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Más allá del chismorreo

Recomiendan los sabios que, para una vida plácida y feliz, evitemos el chismorreo. Los budistas insisten especialmente en ello: hablar mal de los demás ensucia nuestro pensamiento, y alimenta los malos sentimientos. También contradice ese amor compasivo que debería inspirarnos el sufrimiento universal, y que nos transmite la fuerza de la empatía. Hablar mal solo ensancha distancias, y ahonda desencuentros. Mina nuestra dignidad y seguramente nos hace más malos. Pone en cuestión hasta qué punto somos merecedores de confianza; “el que chismorrea contigo de los defectos de los demás chismorrea con otros de los tuyos”. Todo eso es cierto. Sin embargo, ¿realmente podemos dejar de hacerlo?


¿No es verdad que a menudo los chismes nos ayudan a sobrellevar la frustración? ¿No son un modo de suavizar lo insoportables que a veces son capaces de hacérsenos nuestros semejantes? ¿Acaso no nos consuela frente una angustia o una rabia que sobrellevamos en silencio? Es más: ¿no sirve el cotilleo para tejer complicidades, para que se tiendan solidaridades inesperadas entre las víctimas comunes de un déspota o un dispensador de malestar? Al compartir nuestros juicios, ¿no logramos, al menos, perfilarlos y reafirmarlos? Hay gente con mucha capacidad de hacer daño, de alterar la vida y generar molestias y poner trabas en un grupo o en un colectivo. Compartir ese rechazo que nos inspira, ¿no es un modo, como mínimo, de aliviarlo? ¿Y no puede fundar un vínculo de solidaridad que inicie la respuesta colectiva a quien perjudica a muchos?

El chisme cumple su función, y es probable, por ello, que no podamos evitarlo. Al menos del todo, al menos siempre. Forma parte del hecho de vivir en sociedad. Desde el momento en que no podemos decirlo todo abiertamente, empezamos a necesitar decirlo, siquiera a veces, siquiera a algunos, en voz baja. Y en efecto no podemos expresarlo todo directamente: porque es demasiado expuesto, porque tal vez resulte inapropiado, porque puede ser que nos equivoquemos. Porque mostrar una diferencia no siempre es bien recibido; porque una petición puede ser encajada como una agresión; porque poner las cartas encima de la mesa nos hace vulnerables. Ahí está el poder del otro, que puede volverse en nuestra contra si nos considera enemigos. A menudo hay que ocultar, y en ocasiones hay que mentir. Puede que la verdad nos haga libres, pero ser libres no es siempre lo que nos conviene; la libertad puede ser un lujo que no podemos permitirnos. Lo que nos hace más dignos no siempre nos ayuda a vivir; y ante todo hay que vivir.
No podemos estar a favor del chisme, como tampoco podemos ser amigos de la mentira, ni del resentimiento, ni de la envidia. Todos ellos nos envenenan a nosotros mismos, y son una carcoma para las relaciones. Todos ellos se oponen al amor y a la dignidad que intentamos construir con nuestra intención ética. Hay que rechazarlos. Pero también hay que comprenderlos. Y no solo como meras debilidades, con esa visión paternalista de la religión o del moralismo. Hay que comprender que cumplen una función, que a veces hasta en la ciénaga puede hallarse apoyo y refugio, y que no hay bondad auténtica que no se haya templado en algún descenso a los infiernos. El resentimiento, aun haciéndonos sufrir, o precisamente por ello, puede ayudarnos a insistir en defendernos de quienes nos aplastan. La envidia nos impulsa cuando creemos quedarnos atrás. Con el chisme tal vez hallemos la fuerza de la complicidad para defendernos cuando aún no acabamos de atrevernos.

