Nuestra vida se
escribe en una sucesión de encuentros con los otros. Por solitarios que seamos,
más allá de ese encuentro no hay nada, porque solos no somos nada, o no podemos
saber qué somos. Incluso en nuestra soledad dialogamos permanentemente con otros
interiorizados: nuestros padres, nuestros amigos, las diversas facetas de
nuestro Yo. Nuestra identidad es dialéctica, una polifonía a veces armónica
como un coro y otras veces caótica y violenta como un tumulto. Por eso nos
cuesta tanto conocernos a nosotros mismos ―cosa que,
como instaba el Oráculo
de Delfos, es nuestra principal tarea―, y de
hecho nunca dejamos de hacerlo. Somos multitud, y además una multitud
contradictoria y cambiante. Quizá lo que llamamos la identidad, esa imagen con
la que nos identificamos, no exista en absoluto, y consista en una pauta que le
atribuimos a un proceso, y que solo nuestra mente construya como algo
consistente.
Así lo han percibido
desde antiguo el budismo y otras filosofías orientales, que cuentan con la
sabiduría de haber encarado el Yo, o Ego, no como un mero fenómeno, sino como
un verdadero problema. Problema por partida doble, ya que, por una parte,
consiste en una mera ilusión; pero por otro lado, esa ilusión es necesaria ―puesto que así es como funciona nuestra mente― y fuente de numerosos sinsabores ―ya que es una ilusión poderosa que
rige nuestros sentimientos y nuestros comportamientos, que lo hace de un modo
implacable, y que se nos escapa precisamente por su carácter perentorio e
inconsciente―. Aprender a capear hábilmente con el Yo, manejándolo con destreza en
lo que tiene de instrumento; y a la vez librarse de su tiranía, denunciar su
naturaleza irreal y arbitraria ―”Señor de la confusión”, lo llaman los budistas― y no permitir que
nos arrastre por su cuenta: estos son los principios que fundamentan un
comienzo de sabiduría, de ética, de felicidad.
Lo más sugestivo de
esta tarea, en la que están seriamente comprometidas todas las disciplinas
orientales, del yoga a la meditación, del budismo al taoísmo, es que resulta
paradójica. Por un lado, necesitamos un Yo fuerte y estable para afrontar la
vida y sus desafíos, para sentirnos seguros y alimentar esa fuente interna de
energía que es la autoestima; un Yo raquítico, agrietado, inestable, nos deja
sin suelo y sin hogar, nos convierte en seres reticentes y frágiles. Todos
hemos conocido la devastación que puede provocar en una persona la falta de
autoestima. El psicoanálisis acertó al centrar sus esfuerzos en la
reconstrucción de un Yo en el que la persona pudiera asentarse y parapetarse.
Sin embargo, a la vez, debemos mantenernos conscientes de que el Yo es un mero
constructo mental, para no permitir que su cosificación convierta al
instrumento en dueño, el medio en fin. El diálogo con el Yo debe ser permanente;
hay que seguirlo de cerca, a la vez apuntalándolo y relativizándolo. Solo los
más sabios, o los más viejos, o los que ya están de vuelta de la vida y no
tienen nada más que conquistar, pueden liberarse del Yo por completo, dejándolo
fluir como las nubes, sin implicarse en él. Pero incluso ellos, que han llegado
más allá del Yo, saben que siguen haciéndolo, inevitablemente, desde el Yo.
La fábula zen del
campesino y el buey, que el maestro Kakuan escribió en el siglo XII, lo ilustra
con viveza. Un campesino anda angustiado por los campos en busca del buey
perdido, del mismo modo que los caballeros del Rey Arturo galopaban por el
mundo en pos del Grial:
Siguiendo ríos sin nombre, perdido entre los confusos senderos de lejanas
montañas,
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.
desesperado y exhausto, no puedo encontrar al buey.
Después de
innumerables penalidades, sucede el hallazgo: Junto a la orilla del río, bajo los árboles, ¡descubro sus huellas!
Han aparecido las primeras pistas, el esfuerzo no fue en vano. ¿Será que el
buey, en el fondo, quiere ser encontrado? Nuestro boyero sigue adelante con
perseverancia, y al final da con él. Pero no se trata de un manso animal, sino
de un toro bravo, que no se dejará apresar con facilidad; es un animal
poderoso, resuelto, fiel, pero a la vez terco y salvaje.
Lo atrapo tras una implacable lucha.
Su ruda voluntad y su fuerza son inagotables.
Y se lanza hacia la colina distante, tras las lejanas brumas.
O se dirige hacia un barranco impenetrable.
Su ruda voluntad y su fuerza son inagotables.
Y se lanza hacia la colina distante, tras las lejanas brumas.
