invitarlos a la pasión y al
entusiasmo. No me daba cuenta de que, en realidad, era mi propio arrebato
desbordado de rebeldía el que me empujaba a través de una obvia inmadurez,
agitada con la divisa de aquel eterno adolescente que fue Whitman: “¡Oh capitán,
mi capitán!”
Por suerte, un
compañero docente con mucha más sesera me hizo ver el peligro de una historia
de chavales que acababa en el suicidio de uno de ellos. Admití a regañadientes
que tal vez la película fuese atractiva para un adulto ―sobre todo para un
nostálgico de la adolescencia a medio apurar, como yo―, pero desde luego no
parecía del todo conveniente para la mente tierna de un jovenzuelo.
Con los años he ido
comprendiendo mejor hasta qué punto mi iniciativa había sido disparatada.
Quiero tomar ese progreso como una señal de madurez. En efecto, la película ―por lo demás,
espléndida― retrata el choque
entre el rígido tradicionalismo trasnochado de una escuela de élite y una
sociedad posromántica en la que se iban fraguando todo tipo de “liberaciones”,
que florecerían en el vuelco de actitudes y costumbres de los años 60. La
principal magia de la cinta, desde mi punto de vista, reside en utilizar
precisamente la poesía como arma “cargada de futuro”, como palanca para el
descubrimiento del mundo y de sí mismos de un grupo de estudiantes encorsetados
por la tradición. La poesía del Carpe
diem de Horacio: la imaginación, la creatividad, la camaradería festiva y
entusiasta, la reivindicación de la libertad en el goce sensual y en general en
el disfrute de la vida, todos los valores que serían la enseña de los jóvenes
del movimiento hippie o de los rebeldes del 68, y que lo habían sido dos mil
años antes para aquel grupo de filósofos locos que se retiraron al Jardín
alrededor de Epicuro.
Ese era el mensaje
con el que yo me había quedado, impactado por escenas como la entrada del
profesor haciendo arrancar páginas de los libros, los alumnos subidos a las
mesas o el chico tímido transformado por la catarsis de la poesía (por cierto,
el símil de la verdad con “una manta que siempre te deja los pies fríos” me ha perseguido
toda la vida, y nunca he logrado esclarecer si pertenece al genio del guionista
o si está sacada de algún libro), sin reparar en que el relato plantea un aviso para navegantes sobre los peligros que pueden comportar unos excesos
mal digeridos.
En efecto, tal vez el
verdadero punto álgido de la película, o lo que nos tiene que hacer pensar más,
resida en la abrupta interrupción del tono idílico y festivo cuando uno de los
alumnos se da de bruces con las limitaciones de la realidad y no se le ocurre
reafirmación más contestataria que suicidarse. El muchacho, que se había atrevido
a descubrir su vocación de actor, cae en una angustia intolerable cuando
comprende que sus padres jamás le permitirán desarrollar esa faceta tan poco productiva.
No se nos escapa lo que el suicidio tiene de desesperación y a la vez de venganza,
recriminación a la incomprensión paterna y también patético acto de afirmación
de la libertad frente a la arbitraria tiranía de los mayores.
Si ese fuese su único
significado, el suicidio del aprendiz de actor formaría una unidad lógica con
la parte precedente de la historia: el joven ha aprendido tan bien el mensaje
de libertad y reafirmación que le ha propuesto el profesor, que lo lleva hasta
sus últimas consecuencias. Así es como yo lo había entendido en un principio,
sin caer en la cuenta de que podía interpretarse desde el punto de vista
opuesto, como he señalado: que esa desinhibición repentina promovida por el
profesor no era en realidad una idea acertada, ya que los muchachos no estaban
preparados para un cambio tan radical en sus principios y en su educación. Hay algo crudamente solitario en la libertad, algo de lo que, de un modo u otro, huye casi todo el mundo. El
profesor, aparentemente valiente hasta lo heroico ―¿qué más heroico que
sucumbir, al final, víctima de su poético magisterio?―, se había comportado
más bien de un modo temerario e
irresponsable, al no calcular la convulsión interna que una fuerza así podía
provocar en el quebradizo espíritu de sus alumnos.
Yo creo que la
película, aun jugando a la ambigüedad y desarrollando con delicioso detalle el
aspecto epicúreo del carpe diem, no
deja de avisarnos de esos peligros, o al menos de exponerlos como posibilidad
con la que contar. “¡Oh capitán, mi capitán!” resulta un lema mucho más aventurado
de lo que parece. Estamos, por tanto, ante una interesante reflexión sobre la
propia educación, pero también, y seguramente sobre todo, acerca de la vida
entera, del papel que en ella juegan la poesía, la libertad y en definitiva la
pasión. Porque es evidente que las pasiones nos hacen sentir más vivos, pero
también nos dejan más vulnerables. Tal vez la verdad sea una manta que te deja
los pies fríos, pero la pasión, el arrebato emocional, es un calor abrasador
que acaba por consumir la propia manta. Tal vez no podamos esperar demasiado de
la razón, pero sin duda podemos esperar demasías de la pasión, y por eso hemos
de ser cautos con ella, porque nos deja sin voluntad y puede arrastrarnos a
peligrosos despeñaderos.
¿Y qué nos queda para
sortear esos peligros? La humilde y seca razón, aliada con la aburrida
prudencia. El profesor de la película enseña admirablemente a sentir: le falta,
sin duda, enseñar también a pensar. Un error, ahora lo entiendo, imperdonable,
y del que creo que el filme nos previene con honestidad, aun arriesgándose a
resultar un poco aguafiestas. Un error que, por otra parte, Epicuro no corrió,
pues la filosofía se erguía firme, como un agarradero inamovible, en la médula
de su vida dedicada al goce sabio. Es de esperar que con Epicuro, que señaló
expresamente los peligros del propio placer desmedido, que propuso la prudencia
y la austeridad como normas de vida, la historia no hubiera acabado convirtiendo
a un muchacho en chivo expiatorio de su propia inmadurez.
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