André Comte-Sponville
habla de la necesidad de desesperar, esto es, de renunciar a la esperanza.
Esperar es, en efecto, proyectar en el futuro (lo imaginario) una tierra
prometida donde vivir, y por tanto dejar de hacerlo en el presente (lo real).
Para regresar a la única vida que tenemos, cruda y doliente, pero también
gozosa; para renunciar a vivir entre espectros, hay que desesperar, hay que
consentir en que el futuro, con su racimo de posibilidades, deje de ser la
coartada para no habitar el presente.
Comte-Sponville
señala el camino del silencio. Si pudiésemos retirarnos, aunque solo fuese por
unos días, por unas horas, a un rincón de silencio puro en el que pudiésemos
resguardarnos de los ruidos del mundo, tal vez regresar a la vida sería menos
agotador y más interesante. Habría que poder desnudarse de todo eso con lo que
hemos aprendido a identificarnos: desistir de ser nosotros, adentrarse en un
baño de olvido que nos dejara en estado de gracia. Porque sobrellevar los días
con el pesado fardo de nuestra identidad —recuerdos, deseos, rabias y
tristezas, también esperanzas— es lo agotador. Nada de eso es verdad, o casi
nada, y sin embargo no podemos dejar de creerlo, porque, sea por falta de
imaginación o de valentía, no podemos concebir otra cosa más allá. Hay que
atreverse a dejar ir todas esas fantasías, al menos en parte, al menos de vez
en cuando. Puede que el único valor que se nos pida sea atrevernos a renunciar
a las mentiras aunque no podamos conocer las verdades.
Casi siempre he
sufrido con la secreta esperanza de que cada día el dolor iría a menos, como si
se tratara de un depósito que se vacía y no se renueva (o lo hace más
lentamente). Presentía que detrás del sufrimiento habría otra cosa, y el mero
hecho de transitarlo bastaría para acercarse a esa región prometida. También se
me ocurría —en aras de la promesa cristiana, como la de tantas religiones— que
sufrir podía ser la cuota con la que iba saldando una misteriosa deuda
primigenia, inexplicable pero implacable, y que ningún dolor quedaría sin ser
anotado en el debe y el haber del universo.
Así eran mis
fantasías cuando aún era inexperto y fácilmente seducible por la esperanza.
Envejecer, supongo, es en definitiva ir renunciando a las esperanzas. Y he
envejecido. El tiempo ha hecho amarillear las vívidas perspectivas, y el
paisaje ha quedado encogido y lechoso. ¿Es esto la sabiduría? Claro que no, es
solo cansancio. Es tener cada día menos fuerzas para inventar el futuro, y para
confiar en que nuestros inventos se realicen. Admito que los sueños son
hermosos, y a veces añoro aquella expectación emocionada que me hacía más
alegre y vivaz. Pero doy la bienvenida a ese agotamiento de la voluntad ilusa,
porque me da la posibilidad de mirar el mundo con ojos limpios, porque me
libera de la esclavitud de las esperanzas.
¿Se puede vivir sin
esperar nada? Creo que sí, a condición de que tampoco añoremos ni huyamos de
nada. Hay que equilibrar los platillos del futuro y del pasado, retirando paralelamente
peso de ambos. Somos plantas que han crecido enfermas y enfermas han pasado la
vida. La herida era demasiado profunda para tener cura; todo lo más, se podía aprender
a sobrellevarla mejor. ¿Por qué no nos lo dijeron? Yo creí sinceramente en la redención
del progreso y la mejora. Creí en los dones absolutos de la experiencia. Luché:
casi siempre mal, pero luché. Tenía que bastar con la fe y la insistencia para que
un día me levantara capaz, por ejemplo, del amor. Y, sin embargo, hoy me doy
cuenta de que no he hecho mucho más que caminar en círculo; supongo que, secretamente,
me resistía a alejarme de la turbia patria originaria; supongo que era yo el
que, como Penélope, desbarataba de noche las buenas intenciones de quienes me
quisieron de día. ¿Por qué? Por miedo, por pereza; porque, sencillamente, no podía
salir de mí para volver a mí. Desesperar es renunciar a nuestra aspiración heroica
a reconstruir todas nuestras ruinas.
El pasado no debería
hacernos felices, ni tampoco desdichados. El pasado, aunque no podamos evitar llevarlo
puesto, tendría que languidecer poco a poco en nuestra mente, como hacen los
muertos plácidos en la memoria. El tiempo nos roba la alegría de los espectros
y, no obstante, los sufrimos con el dolor intacto. Hay que cansarse de sufrir. Hay
que desengañarse del pasado, y aceptar que no hay nada más allá de este
presente, por árido que pueda parecerles a nuestras ilusiones.
Hacen falta mucha
honestidad y mucho coraje para renunciar a ese poder amargo y caliente que nos
da ensañarnos con nosotros mismos, reprocharnos no haber estado a la altura de
nuestros anhelos; para dedicarse a uno mismo la misma comprensión tibia que se
otorgaría a cualquiera. Hace falta una ecuanimidad muy firme para tratarnos con
justicia y deponer nuestro poder autodestructivo para internarnos en la larga,
incierta y trabajosa aceptación. Un humilde desnudarse de disfraces, enterrar
uno a uno los pedazos de nuestras máscaras fallidas. Ese acto de entrega quizá
le quede corto a nuestras fantasías grandilocuentes, pero nos regalará el único
escenario agridulce en el que es posible vivir. Que tal vez no sea más que
sobrevivir, y muy a menudo transigir con lo doloroso y aceptar que siempre
habitaremos más o menos lejos de nuestros sueños. Es inútil resistirnos a ese
exilio, y patético empeñarnos en no admitirlo.
Para el que opta por la vida, no hay otro camino que
transigir. Algunos entusiastas dicen que se trata de aceptar, pero no de
resignarse. No acabo de entender la diferencia. Resignación: a que la vida no
sea una aventura tan bella como ansiábamos, y a que nosotros tampoco seamos
héroes. Resignarse a lo poco que se nos ha querido, y a los muchos que no nos
querrán. Resignarse a que no hay más paraísos que los perdidos ni más logros
que los modestos goces tras un largo esfuerzo jalonado de fracasos. Resignarse a
que más pronto que tarde desapareceremos y se nos olvidará, y el mundo seguirá
tan indiferente como cuando lo habitábamos. Desesperar.
A Jesús
Solo esperamos lo que no es; y solo amamos lo que es. A. Comte-Sponville.
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