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Complejidad y cautela

Las cosas parecen simples solo cuando se miran desde fuera, con la suficiente distancia para que nos pasen desapercibidos sus detalles. Por eso, las causas suelen ser más complejas que su manifestación. Cuando juzgamos a alguien extravagante nos estamos limitando a clasificarlo en una categoría, sin contar con que los conceptos forman parte de nuestro modo de simplificar la complejidad dinámica del universo; tras esa etiqueta encubrimos la minuciosidad de una historia, con sus múltiples sucesos, sus placeres y sus sufrimientos, sus luchas y sus derrotas, sus motivos para lo que nos parece desatino. Si queremos hacer algo más que juzgar, si queremos comprender y apoyar, no tendremos más remedio que hilar más fino, y acercarnos a la persona como algo vivo, dinámico e inabarcable, es decir, aproximarnos con una prudencia y una apertura infinitas. Ya que no podemos evitar las ideas preconcebidas, manejémoslas al menos con la misma precaución que tendríamos con una sustancia inflamable, com...
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De creencias y descreimientos

Las convicciones y las creencias rigen nuestra vida, y vivencias tan asombrosas como el enamoramiento o la fe religiosa pueden marcar la frontera entre la felicidad o la desgracia. Dediquémosles algunas reflexiones. En el enamoramiento, como en la fe o en cualquier otra devoción, el momento decisivo es la entrega , el pasaje de adhesión a pesar de la ambigüedad, la incertidumbre e incluso los impedimentos (o quizá precisamente como reacción a todo ello). La convicción de una creencia no se basa en las pruebas ni en los razonamientos, sino en una afirmación directa, una toma de partido ciega y concluyente, a partir de los afectos placenteros que inspira una inclinación emocional. Es el triunfo irracional y ferviente de lo afirmativo, el empeño gratamente obstinado en dar forma al material fangoso y escurridizo de la realidad.  El creyente (el enamorado es un creyente) enfoca su voluntad y la vierte en una decisión, trocada en convicción por la misma fuerza de su entrega. Aquí cobra ...

El arte de la enmienda

A la hora de hacernos una imagen de los demás (y también de nosotros mismos, aunque ese es otro problema), solemos traducir en definiciones categoriales lo que en un principio son meras sensaciones, decantamientos hacia un lado de la balanza en la que oscilan los platillos de lo atractivo y lo repulsivo. Sucede, sin ir más lejos, en la dicotomía simpático/antipático: este me cae mal, aquella me cae bien; esta idea de «caer» trasluce lo que la sensación tiene de peso o desnivel, de cabeceo a babor o estribor según golpeen las olas. Lo llamativo es que, desde el momento en que alguien «nos cae» en una dirección, todos los duendes se confabulan para confirmar esa primera impresión. Es la fuerza universal de la llamada disonancia cognitiva/afectiva, que empieza condicionando la percepción: lo que nos da la razón resultará mucho más visible y nos parecerá mucho más probable; en cambio, lo que nos contradice pasará desapercibido o será rápidamente descartado, casi siempre sin el debido rigor...

¿Qué sentido?

No sé si hay cuestión más dramática y paradójica, más dolorosamente humana, que la del sentido. Esperamos que nuestra existencia esté justificada, aunque desconozcamos el tribunal; que merezca la pena de algún modo, aunque nadie tenga una idea clara de qué modo pueda ser ese. Tal vez en la impresión de haber servido de algo, como nuestras herramientas y nuestros trabajos, que se explican respondiendo a la pregunta: ¿para qué? O insinuando, al menos, de dónde procede, quién o qué la fundó, y —una vez más— con qué propósito. A pocas vueltas que se le dé, la pregunta por el sentido pierde todo el sentido. Y, aun así, nos sigue estremeciendo como un escalofrío ante los cielos estrellados y en las horas oscuras. La vida no necesita sentido. Se basta a sí misma, suceder es toda la cuenta que espera y que da. El ser es, y se agota siendo. Arrojado en medio del vacío, cumple con el impulso de perpetuarse y perece sin profundidad. ¿Por qué habría de mirar más allá?  Nuestro problema reside ...

Gato por liebre

En la feria de las interacciones sociales, podemos permitirnos ser benévolos, pero no ingenuos. La inocencia es una pulcritud que conviene ir embarrando, mientras dejamos que nos curta la experiencia. La sagacidad nos da la ocasión de probar a ser magnánimos con fundamento, no por ignorancia. Tampoco se trata de parapetarnos tras una suspicacia despectiva o cínica, pero resultaría cándido olvidar que, como canta Pedro Guerra, «lo que hay no es siempre lo que es, y lo que es no siempre es lo que ves». En general, podemos contar con que todo el mundo intenta sacar el máximo partido posible al mínimo precio. Incluso cuando no es así, es así. El solidario siembra semillas de una colaboración que espera que se le dispense cuando la necesite. El filántropo apacigua la conciencia o gana en prestigio. El altruismo se nutre de la expectativa. Todos esos pactos son buenos cuando son honrados, porque hacen la vida mejor para todos, que es de lo que se trata. Pero no dejan de ser pactos. Y en su m...

Ni ilusos ni derrotistas

Frente a un aluvión recalcitrante de pensamiento positivo, pletórico de contento y encantado de haberse conocido, bulle un grupillo de filósofos y opinadores críticos que se esfuerzan por abrirnos los ojos a la penosa realidad del Matrix neoliberal; sano contrapeso del conformismo iluminado de la autoayuda, cargado de una incisiva sensatez. Sin embargo, después de leer a estos lúcidos pesimistas, uno tiene a menudo la angustiosa sensación de quedar atrapado en un estercolero sin salida. Se siente uno presa de una idiotez universal que, sin remedio, nos empuja en manada al abismo. Por fortuna, basta interrumpir las disquisiciones —las ilusas y las sombrías— y hacer una llamada o salir a la calle, para comprobar que el sol sigue despuntando por las mañanas, que la gente se ayuda y se fastidia y se las apaña mal que bien como ha hecho siempre, y que la situación, como dijo el otro, es desesperada pero no grave, o al revés. En definitiva, que las cosas van mal, que llevamos una vida delira...

Del pedir y el sustraer

¿Por qué pedirte el bolígrafo en vez de quitártelo? Se diría que tomarlo por las buenas es más directo y sencillo, y encima me permitiría apropiármelo. Simple de mí, me asombra que la mayoría de la gente opte por la solicitud y el préstamo. Admito que, desde un ángulo estrictamente pragmático, pedir en lugar de afanar me dispensa del desasosiego de ocultarme, una tensión añadida y un quehacer superfluo que requeriría mi atención y mi tarea de encubrimiento. Al mismo tiempo, evita los posibles incordios de ser descubierto (o considerado sospechoso); si conservo tu confianza, es más factible que cuente con tu colaboración, y nunca se sabe.  Es verdad que tu favor me impone la contrapartida de ayudarte si tú lo pides, y a nadie le gusta estar en deuda. Pero, en un plano más sutil, al mismo tiempo hilvana un vínculo positivo entre ambos, lo cual, de nuevo, hace más probable tu cooperación. Al pedir te confirmo digno de confianza, te atribuyo un estatus positivo y apoyo tu autoestima; s...