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Convicciones y debilidades

Muchas historias nos muestran a personas con una vida más o menos estable, acomodadas en una cotidianidad previsible como un río calmo que va fluyendo sin demasiados sobresaltos por el tiempo, quebrado de pronto con la irrupción de un hecho inesperado que lo trastoca todo. En el nítido lienzo tranquilizador ha aparecido un desgarrón, en la límpida superficie se ha formado un remolino. Una pasión imprevisible, una pérdida atroz, una vieja herida que supura. El viaje, desde esa agitación, será ya inevitablemente distinto. Así es como la vida nos va llevando de etapa en etapa, nos obliga a cambiar de rumbo y nos recuerda la extrema fragilidad de nuestras certidumbres.


Muchas veces se trata de un seísmo, un empujón inapelable, y en ese caso no tenemos mucho que hacer, más que sobrevivir e intentar reconstruirnos después de la riada. Sufrimos un accidente y nuestro cuerpo queda afectado, y entonces tendremos que aprender a vivir con ese cambio. Muere un ser querido, y, después de un tiempo de andar sonámbulos por un mundo que se nos ha hecho extraño, el lento sedimento de los días va acostumbrándonos a ese paisaje nuevo en el que siempre perdurará un hueco doloroso. En estos casos no tenemos mucho que elegir, más que colaborar con la vida que por sí misma tiende a reorganizarse, resignarnos a esa pérdida continua que, como se ha dicho, es la vida. Hemos de avezarnos al dolor y a sus cicatrices, que siempre nos disminuyen un poco; hemos de consentir con ese menoscabo permanente que nos erosiona a través del tiempo.

Los psicólogos han estudiado los detalles de ese proceso de rebeldía frente al dolor que nos arrasa y la paulatina aceptación de lo que ya para siempre faltará. Afortunadamente, en esto, el tiempo siempre está de nuestro lado: mientras nos desgasta, nos enseña a perder. La luminosidad de la juventud se va atenuando, y a veces, habitantes de territorios de penumbra, miramos atrás y dejamos que la nostalgia nos acune con su dulce amargura. “Lo peor de envejecer es cuando uno se acuerda de la juventud”, sentencia, lacónico, el viejo Straight en la película de David Lynch, donde se nos presenta la Historia verdadera como se tituló en España el filme de un último viaje en pos del reencuentro con el hermano, una peregrinación tan simple Una historia sencilla, la titularon en Argentina que adquiere proporciones épicas, que nos recuerda la misma Odisea de Homero. Hay tanta verdad, tanta valentía, tanta aventura íntima en ese rescate obstinado de lo perdido antes de perderlo todo, que en los pequeños avatares de Alvin Straight creemos encontrar ecos de los heroicos sucesos del viaje de Ulises. Ambos se embarcaron en un largo y azaroso regreso a su casa, para encontrarla transformada por la inevitable mordedura del tiempo, pero ellos mismos cambiados en la larga travesía.
Vivir es cambiar, vivir es perder. Muy a menudo hay que elegir, y la endeble naturaleza humana se ve obligada a apelar a todas sus fuerzas ocultas cuando tiene que afrontar los hechos como dilemas. En ese punto, lo humano se hace gigante, o al menos guerrero. Al tomar decisiones, una pérdida impuesta por el destino nos obliga a precisar qué otras cosas perderemos. Una parte de la historia futura dependerá del camino escogido en la encrucijada. La conciencia de esa responsabilidad nos convierte de repente en héroes, casi siempre a nuestro pesar. Ese episodio de libertad resume nuestra naturaleza ética. ¿Contaremos la verdad o procuraremos refugiarnos tras nuevas imposturas? ¿Nos enfrentaremos abiertamente al Cíclope o renunciaremos a Ítaca? ¿Nos arriesgaremos a regresar en busca de los caídos, o correremos para intentar salvar nuestro pellejo? ¿Tendremos la sangre fría de sacrificar a la avidez de Escila a algunos de nuestros compañeros que podrían simbolizar una parte de nosotros: nuestra imagen, nuestra inocencia, nuestra entereza para que el resto podamos salvarnos, o nos expondremos a pasar junto al remolino de Caribdis, que probablemente nos engullirá a todos? En cada bifurcación de la vida nos enfrentamos a un dilema.