“Pero hablar a las espaldas es cobarde y mezquino”, argumentará la tradicional visión heroica. El héroe jamás oculta, porque su misión es imponerse al mundo, hacer valer su ego por encima de todo. El héroe está hecho de una pieza, y así es como se abre paso por entre la mezquindad común. Pero los que no somos héroes vislumbramos en todo lo puro la despótica belleza de los dioses, tan ajena como ellos a la frágil naturaleza del hombre. Sin duda, la valentía y la entereza son valiosas; en cambio, la mentira, la ocultación, el chismorreo, son repugnantes. Así debemos considerarlas en nuestro proyecto ético, con el añadido de que muchas veces nos confunden y casi siempre nos hacen sufrir. No aspiraremos a ellas, pero sí a vivir, como decíamos. Y los que no somos héroes tenemos que vivir con lo puesto.
Después de una sesión de chismorreo, uno se siente cansado y tristemente sucio. Pero, muchas veces, también se percibe un fondo de revitalización. Tal vez cuchichear nos ha servido para sentir la solidaridad de otros; tal vez dudábamos de tener razón, y compartir las dudas nos haya librado de algo de incertidumbre; tal vez nos sintiéramos culpables por una aversión, y descubrir que no estamos solos nos alivie la culpabilidad. O quizá, simplemente, necesitáramos hablar, dejar de quedarnos solos con nuestros demonios. A veces el chisme aligera esos pesos cotidianos que podrían hundirnos. Aunque tengamos que pagar el precio de esa suciedad, esa conciencia de no haber actuado bien, esa tristeza por haber matado un poco a la luz, a la transparencia, a la posibilidad del amor.

Yo creo que el chisme en sí no importa tanto. Importa lo que se haga inmediatamente después y un poco más allá. Conviene, sin duda, que no lo practiquemos con tanta asiduidad que se convierta en una forma de ser: el chismoso se agita en un pantano de putrefacción hasta confundirse con él; difícilmente inspirará confianza, simpatía o admiración. El chismoso como el envidioso o el resentido es un ser atrapado en su impotencia, un ser que se manifiesta débil y vulnerable, y del que no se esperará nobleza, valor o fidelidad. La crítica puede ser creadora si va seguida del esfuerzo por una alternativa. La negatividad no sirve para construir, solo para demoler lo que estaba mal construido; después de la maza tiene que venir el ladrillo; después del despecho hay que forjar un plan para levantar lo nuevo.
Cuando el chisme se convierte en hábito o en vicio, cuando no hace más que desembocar en sí mismo y es incapaz de trascenderse en proyecto, es como un légamo del que no se puede salir para hacer otra cosa. Por eso tiene que llegar también el momento en que lo detengamos, en que lo acallemos, en que lo rechacemos. Tal vez haya llegado el momento de hacer las paces, de reconstruir la simpatía, de rescatar lo positivo y enarbolarlo como estandarte de una nueva oportunidad. Hay que sobreponerse al chismorreo, o hundirse en él.

