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A vueltas con la disonancia

Si nuestra mente no generalizara, si no estructurara el mundo en conjuntos y contrastes, nos sería imposible pensar. El mundo sería un maremágnum de puntos minuciosos donde pereceríamos sin poder agarrarnos a ninguna forma ni sentido. Percibir es trazar esquemas irreales sobre una realidad inabarcable, como se perfilan constelaciones en la infinidad del cielo estrellado. Pensar y sentir también deben serlo, según adujo Kant. El conocimiento aspira a aproximarse a esa «realidad» de la que fuimos expulsados sin retorno, y que suponemos que existe precisamente porque nos pasamos la vida construyendo mapas de ella. Aun sabiendo que a menudo nos engañamos mucho y siempre un poco, contamos con que debemos estar haciéndolo sobre algo que realmente se encuentra ahí.  Comprender cómo construimos nuestra percepción del mundo tal vez no nos exima de engañarnos sobre él, pero al menos puede servirnos para ser más cautos con nuestras certezas. Un artefacto de la percepción que siempre me asombr...
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Aburrimiento

El tedio es el testigo del adormecimiento del deseo, de una vitalidad aturdida. Uno se aburre porque deja de proyectarse hacia el futuro, como cuando desea, y queda empantanado en la facticidad del presente. Pero al amortiguar el deseo ofrece también la oportunidad de no vivir en la carencia (puesto que el deseo es carencia, es lo que falta). La ocasión de habérselas con la vida tal como es, reconciliándose con su aurea mediocritas. Y rescatar así lo que realmente es el gozo: plantarse aquí y saber fundar en ese aquí (vulgar, desvaído, aburrido) la belleza del mero estar, sin desplazarlo a las brumas del futuro. La belleza del aburrimiento es el esplendor de lo anodino: de la presencia, que nos parece menos luminosa que nuestros sueños solo porque renuncia a la tensión de la carencia. Hay que saber aburrirse, es decir, saber habitar el tedio y encontrarle sentido. Hay que dejar que la vida también se suma en el légamo grumoso de la melancolía, en el espesor de la facticidad. Y para eso...

El billar de Spinoza

Nuestros días son montañas rusas. Un alud de sensaciones se suceden a ritmo enardecido, como respuesta a lo que nos pasa. La señora del estanco nos dedica un comentario simpático, y salimos sonriendo por la puerta. Un coche no se detiene cuando vamos a pasar, y nos encendemos de indignación. Creemos naufragar cuando comprobamos que la cartera está vacía. Al lento ascenso le sigue una caída vertiginosa. Y allá vamos nosotros, atados en nuestra vagoneta, sometidos a sus ascensos y sus caídas, sin saber muy bien qué podemos hacer. Spinoza creía que no podemos hacer mucho. El mundo es como un tablero de billar lleno de bolas que nunca se están quietas. De vez en cuando, lógicamente, chocan. Algunos choques nos transmiten potencia, o al menos nuestro impulso se impone, y esa sensación de fuerza es la alegría; otros impactos nos empujan de golpe al agujero, y esa caída delinea la tristeza. Así, nuestra potencia, el conatus , se pasa el tiempo aumentando o disminuyendo, oscilando entre alegrí...

Orgullo y humildad

El orgullo es la materia prima del amor propio, el arrobo de la autoestima. Cuando dudamos de nuestra valía, nos aporta razones para darle un empujón, al señalarnos méritos y cualidades dignas, como explica María Moliner. Ella distingue esta acepción «no reprobatoria» de aquella otra que equivale a arrogancia. Es interesante que el término presente tal ambivalencia, que sugiere una conexión entre ambos sentimientos, en una especie de continuo que tal vez conduzca sutilmente de uno a otro. Aristóteles alababa la legítima satisfacción por un mérito, y la asociaba a la magnanimidad: «El honor sin contradicción es el más grande de los bienes exteriores al hombre». Pero esa autocomplacencia, por justa y ajustada que resulte, puede inflarse como una burbuja, desplazándose entonces hacia la poco virtuosa soberbia, ilusa y arriesgada: igual que todo exceso, es probable que nos confunda, como al cuervo del cuento. «Los vanidosos ponen en descubierto cuán necios son y cómo se desconocen a sí mis...

Cinismos

El cinismo es una estocada sin sangre, lanzada de refilón y con bastante mala leche. Una finta tan diestra como traicionera, tan sofisticada como mezquina. Raudal brioso pero turbio, arrogancia brillante pero cruel, suficiencia a veces justificada pero casi siempre injusta. El cinismo no puede merecer elogios: su cometido es hacer daño, pellizcar donde duele, pinchar donde escuece. No pretende hacer de la vida un lugar mejor, y a menudo, en cambio, la descompone. Pero nada de eso lo condenaría definitivamente ―a fin de cuentas, la vida es colisión y lucha, y las relaciones están hechas tanto de saña como de afecto― si no fuera porque se basa en la humillación, porque falta al respeto y corroe la dignidad.  No hay en su aparato la menor grandeza. Es ladino, miserable, traicionero. Aparenta valor por su descaro, pero a menudo la desvergüenza le sirve de coartada para nadar y guardar la ropa. Puede sugerir finura solo porque es avieso y ataca sin ruido, como las serpientes, pero su es...

Haber nacido

¿Hay que alegrarse de haber nacido? Depende de cuándo nos lo pregunten. Todos hemos pasado por vicisitudes en las que la muerte se nos antojó una liberación. Aun así, seguimos vivos, y eso, que no demuestra nada con respecto al valor de la vida, sí dice mucho de cómo nos aferramos a ella. Lo dijo Spinoza y lo confirma la biología: «Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser». El propio suicidio no es un rechazo de la vida, sino una rebeldía o una desesperación en el marco de unas circunstancias concretas. Pero perseverar no es alegrarse; se puede hacer desde la resignación y desde la amargura; se puede hacer sin querer (porque lo quiere esa parte de nosotros que no controlamos). El sufrimiento es un poderoso argumento contra el valor de la vida, y Schopenhauer se mostraba pesimista al respecto. Para él, la inevitable tendencia humana a desear nos aboca a una permanente insatisfacción. «Solo cuando preocupaciones y deseos enmudecen surge el soplo de libert...

Vivir cien años

¿Quién no querría vivir cien años? Por lo menos. Bueno, yo apostillaría aquello de que más vale calidad que cantidad, pero no me engaño: seguro que, cuando llegue el momento, regatearé un minuto más. La verdad es que no tengo prisa para palmarla. Es bonito ver salir el sol, incluso con dolor de muelas. Estamos hechos para vivir, y lo más feo de la muerte es que luego no te dejen volver. No sé qué optimista ha publicado un libro para prometer a sus lectores que, de aquí a nada, todos viviremos cien años. Basta con que (siguiendo sus infalibles consejos) nos cuidemos un poco, y que no dejemos de ser, por supuesto, muy positivos; los avances de la medicina harán el resto. Bienvenida sea la noticia, ya digo, no será por falta de ganas. Qué pena que uno, con la edad, se haya vuelto más bien escéptico, y poco propenso a dejarse seducir por entradas gratuitas al País de las maravillas.  Todo el mundo cien años… ¡Menudo problema para la Seguridad Social! Si el capitalismo ha llegado a un p...