Y ahí es donde se encuentra, cuando lo conocemos, el protagonista de la película Locke, apasionante obra del británico Steven Knight. Al principio lo vemos salir de la construcción en la que trabaja como maestro de obras y subir a su coche. Todo se presenta de lo más cotidiano: ha terminado la jornada y es hora de regresar a casa, donde le esperan su mujer y sus hijos con todo preparado para disfrutar de un partido televisivo. El coche sale del recinto y se detiene en un semáforo. Mientras el rojo obliga a esperar, algo sucede: el protagonista tiene que tomar una decisión de la que dependerá su futuro. El semáforo abre paso y ya todo ha cambiado: en lugar de seguir recto, Locke se desvía a la derecha y se incorpora a la autopista. Ha optado por dejar que su vida, tan bien armada, tan convencional, se inmiscuya en el barro del mundo, se desmorone al impacto de una parte intrusa de la realidad, esa que el conductor decide afrontar cara a cara, aunque devaste todo lo demás. Cometió un error y elige pagar, por más que el precio sea el naufragio de todo lo valioso, conquistado pacientemente en muchos años de modélica ciudadanía. La vida ha sumido a Locke en su estrecho de Messina, y él ha optado… ¿por Escila o por Caribdis?
¿Qué lugar terrible era ese que le esperaba torciendo a la derecha? Era el hospital en el que una mujer está a punto de dar a luz al hijo de una infidelidad ocasional, un episodio ínfimo y atolondrado que no alteró en absoluto el tejido de su existencia, pero cuya consecuencia sacudirá el cosmos entero. Así son las cosas a veces: una sola debilidad, un instante en el que nos dejamos llevar porque nos sentimos solos y melancólicos, porque alguien nos dio pena, porque el entusiasmo y el alcohol tras un trabajo bien hecho nos hicieron temerarios… y aquello, que podía haberse diluido tras las brumas de lo insignificante, que podía haberse hundido bajo la montaña de trastos que va arrumbando el tiempo, crece por su cuenta y se convierte en un remolino que viene a arrastrarnos a su sumidero. Y de pronto hay que elegir: ¿acompañar a esa mujer frágil y sola que nos ha llamado para decirnos que está en el hospital a punto de parir a nuestro hijo, o apagar el teléfono y renegar de esa parte de nuestro destino? ¡Sería tan fácil…!

Todo a este lado parece más real: el trabajo, donde Locke es un técnico cualificado y reconocido, y además a punto de encargarse de la tarea más comprometida de su vida profesional; la familia, con su amorosa mujer y sus hijos esperándolo para ver juntos el partido… ¿Dejar que todo eso se venga abajo por alguien que es en el fondo una desconocida, que ni siquiera le resulta atractiva y por la que no siente el menor afecto, un hijo al que no buscó y del que podría desentenderse? “En todos los años que te conozco nunca, jamás, te había visto equivocarte como ahora”, le dice un amigo por el teléfono de manos libres, y nosotros probablemente pensamos lo mismo. Nos dan ganas de apartarlo del volante y ponernos nosotros a conducir, para que regrese a su casa. Pero a cada paso es más difícil. En cada conversación telefónica la película entera transcurre en el viaje de hora y media en automóvil hacia el hospital, Locke va cerrándose una nueva salida, convirtiendo su opción en destino irrevocable. “He tomado mi decisión”, le replica a su amigo y compañero de trabajo. Se lo cuenta todo a su mujer, a sabiendas que no le perdonará. Le dice a su jefe que al día siguiente no será él quien se encargue de la colosal instalación del hormigón, contando con que será despedido. “He tomado mi decisión”. ¿Por qué lo ha hecho? Porque es lo correcto. Y también descubriremos porque muchos años antes, en una situación parecida, hubo otro hombre que tomó la decisión contraria: su padre. La vida tiene extrañas maneras de hacer regresar a nuestros fantasmas.
Nuestra historia es una historia de bifurcaciones que han acabado haciendo de nosotros lo que somos. Muchas de ellas, si no todas, tienen una carga ética: nos plantean el desafío de elegir lo correcto. Pero, ¿cómo saber qué es lo correcto? Para el religioso, la respuesta es fácil: lo correcto es lo que establecen los mandatos del dogma. ¿Cuáles son los criterios para los demás? ¿Puede la sola razón distinguir qué es lo mejor? Kant creía que sí, y decretó su imperativo categórico: una cosa es buena si pudiera serlo siempre y para todos. Es un buen punto de partida, pero no de llegada: nos permite configurar un escenario mental ordenado, pero olvida la inmensidad de matices de que está hecha la realidad. Olvida, ante todo, que la ética no está nunca muy lejos de la emoción, y que son las emociones las que se imponen a la hora de elegir. Los científicos lo han confirmado: las personas afectadas por alguna disfunción en los centros nerviosos de la emoción son incapaces de tomar decisiones. Parece que el viejo Pascal acertó: el corazón tiene razones que la razón no puede comprender.

