La lectura del libro El gen egoísta puede resultar, como
prevé su autor, perturbadora hasta el vértigo. Desde luego, marca un antes y un
después en el ánimo con el que uno se mira al espejo. Dawkins nos presenta ―y lo peor de todo es
que lo hace convincentemente―
como meras máquinas al servicio de la supervivencia y la reproducción de esos
genes egoístas de los que somos simples vehículos. Da la impresión de que, si
uno lleva el razonamiento a sus últimas consecuencias, todo lo “bueno” que
caracteriza a lo humano ―desde la pretensión
ética hasta el amor, desde el gozo estético a la devoción paterna― no sea sino una
treta que usa con nosotros la evolución para asegurarse de que transmitamos los
genes eficazmente, una especie de fantasía sin entidad verdadera, un mecanismo
de la máquina de la supervivencia genética.
Sin embargo, el
propio Dawkins insinúa la solución a este angustioso callejón sin salida de
nuestra identidad: aun siendo cierto que somos meras máquinas al servicio de
los genes, tenemos una entidad en tanto que máquinas, no somos nuestros genes. Hay un ámbito de existencia genético y un
ámbito humano, y, por más que éste funcione al servicio de aquél, sigue siendo distinto. Las máquinas genéticas de
nuestra especie se caracterizan por tener sentimientos, apetencias y dolores, y
su mundo consiste en esas experiencias. Se caracterizan también por algo
insólito, por tener conciencia de sí
mismas, es decir, por concebirse como sujetos, al margen de lo que los genes
hayan hecho y hagan de ellas.
Y en ese ámbito en el
que el individuo se concibe a sí mismo en tanto que individuo, adquiere una
categoría ontológica, ya no se le puede considerar como un mero instrumento o
una simple función. El sujeto de Descartes, en efecto, resulta que no existe
como tal, pero sí como experiencia de sí mismo: sigue descubriéndose una y otra
vez en el acto de pensar, en el hecho de percibirse como un yo. Y para ese
sujeto materialmente ausente, hay una conmovedora, poética, trágica voluntad de
existir que nos recuerda la de El
caballero inexistente de Calvino. Para el hombre, lo humano tiene valor
existencial, precisamente porque es humano, porque le pertenece, porque se
reconoce en ello, quizá porque se inventa
en ello, como consideraba Sartre.
Aquí los mitos sobre
la inteligencia artificial cobran pleno sentido. Suponiendo que una
inteligencia artificial evolucionase hasta el punto de ganar la conciencia de
sí misma, hasta el punto de sentirse existir y apreciarse como existente, ¿cabría
considerarla humana? En ese mito nos reconocemos porque es, en definitiva,
nuestra historia, la historia de unas máquinas de supervivencia genética que
han llegado a verse a sí mismas como una entidad, un sujeto. Así que, si tomamos
como referencia los genes, es decir, la información, la respuesta es
afirmativa: los replicantes de Blade Runner tienen la misma categoría
ontológica y ética que cualquier ser humano, porque somos nosotros.
La relación entre los
genes y el hombre es la misma que entre las reverberaciones sonoras y la
música: en sentido estricto, sólo existen aquellas, es decir, el hecho es sólo
la sucesión de vibraciones del aire a determinadas frecuencias. Pero eso no le
resta categoría a la música en tanto que experiencia.
Si un día toda nuestra especie desapareciera, dejaría de darse la experiencia de
la música; pero estamos aquí ―lo
cual es también un hecho―, y nuestras
experiencias son muy reales para nosotros.
El mundo de lo humano cobra valor por el hecho de que somos humanos.
Por consiguiente, no
tenemos por qué volvernos locos ante la perspectiva de ser meras máquinas al
servicio de los genes. Mientras les servimos —y no podemos no servirles: hacerlo
es nuestra esencia—, estamos construyendo nuestro propio ser, y en ese ámbito
somos otra cosa. En ese ámbito sigue teniendo sentido ―¡para nosotros!― enamorarnos,
disfrutar a nuestros hijos, saludar a nuestros vecinos y diferenciar lo que nos
parece bien de lo que nos parece mal. Podemos seguir disfrutando de una buena
música, o embelesándonos ante una puesta de sol, mientras dejamos que los genes
cumplan a través de esas cosas sus propios objetivos. Podemos seguir aspirando
a una dignidad, a una anábasis. “Si existe una moraleja humana que podamos extraer ―escribe Dawkins―, es que debemos enseñar
a nuestros hijos el altruismo ya que no podemos esperar que éste forme
parte de su naturaleza biológica”.
El hecho de que los
colores no existan como tales no le resta belleza a la contemplación de un
cuadro de Velázquez. Y el hecho de que el mundo no sea como lo percibimos no
hace que nuestra percepción sea menos nuestra. Estrictamente hablando, ni
siquiera existe la verdad, puesto que no hay más que hechos, y la verdad es
sólo nuestra convicción acerca de ellos. Creemos que hemos ido perfeccionando la
capacidad para acercar la verdad (que es sólo una idea en nuestro cerebro
genéticamente creado) a esos hechos, y eso tiene valor de verdad para nosotros.
Nuestra biología nos hace humanos.
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