Comentarios

  1. Querido amigo, este es un tema que siempre me ha preocupado. Suelo acordarme de él cuando rebusco motivos de la incoherente actitud humana,cuando me pregunto porqué los programas de televisión con mayor audiencia suelen ser aquellos donde el espectáculo es criticar y denostar la imagen y en definitiva la vida, de otras personas. También cuando busco respuestas al porqué del egoísmo, de la codicia, de la insolidaridad y de la indiferencia. En mi opinión, es producida por una carencia de empatía. O egocentrismo. Nuestro punto de vista es el único válido y los que no están conmigo, están contra mí. Ahí reside la razón de ser de infinidad de problemas e infelicidades, y que podrían ser resueltas mediante la humildad y la aceptación. Humildad para reconocer que nuestra manera de ver las cosas no es más que eso, una sola, y que puede ser temporal. Aceptación de comprender que cada persona es imperfecta y que hace las cosas que hace por un motivo. Siempre imperfecto.
    En los años 60 corría el slogan de que "información es poder". Hoy en día y teniendo en cuenta que incluso la información que recibimos se basa en un interés, la cosa se ha complicado hasta producir cefaleas si te empeñas en descubrir "la verdad".
    Yo prefiero pensar que cada uno tiene su verdad, pues tiene su manera de ver las cosas, ya que un hecho en sí, no resulta ser lo decisivo a la hora de escoger una opción, sino la visión que tenemos de él.
    Hay demasiado ruido en el mundo. Todo el sistema social humano es como una corriente de agua desbocada de fuerza inmesurable, y que, a no ser que alcances unos niveles altos de firmeza en ciertos valores,y permanezcas fuertemente anclado a ellos, serás engullido y arrastrado por ella en algún momento de tu vida.
    Eso explicaría el porqué de esos chismorreos, o hablar mal de terceros, en que todos caemos alguna vez. Incluso aquellos que nos sentimos más identificados y más cerca de lo que queremos ser, lejos de los chismes.
    "Habla bien de tu amigo. De tu enemigo no digas nada", es una manera de actuar que puede servirnos para detener la impulsividad que se nos genera al encontrarnos con ese malestar que nos producen actitudes de otras personas. A mí me suele funcionar mejor verlo como carencias individuales, como una infección producida por el destructivo sistema social humano ( ya nos avisó Rodríguez de la Fuente, que alejarnos de la naturaleza nos reportaría a ir creando un mundo basado en el interés particular, de manera progresiva y proporcional).
    Ahora bien, esa crítica momentánea, esa denostación del honor, esa visión cruel y despectiva de cualquier ser humano que todos hemos experimentado alguna vez, podría formar parte de un sencillo acto de desahogo si se queda ahí, en algo pasajero y que pensado con reflexión nos llevara a desdecirnos y disculparnos. Sería entonces una consecuencia de habernos descuidado en mantenernos firmes ante esa corriente, o un indicativo de que nos estamos equivocando en el camino que andamos en esos momentos y hacia donde nos estamos dirigiendo. En cambio, si se produce como hábito, si se incorpora al modo de pensar y ver las cosas, y no nos detenemos a cuestionarnos, pronto entraremos en la convicción de que hay personas merecedoras de ser despojadas de dignidad.
    Me gusta escuchar las reflexiones de las personas mayores. Me atrae el modo en que suelen apartar la broza y se quedan con poca cosa como servible. Admiro su capacidad de síntesis y el modo en que han llegado, a través de los años, a simplificar hasta el más complejo de los asuntos.Especialmente, me generan unas tremendas ganas de aprender a deducir, aquellas personas que transmiten comprensión, bondad, y que su ancla se ha posicionado en no pretender cambiar nada ni a nadie, sino que dan la impresión de haberle encontrado la clave a vivir feliz, a utilizar su tiempo en aquello que me parece el clímax de la existencia: Hacer en todo momento aquello que me dé la gana, siempre y cuando no dañe a nadie.

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  2. Escuchando a Fernando Fernán Gómez en una de las últimas reflexiones de su vida, no podía evitar sonreír e incluso carcajear ante la extrema claridad y sencillez de sus conclusiones.
    "Yo soy maniqueísta", decía. Término que yo desconocía y con el que me encontré identificado al instante, primordialmente porque la inquietud que me incordiaba al darme cuenta que después de haber incurrido en un chismorreo dañino hacia otra persona y que el consecuente cuestionamiento, ya más tranquilo, no fructificase en arrepentimiento, se transformó en tranquilidad, aceptación y sosiego conmigo mismo.
    "El maniqueísmo es la doctrina contraria al argumento de Jesucristo-decía- donde todas las personas son buenas, y si alguna hace algo dañino, es porque se equivoca. Yo soy maniqueísta porque he llegado a la simple conclusión que en el mundo hay personas buenas y personas malas. Aquellas que pueden hacer algún mal y se detienen, son las buenas. Aquellas que pueden hacer algún mal y no se detienen, son las malas".
    Y al escucharle me sentí tranquilo, en paz conmigo mismo, porque a estas alturas de mi vida, mi ancla está ahí posicionada y no es porque yo sea dañino, sino porque veo las cosas, ahora, de esa manera.
    Quizá con los años cambie mi ancla de sitio, quién sabe...
    Un lujo compartir tus reflexiones