Cuando Locke decidió acostarse con aquella mujer, nueve meses antes, no lo hizo movido por razones, sino por la tristeza y el deseo. Es cierto que en esa acción no hubo, que sepamos, intención ética, y de hecho Locke la asume con un deje de vergüenza y arrepentimiento. Pero en realidad tampoco parece sentirse demasiado culpable: la encaja con estoicismo y solo pretende ser ético ahora, en el momento de afrontar las consecuencias. No se juzga a sí mismo demasiado por lo que hizo entonces, prefiere centrarse en hacer lo correcto ahora. A medida que lo vamos conociendo, intuimos que, junto a sus convicciones, hay muchos otros factores que le están empujando hacia el hospital: redimirse del dolor de haber sido un hijo abandonado, tal vez la necesidad de salir de esa rigidez convencional en la que había encerrado su vida, quizá el hastío de una familia demasiado perfecta… Nunca hay un solo motivo, ni siquiera somos nunca conscientes de todos los motivos, y lo que resulta más estremecedor: muchas veces, los motivos más poderosos son los inconscientes. Sartre nos dijo que no tenemos más remedio que elegir, pero la verdad de esa afirmación encubre muchas incertidumbres: ¿quién es el que elige? ¿Por qué elige en realidad? ¿Qué tiene más fuerza a la hora de elegir: la convicción o el arrebato?
Nuestros principios nos van perfilando en cada elección. Se diría que son los que trazan las líneas generales de nuestra historia, la fórmula con la que cocinamos nuestra existencia. Pero de pronto, un día aparece lo imprevisible, algo que escapa a nuestra fórmula, una excepción. Aparece fuera (una mujer solitaria en una noche mustia) o dentro (la urgente necesidad de calor, de una veta de alegría en el tejido de la tristeza); casi siempre, en ambos sitios: todo el escenario cambia, y nosotros en él. Por un instante apartamos a un lado los principios, nos dejamos llevar; podríamos considerarlo una debilidad, al menos desde el punto de vista de nuestras convicciones. Basta ese instante para cambiar nuestra vida. Como le dice a Locke su mujer: “Hay una gran diferencia entre ninguna vez y una sola vez”. En efecto: una sola vez es suficiente para que todo pase a ser distinto desde ahí, para que nuestro camino se adentre sin retorno en parajes inéditos.

