Si nuestra mente no generalizara, si no estructurara el mundo en conjuntos y contrastes, nos sería imposible pensar. El mundo sería un maremágnum de puntos minuciosos donde pereceríamos sin poder agarrarnos a ninguna forma ni sentido. Percibir es trazar esquemas irreales sobre una realidad inabarcable, como se perfilan constelaciones en la infinidad del cielo estrellado. Pensar y sentir también deben serlo, según adujo Kant. El conocimiento aspira a aproximarse a esa «realidad» de la que fuimos expulsados sin retorno, y que suponemos que existe precisamente porque nos pasamos la vida construyendo mapas de ella. Aun sabiendo que a menudo nos engañamos mucho y siempre un poco, contamos con que debemos estar haciéndolo sobre algo que realmente se encuentra ahí. Comprender cómo construimos nuestra percepción del mundo tal vez no nos exima de engañarnos sobre él, pero al menos puede servirnos para ser más cautos con nuestras certezas. Un artefacto de la percepción que siempre me asombr...
El tedio es el testigo del adormecimiento del deseo, de una vitalidad aturdida. Uno se aburre porque deja de proyectarse hacia el futuro, como cuando desea, y queda empantanado en la facticidad del presente. Pero al amortiguar el deseo ofrece también la oportunidad de no vivir en la carencia (puesto que el deseo es carencia, es lo que falta). La ocasión de habérselas con la vida tal como es, reconciliándose con su aurea mediocritas. Y rescatar así lo que realmente es el gozo: plantarse aquí y saber fundar en ese aquí (vulgar, desvaído, aburrido) la belleza del mero estar, sin desplazarlo a las brumas del futuro. La belleza del aburrimiento es el esplendor de lo anodino: de la presencia, que nos parece menos luminosa que nuestros sueños solo porque renuncia a la tensión de la carencia. Hay que saber aburrirse, es decir, saber habitar el tedio y encontrarle sentido. Hay que dejar que la vida también se suma en el légamo grumoso de la melancolía, en el espesor de la facticidad. Y para eso...