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  3. El lujo es mío, querido amigo.
    Nunca es fácil contestarte: tus reflexiones están tan llenas de ideas, de citas, de pasión... Siempre esforzándote por agitar bien el cedazo y quedarte con lo que nos hace mejores, poniendo claridad en lo correcto. Tu gran interés, como el mío, es la moral, y no una moral teórica, sino una que nos acerque más al buen vivir. Ahí estamos, trabajando por afinar esa brújula. Y a veces toca disentir, lo cual, entre amigos, es tan gozoso y fructífero como el acuerdo, o incluso más.
    Yo, por más que admire a Fernando Fernán Gómez, no soy maniqueísta, y cada día lo soy un poco menos con más convicción. He intentado expresarlo en el artículo: por más que rechace el chismorreo, por más que me parezca mezquino y deteriorante, no estoy en contra de él. Encuentro en su fealdad y en su defecto la calidez de lo humano, demasiado humano. Del mismo modo que el miedo es la única oportunidad que tenemos de ser valientes, las vilezas son invitaciones a la virtud, y sin ellas no podríamos conquistar la honestidad. Lo valioso tiene que ser difícil. No por ello tenemos que estarle agradecidos a lo mezquino: basta con que lo miremos con ese dejo de ternura que siempre debemos reservar a lo humano, incluso a lo que rechazamos.
    Bertrand Russell decía que, aunque estaba radicalmente en contra de la envidia, reconocía que en ella vislumbraba algo del esfuerzo de los que caminan en la noche, intentando encontrar la senda adecuada (bueno, no decía exactamente eso, pero algo muy parecido). En todo mal hay siempre una parte de sufrimiento, de confusión, de intento de alumbrar algo mejor. Por eso procuro ser muy cuidadoso a la hora de juzgar a los demás: sé que hay mucho en ellos que no entiendo, que no podré entender nunca; pero sí puedo entender que se esfuerzan, al menos, por no sufrir, y por ser felices. Tú, que te dedicas precisamente a echar una mano a los que quieren salvarse de lo peor de sí mismos, sabes eso mejor que yo.
    Así que no me parece que el chismoso sea malo, aunque no se comporte precisamente bien. El chismoso, a menudo, sufre sus chismorreos más de lo que los disfruta. Si habla mal de los demás es seguramente porque se siente mal consigo mismo, y huye de ese malestar proyectándolo en otro. Al mismo tiempo, y por paradójico que resulte, está mostrando un interés por ese otro, en cierto modo un aprecio: nadie dedica un instante a quien no le importa. Al chismoso, como al envidioso, el otro le importa tanto que necesita estar hablando de él continuamente. Y, al hablar de él, lo conoce un poco más, o eso cree.
    Los antropólogos nos enseñan que muchas prácticas sociales, por desagradables que nos resulten, cumplen una función dentro del grupo. El chismorreo sirve para transmitir noticias, para agrupar partidos, para canalizar conflictos que tal vez, si no se expresaran de ese modo simbólico, darían lugar a un clima más crispado y a más escenas violentas. El chismoso, de alguna manera, está llevando a cabo una lucha: defendiendo su frágil ego, que tanto le angustia ver en peligro; plasmando rencores que si se quedara dentro le dañarían. Lo deseable sería que no necesitara hacer todo eso, que se sintiera tan seguro de sí mismo como para que no le afectara tanto la vida de los demás. Pero hay pocos que lleguen a ese nivel de sabiduría. La mayoría, como dice el sociólogo G. Simmel, necesitamos luchar de vez en cuando para que muchas de nuestras relaciones nos resulten soportables.
    En definitiva, como dice Comte-Sponville, el dolor manda. Y hacemos lo que podemos con él. No, no, maniqueísmo no. Hay cosas buenas y cosas malas, pero casi todas las personas somos ambas cosas, mientras procuramos avanzar por el lado bueno. No quiero ser un chismoso, pero alguna que otra vez caigo en la tentación de serlo. Seguiré procurando mejorar.
    Tus palabras me ayudan a hacerlo. Tu amistad, más. Un fuerte abrazo.

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