Así que, si nuestras convicciones esbozan el rumbo de nuestra vida, los grandes acontecimientos que la dirigen tal vez sean nuestras debilidades. Del mismo modo que el error es la puerta de entrada de lo inesperado, la debilidad es la aliada de lo insólito. Por una debilidad podemos perder todo lo que teníamos, como Locke. Podemos incluso morir. Pero también podemos ganar algo nuevo. Y a la vida le encantan las sorpresas. La vida no nos quiere necesariamente coherentes, sino dispuestos a lo más extraño e insospechado, como nos avisó Rilke. Cuando Ulises llega a casa, se la encuentra llena de pretendientes que aspiran a casarse con su mujer, a la que suponen viuda. El viaje parecía haber acabado y sin embargo le quedaba aún el episodio principal: reinventar lo propio. En eso debe consistir la felicidad. Y por eso el final de la película nos deja un sabor a esperanza: Locke, ya cerca del hospital, se detiene en el arcén, tal vez dudando, a punto de sucumbir bajo el dolor de tanta pérdida; llama a su amante ocasional y escucha por el teléfono los gemidos de su hijo recién nacido. “¿Vienes?”, le pregunta ella. “Sí, ya voy”, contesta él, y arranca el coche, creemos que contento. Camus decía que hay que imaginar a Sísifo feliz: todo se ha derrumbado para que todo pueda volver a empezar. Dichosos los que están a la altura de sus debilidades.

Comentarios

  1. He de decir que en este caso me ha quedado un poco de mal cuerpo. Me ha removido y conectado con circunstancias de mi propia vida, de las que aprendí mucho, por considerarlos errores.
    Mi mente ( y mi decisión) de responsabilizarme a mí mismo de las cosas que me ocurren, de pretender "controlarlo" todo, curiosa y contrariamente a lo que debería suceder, me generan inseguridad. Inseguridad y miedo. Miedo porque esos sentimientos, que yo racionalizo pretendiendo controlar su resultado, me muestran al hacerlo, justo lo contrario. Lo vulnerable que soy a tener que resignarme a que, por mucho que quieras hacer y mucho que pretendas prepararte, infinidad de cosas que marcarán mi futuro, no dependen para nada de mí. Ni siquiera las que creo inamovibles.
    Miedo a que, trabajes por algo toda tu vida, y todo pueda quedar en nada, por los malditos arrebatos.
    Me vienen a la cabeza dos frases. Una, de un hermano mío: " Tú puedes ser la persona idónea para ese puesto, el mejor preparado, el más cualificado, pero no hay nada que supere el "caer bien"".
    Y la otra, es una que yo solía decir, de forma resignada: " Todo lo que creas que buscas o deseas encontrar en la otra persona ( refiriéndome a una pareja), se anula en el momento en que te enamoras". O dicho de otra manera: " Resulta que crees tener claro lo que quieres, y después aparece el enamoramiento, y toda esa seguridad, no te sirve de nada".
    He dicho que me dejaba mal cuerpo el tema, porque me muestra la poca certeza y seguridad en casi todo y me obliga a moverme en la incertidumbre, sitio nada agradable.
    Aún así, busco argumentos para que una idea que me generaría tranquilidad y seguridad tome forma de certeza: Amar también es una decisión.

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  2. Admiro la claridad y la precisión que has alcanzado en este comentario, que yo consideraría un artículo con mayúsculas. ¡Qué puntería en lo importante, qué rotundidad en su expresión!
    Aquí van unos breves apuntes para hacer compañía a los tuyos.
    Lo que he intentado expresar en el artículo se resume en esto: ¿hasta qué punto son errores nuestros errores? O, mejor: ¿Hasta qué punto el error no es la fisura por la que la vida se cuela en nuestras supuestas seguridades, solo por abrirnos nuevos caminos?
    Y sí: la esencia de la vida es inseguridad. Y tal vez en el fondo estemos de su parte. Creemos estar manejando el timón cuando, muchas veces, son el viento o las corrientes los que nos dirigen. No podemos evitar aspirar a la seguridad y al orden, pero tenemos que tolerar esas vueltas de lo inesperado. Es la historia de la existencia humana: el pulso -ineludible, inagotable- de la voluntad con la facticidad. La piedra de Sísifo, que tanto cuesta subir para que al final caiga de nuevo: "Hay que imaginar a Sísifo dichoso", concluye Camus en su magnífico ensayo. ¿Hablas de decisión? En efecto: tras cada caída, Sísifo decide retomar el ascenso. Eso es vivir: arrégleselas cada cual como buenamente pueda.
    Fuerte abrazo.

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  3. Creo que la cuestión vendría por "el control en el caos", sentirse tranquilo y seguro en un terreno intranquilo e inseguro, en un caos.

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