Hablar sobre el
silencio ya es romperlo. Pensar sobre el silencio es vulnerarlo. Y, sin
embargo, sentir no es suficiente: pensar y hablar es nuestro modo de
apropiarnos de las cosas, de compartirlas, de recrearlas. Atrevámonos, pues, a
traicionar al silencio por un rato.
Somos seres gregarios
y ruidosos. Nuestra reunión consiste siempre en una algarabía. ¿Por qué no?
También las cataratas y los truenos son belleza resonante. Y las estrellas
mueren con un ruido mudo que sería mortal si no las envolviera el vacío.
Pero a veces el ruido
nos embota. El ruido omnipresente de las palabras, de las máquinas, de las
emociones, del formidable teatro de nuestra vida en común, llega a colmar
nuestro espacio. Demasiada exigencia, demasiado trasiego que nos ofusca.
Entonces, alejarnos de esa nube zumbadora y recogernos en una isla puede reavivar
nuestro ánimo aturdido.
La penumbra de una
tarde otoñal, aún no rasgada por el frío; el paseo invernal por una playa poco
concurrida, latiendo con las olas; un recodo del bosque donde los árboles nos
guarecen y atisbamos indicios de antiguas guaridas del misterio. No se puede
glosar cuánto de reparador, de reconciliador, de restituidor llega a haber en
estos ámbitos.
En el silencio, es
cierto, vendrán a nuestro encuentro otras agitaciones: los ruidos de dentro, a
veces más importunos, más abrumadores. En el silencio encuentran su oportunidad
los rumores de nuestros arroyos subterráneos: un temor contenido, una vieja
deuda que pasa cuentas, un anhelo que pide ser escuchado. También es sanador
dejar expresarse a nuestros sueños. ¡Bastante los acallamos en la confusión
cotidiana! El alma tiene que contarnos sus secretos.
Así, yo creo que en
el silencio hay más presencia que ausencia. El silencio es una oportunidad para
la atención, el reencuentro con la mirada interior, el brote de la ocurrencia
creativa. Hace falta espacio para que surja lo nuevo, o para que lo viejo nos
hable con palabras nuevas.
Puede que esa novedad
nos dé miedo; así suele suceder con todo lo imprevisible, lo que amenaza con
rasgar la apelmazada urdimbre de nuestra cotidianidad. Tal vez por eso el
silencio nos cuesta tanto, y procuramos llenarlo de sonidos tranquilizadores.
En cuanto llegamos a casa ponemos música o encendemos la televisión; en los
bares nocturnos y en las discotecas, lugares adonde acudimos para
relacionarnos, la música suele atronar de tal modo que apenas se puede
conversar, o hay que hacerlo a gritos. Un súbito silencio en un encuentro nos
resulta incómodo: parece que la compañía tiene que estar siempre llena de
palabras. Y, sin embargo, ¿podría haber música o palabras sin un fondo de
silencio?
Pero tenemos parte de
razón en temer al silencio. Como todos los abismos, posee tanto de fascinante como de terrible. Hay silencios que nos aplastan como estallidos de
vacío. Puede haber silencios excesivos y dañinos: los que solo abren abismos
sin insinuar su fondo, los que no fructifican; los que, como los agujeros
negros, se lo tragan todo y no dejan salir nada. El silencio viscoso, el de los
tristes y los prisioneros, de los extraviados y los reticentes. Los silencios
de las casas vacías y de los jardines abandonados. Hay que ser prudente con
ellos.
De joven viajé a
Ibiza en solitario, buscando diversión; creía que la aventura (lo que yo entendía,
de manera más bien confusa y atolondrada, por aventura) llega por sí misma, y
que, como los autobuses, basta con ir a esperarla. Pero yo era demasiado
cándido y apocado, me faltaban temeridad y atrevimiento… y también dinero.
Además, la mayoría de la gente que me rodeaba eran extranjeros, y yo no tenía
ni idea de inglés. Al cabo de unos días de vagar por calles y tomar copas
solitarias me parecía notar la boca aturdida de no hablar. Me sentía enterrado
bajo una losa de silencio y desamparo. He estado solo a menudo, a veces a gusto
y otras no tanto, pero nunca he sentido una soledad tan parecida al naufragio.
Creí estar atrapado en un silencio del que no lograría salir.
Por suerte, he
conocido otros silencios fecundos y reconfortantes. Por ejemplo, practicando
meditación. La meditación es la búsqueda deliberada de un estado de silencio.
Quiere llegar allí donde las ideas se detienen, el punto donde se disipan como
una niebla vespertina, dejando el mundo desnudo, y nosotros en el mundo. Porque
los pensamientos, los que nos fascinan y los que nos amedrentan, tampoco son
toda la verdad, a veces solo son juegos de la imaginación, tanteos del presentimiento,
páginas dobladas en el libro de la vida, esbozos de pasados o futuros
extraviados. Salen de las simas de la mente y a ellas han de acabar volviendo;
rompen en las costas de nuestra conciencia y deben tener su bajamar, su brisa
esparcidora de la espuma. Lo que cuenta es la vida, porque, en definitiva, hay
que vivir.
Entonces viene el silencio
genuino, el que aquieta el ánimo como un remanso, el que nos permite yacer
sobre la tierra y, respirando hondo, nos consiente ser una dichosa nada. Llegar
a ese lugar de simpleza absoluta es, simplemente, haber llegado.
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
Antonio Machado
Comentarios
Publicar un comentario