Mirarse demasiado a
uno mismo conduce casi siempre a la tristeza. Porque estamos hechos para mirar
hacia fuera, para proyectarnos en el mundo. Y porque el espectáculo de nosotros
mismos suele ser triste; o mejor dicho: solemos enfatizar lo triste cuando nos
convertimos en espectáculo.
Yo he mirado en mi
interior muchas veces, como indagando una pauta perdida, un hilo de Ariadna que
me condujera a la salida del laberinto. He escudriñado porque, como Narciso,
estaba prisionero del asombro o de la fascinación. He observado con tristeza y
a veces con angustia, porque al mirar me extraviaba aún más, me hundía como en
un pantano de cieno, donde no me ahogaba pero tampoco podía respirar.
Y de ahí solo sacaba
una congoja abstracta, existencial, que emanaba de los mismos cimientos recónditos
del ser. La confusión del ser desconcertado. Ni siquiera podía pensar en ella
con claridad: me engullía como una nebulosa. No era más que miedo y angustia en
estado puro. Intentar descifrarla nunca me llevaba a ningún sitio. Y solo se
aliviaba cuando la vida, con sus reclamos, me obligaba a dejar de pensar.
El problema de la rabia y la
tristeza es que si no se resuelven y se expresan en cuanto aparecen, se cuelan
por todos los rincones del alma, acaban inundándolo todo e inmovilizándonos, y
uno acaba sin saber por qué está deprimido, estando triste porque está triste.
Allá donde te vuelves solo encuentras el reflejo de tu propia cara acongojada,
tus ojos que inquieren y que no encuentran respuesta. La rabia y la tristeza,
cuando no salen para que se las lleve el viento, se apelmazan en las tramas del
ánimo y atascan nuestras aguas estancadas.
Y cada movimiento no hace sino
hundirnos más en el pantano.
Las tinieblas del alma no son
deseables, y el ensañamiento morboso con el que a veces nos revolcamos en ellas
aún lo es menos. Sin embargo, quizá haya que respetar algo en ambas cosas
cuando se presentan.
En la noche oscura, quizá
debamos reconocer, como aconseja Thomas Moore, uno de los lenguajes del alma,
un modo de caminar o de buscar, de recogerse y tantearse, que hemos de aceptar
y honrar. En la testarudez depresiva y sus espantos quizá debamos ver, también,
un esfuerzo por salvarse: como Jacob, algo en nosotros lucha cuerpo a cuerpo
con el ángel, decidido a no soltarlo hasta que nos bendiga y nos dé un nuevo
nombre.
No puede ser bueno quedarse en
la tristeza, porque la mayor parte de su sufrimiento es baldío. Sin embargo, si
la dejamos hablar, si la aprovechamos para mirarnos en un espejo distinto,
puede que salgamos de ella con algún nuevo don, con una pista, con una
bendición. Aunque solo sea el cansancio que nos redime y deja ir los empeños
obcecados, o bien al contrario, la determinación más firme de vencer nuestra
pereza y no volver a caer en ese agujero.
Porque los seres humanos somos
cómodos y nos apegamos a lo conocido, aunque nos perjudique. Y solo un empujón
nos obliga a salir de la modorra y cambiar de dirección.
Por mi parte, creo que les debo
algunos dones a mis tristezas, y que si regresé tantas veces a ellas no fue
porque no me bendijeran, sino porque al salir fui perezoso y poco constante y
olvidé en seguida la lección. Algo continúa pendiente de solución. Por eso
vuelve, una y otra vez, y como un alma en pena insiste y me mantiene
encadenado. ¿Qué pasará si, como sospecho, no puedo resolverlo? ¿Me consumiré,
o aprenderé a caminar aunque con ese lastre no pueda llegar tan lejos como
soñaba?
En primer lugar debería hacer
las paces con los límites de mi vida. Luego, preguntarme qué es lo que
realmente puede darle sentido dentro de esos límites: no simplemente lo que
deseo, sino lo que puede y debe ser hecho. Y usar la inteligencia y lo
aprendido para avanzar en esa dirección, nos lleve a donde nos lleve.
Es así de simple ―y de difícil―: delimitación de lo posible,
definición de lo correcto, resolución para cumplirlo. Hace falta lucidez y
coraje: a qué debo renunciar aunque me pese, a qué no debo renunciar aunque me
cueste. A veces la línea que separa lo impropio de lo imprescindible es sutil.
Es hora de renunciar a que en la convivencia se me ofrezca la comprensión y el
cuidado que se otorgaría a un niño; porque ya no soy un niño, porque ya es
tiempo de envolver en un hato y echar al hombro los temores y las decepciones,
y caminar por propio pie y hacerme cargo de mí mismo. En cambio, no debo
renunciar a que se me escuche con respeto, es decir, tomando en serio mis
reclamos con ánimo abierto, dándoles al menos la oportunidad de responderles no.
Para lo primero necesito el coraje de la resignación y la renuncia; para lo
segundo, el coraje de franqueza, la mía y la de los otros. Y, para ambas cosas,
discernimiento, serenidad, madurez.
Cuando uno se siente mejor —un
día claro, regresar del trabajo, una hora de libertad arrancada a los deberes…—,
es fácil olvidar las tempestades a las que sobrevivimos. Uno tiene, o quiere
tener, la impresión de que los nubarrones de congoja, cuando se disipan, lo
hacen para siempre. Pero las borrascas se quedaron cerca, porque no salieron
del alma, porque las cosas no cambian si uno no cambia; y volverán.
No deberíamos olvidar demasiado
aprisa, por fatigados que estemos, por mucho que el ansia de luz y de calor quiera
apresurarse a dejar atrás el dolor. Si hemos empezado a desbrozar el camino
correcto, hay que seguir por él para que no lo vuelva a borrar la hierba.
“Cuando llegues a la cima, sigue subiendo”, anima la sabia divisa budista. Porque
quizá no lo sea esta vez, porque es probable que no lo sea nunca.
Hace falta coraje para afrontar los deseos: para
renunciar a ellos y también para aceptarlos. Hace falta fortaleza para aceptar
que lo perdido está perdido, y también para estar a la altura de lo que aún es
posible. Hace falta valentía para plegarse a los guiones de la vida, sin
entenderlos y hasta sin apreciarlos, y pensar que están siempre por encima de
los nuestros: los que escribiría nuestro limitado capricho. Hace falta entereza
para defender la alegría, para levantarla piedra a piedra por más veces que nos
la desmoronen. Todo esto nos lo enseña la tristeza si sabemos mirarla a los ojos
sin quedarnos atrapados en ella.
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