domingo, 14 de octubre de 2018

Más sobre evolución: los genes y lo humano

La lectura del libro El gen egoísta puede resultar, como prevé su autor, perturbadora hasta el vértigo. Desde luego, marca un antes y un después en el ánimo con el que uno se mira al espejo. Dawkins nos presenta
y lo peor de todo es que lo hace convincentemente como meras máquinas al servicio de la supervivencia y la reproducción de esos genes egoístas de los que somos simples vehículos. Da la impresión de que, si uno lleva el razonamiento a sus últimas consecuencias, todo lo “bueno” que caracteriza a lo humano desde la pretensión ética hasta el amor, desde el gozo estético a la devoción paterna no sea sino una treta que usa con nosotros la evolución para asegurarse de que transmitamos los genes eficazmente, una especie de fantasía sin entidad verdadera, un mecanismo de la máquina de la supervivencia genética.
Sin embargo, el propio Dawkins insinúa la solución a este angustioso callejón sin salida de nuestra identidad: aun siendo cierto que somos meras máquinas al servicio de los genes, tenemos una entidad en tanto que máquinas, no somos nuestros genes. Hay un ámbito de existencia genético y un ámbito humano, y, por más que éste funcione al servicio de aquél, sigue siendo distinto. Las máquinas genéticas de nuestra especie se caracterizan por tener sentimientos, apetencias y dolores, y su mundo consiste en esas experiencias. Se caracterizan también por algo insólito, por tener conciencia de sí mismas, es decir, por concebirse como sujetos, al margen de lo que los genes hayan hecho y hagan de ellas.
                                                                   
Y en ese ámbito en el que el individuo se concibe a sí mismo en tanto que individuo, adquiere una categoría ontológica, ya no se le puede considerar como un mero instrumento o una simple función. El sujeto de Descartes, en efecto, resulta que no existe como tal, pero sí como experiencia de sí mismo: sigue descubriéndose una y otra vez en el acto de pensar, en el hecho de percibirse como un yo. Y para ese sujeto materialmente ausente, hay una conmovedora, poética, trágica voluntad de existir que nos recuerda la de El caballero inexistente de Calvino. Para el hombre, lo humano tiene valor existencial, precisamente porque es humano, porque le pertenece, porque se reconoce en ello, quizá porque se inventa en ello, como consideraba Sartre.
Aquí los mitos sobre la inteligencia artificial cobran pleno sentido. Suponiendo que una inteligencia artificial evolucionase hasta el punto de ganar la conciencia de sí misma, hasta el punto de sentirse existir y apreciarse como existente, ¿cabría considerarla humana? En ese mito nos reconocemos porque es, en definitiva, nuestra historia, la historia de unas máquinas de supervivencia genética que han llegado a verse a sí mismas como una entidad, un sujeto. Así que, si tomamos como referencia los genes, es decir, la información, la respuesta es afirmativa: los replicantes de Blade Runner tienen la misma categoría ontológica y ética que cualquier ser humano, porque somos nosotros.
La relación entre los genes y el hombre es la misma que entre las reverberaciones sonoras y la música: en sentido estricto, sólo existen aquellas, es decir, el hecho es sólo la sucesión de vibraciones del aire a determinadas frecuencias. Pero eso no le resta categoría a la música en tanto que experiencia. Si un día toda nuestra especie desapareciera, dejaría de darse la experiencia de la música; pero estamos aquí lo cual es también un hecho, y nuestras experiencias son muy reales para nosotros. El mundo de lo humano cobra valor por el hecho de que somos humanos.

Por consiguiente, no tenemos por qué volvernos locos ante la perspectiva de ser meras máquinas al servicio de los genes. Mientras les servimos —y no podemos no servirles: hacerlo es nuestra esencia—, estamos construyendo nuestro propio ser, y en ese ámbito somos otra cosa. En ese ámbito sigue teniendo sentido ¡para nosotros! enamorarnos, disfrutar a nuestros hijos, saludar a nuestros vecinos y diferenciar lo que nos parece bien de lo que nos parece mal. Podemos seguir disfrutando de una buena música, o embelesándonos ante una puesta de sol, mientras dejamos que los genes cumplan a través de esas cosas sus propios objetivos. Podemos seguir aspirando a una dignidad, a una anábasis. “Si existe una moraleja humana que podamos extraer escribe Dawkins, es que debemos enseñar a nuestros hijos el altruismo ya que no podemos esperar que éste forme parte de su naturaleza biológica”.
El hecho de que los colores no existan como tales no le resta belleza a la contemplación de un cuadro de Velázquez. Y el hecho de que el mundo no sea como lo percibimos no hace que nuestra percepción sea menos nuestra. Estrictamente hablando, ni siquiera existe la verdad, puesto que no hay más que hechos, y la verdad es sólo nuestra convicción acerca de ellos. Creemos que hemos ido perfeccionando la capacidad para acercar la verdad (que es sólo una idea en nuestro cerebro genéticamente creado) a esos hechos, y eso tiene valor de verdad para nosotros. Nuestra biología nos hace humanos.

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