O se dirige hacia un barranco impenetrable.
Si el buey es ese Ego
en que consiste lo que somos, la aventura comienza en la necesidad de
domesticarlo, luchando con él, recibiendo sus embestidas y respondiendo a ellas
con nuestra entereza. Si lo hacemos bien ―con pericia, con
inteligencia, con la firme determinación que nos hace persistir a pesar de las
heridas―, tal vez, solo tal vez, lleguemos a domesticarlo:
Necesito del látigo y la soga.
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.
De lo contrario podría escapar en los polvorientos caminos.
Bien adiestrado, es de espíritu dócil.
Entonces, sin dogal, obedece a su dueño.
Al fin, domesticado
el animal, el pastor regresa a casa a sus lomos, tocando la flauta y celebrando
la existencia. Es la felicidad de estar al fin en uno mismo, de haberse
encontrado y haberse asumido. Caminan felices por los caminos polvorientos, uno
junto a otro. Se retiran al final de la jornada. Seguramente no harán nada
distinto de lo cotidiano: el animal quedará recogido en su recinto, comiendo
hierba seca; el campesino entrará en su choza, donde le esperan un viejo cuenco
y un plato de sopa; dormirán, con la perspectiva de madrugar para la jornada
siguiente. ¿Entonces no ha cambiado nada? ¿Han sido en vano tantos caminos,
tantos combates, tanto esfuerzo y tanta felicidad? Sí y no, y esa es la
paradoja de los viajes iniciáticos. Todo sigue siendo lo mismo ―la dureza de la vida, el desgaste y la perspectiva del final, la
seguridad de tener que seguir lidiando―, y todo es diferente. Porque ahora el
campesino sabe. Comprende. Ha
interiorizado la verdad de sí mismo y de su destino. El campesino es parte del
buey, y el buey lo es del campesino. Y podrá recordarlo cuando, al día
siguiente, tenga que volver, seguramente, a un nuevo pulso con el buey. Con esa
verdad impregnada en el fondo de su alma, el campesino se dormirá tranquilo en
un sueño reparador.
En este dulce reposo, en mi cabaña, dejo a un lado el látigo y la soga. Momento maravilloso,
donde el pastor y el buey logran la armonía y se hacen uno, y en el que se
concentra todo el sentido de la aventura humana, toda su intensidad, y
probablemente toda su felicidad. Es la gran meta: el samadhi, el nirvana, la
iluminación. Las contradicciones persisten, pero se articulan en un conjunto
mayor que les confiere un nuevo significado ―podríamos
pensar en una gestalt―. Ahí todo se
detiene, y a la vez fluye con más naturalidad y más energía que nunca. Se
difumina la idea y emerge el sentido. En las viñetas de la historia del campesino
y el buey, ese instante está representado por un círculo vacío, un lugar en el
que todo está cumplido pero a la vez todo se dispone a acontecer.
Podríamos esperar que
la historia terminara aquí, en la conquista de esa paz personal donde el Yo
deja de forcejear consigo mismo. Sin embargo, para nuestro asombro, aún queda una
tarea, y tal vez sea la principal:
Descalzo y con el pecho desnudo, me mezclo con la gente del mundo.
Mi ropa está remendada y cubierta de polvo, y soy más dichoso que nunca.
No uso magia para alargar mi vida,
pero ahora, ante mí, los árboles marchitos se cubren de flores.
Mi ropa está remendada y cubierta de polvo, y soy más dichoso que nunca.
No uso magia para alargar mi vida,
pero ahora, ante mí, los árboles marchitos se cubren de flores.
“Se mezcla con la
gente del mundo”. Ese es el verdadero regreso, el que cierra el círculo:
ninguna proeza de la aventura humana tiene sentido si no desemboca en los
otros, si no nos lleva a mezclarnos con los otros. Los budistas elogian al bodhisattva, el maestro que, después de
iluminado, decide permanecer en el mundo por compasión, para ayudar a los demás
a liberarse del sufrimiento. Nosotros, que no somos maestros ni hemos alcanzado
la iluminación, quizá podamos volver, una y otra vez, a quienes nos rodean,
para entregarles lo mejor que tenemos. Con toda la humildad, recordando que seguimos
siendo peregrinos, que cada día tendremos que reanudar nuestra búsqueda del
buey y la lucha por domarlo, y que si tenemos la suerte de conseguirlo
regresaremos felices y exhaustos al hogar y luego iremos a “mezclarnos con la
gente del mundo”. Y solo en esa entrega completaremos el sentido. Porque, como
decía Pablo de Tarso en la Carta a los Corintios:
Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y
toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas,
si no tengo amor, no soy nada.
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