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Perder de buen grado

Nunca nos repetiremos lo bastante aquella sentencia de François George, citada por Comte-Sponville: «Vivir es perder». No hay otro modo de persistir que exponerse al azote del tiempo y transigir con su implacable erosión. A cada instante nos dejamos una parte de nosotros: cuando menos, ese intervalo irrepetible que ya no podremos volver a habitar, del que somos literalmente exiliados. Pero nos dejamos algo más: el desgaste que conlleva. Cada día empezamos de nuevo, pero un poco más resquebrajados: con una cana más, con unas neuronas menos. Vivir envejece. Vivir hace más cercana la muerte al consumir tiempo (que se nos concedió limitado) y fuerzas (en cada replicación, las células pierden algo de lozanía). La rosa está programada para marchitarse, la belleza está hecha para declinar. Siddhartha Gautama inició su búsqueda tras el sobresalto de la vejez y la muerte; a todos nos ha sacudido esa conmoción, y nos estremece cada día cuando descubrimos nuevos anuncios de ella. Pero vivir tien...
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La dimisión del Leviatán

Hobbes invocó el Leviatán ―el poder del Estado, violento si conviene, y en cualquier caso siempre impuesto por la fuerza― como único recurso para que los individuos reprimamos nuestra tendencia a destruirnos mutuamente en una guerra egoísta de todos contra todos. Con este argumento justifica que el Estado ejerza el monopolio sobre la violencia «legal», una delegación del poder personal que consiente cada individuo para hacer viable una convivencia segura. Ni que decir tiene que esta visión impecablemente pragmática y universal del Estado como pacto o componenda jamás ha funcionado como pretendía el filósofo. Y es que el privilegiado Hobbes soslayaba la segregación de las sociedades en clases, o la veía tan natural que ni siquiera se la planteaba: ¿hasta qué punto debía parecerle sujeto social el populacho? El Estado, desde sus orígenes, ha tenido como función prioritaria imponer los intereses de los privilegiados y asegurar la sumisión de los desposeídos, mediante diversas modalidades ...

A vueltas con la disonancia

Si nuestra mente no generalizara, si no estructurara el mundo en conjuntos y contrastes, nos sería imposible pensar. El mundo sería un maremágnum de puntos minuciosos donde pereceríamos sin poder agarrarnos a ninguna forma ni sentido. Percibir es trazar esquemas irreales sobre una realidad inabarcable, como se perfilan constelaciones en la infinidad del cielo estrellado. Pensar y sentir también deben serlo, según adujo Kant. El conocimiento aspira a aproximarse a esa «realidad» de la que fuimos expulsados sin retorno, y que suponemos que existe precisamente porque nos pasamos la vida construyendo mapas de ella. Aun sabiendo que a menudo nos engañamos mucho y siempre un poco, contamos con que debemos estar haciéndolo sobre algo que realmente se encuentra ahí.  Comprender cómo construimos nuestra percepción del mundo tal vez no nos exima de engañarnos sobre él, pero al menos puede servirnos para ser más cautos con nuestras certezas. Un artefacto de la percepción que siempre me asombr...

Aburrimiento

El tedio es el testigo del adormecimiento del deseo, de una vitalidad aturdida. Uno se aburre porque deja de proyectarse hacia el futuro, como cuando desea, y queda empantanado en la facticidad del presente. Pero al amortiguar el deseo ofrece también la oportunidad de no vivir en la carencia (puesto que el deseo es carencia, es lo que falta). La ocasión de habérselas con la vida tal como es, reconciliándose con su aurea mediocritas. Y rescatar así lo que realmente es el gozo: plantarse aquí y saber fundar en ese aquí (vulgar, desvaído, aburrido) la belleza del mero estar, sin desplazarlo a las brumas del futuro. La belleza del aburrimiento es el esplendor de lo anodino: de la presencia, que nos parece menos luminosa que nuestros sueños solo porque renuncia a la tensión de la carencia. Hay que saber aburrirse, es decir, saber habitar el tedio y encontrarle sentido. Hay que dejar que la vida también se suma en el légamo grumoso de la melancolía, en el espesor de la facticidad. Y para eso...

El billar de Spinoza

Nuestros días son montañas rusas. Un alud de sensaciones se suceden a ritmo enardecido, como respuesta a lo que nos pasa. La señora del estanco nos dedica un comentario simpático, y salimos sonriendo por la puerta. Un coche no se detiene cuando vamos a pasar, y nos encendemos de indignación. Creemos naufragar cuando comprobamos que la cartera está vacía. Al lento ascenso le sigue una caída vertiginosa. Y allá vamos nosotros, atados en nuestra vagoneta, sometidos a sus ascensos y sus caídas, sin saber muy bien qué podemos hacer. Spinoza creía que no podemos hacer mucho. El mundo es como un tablero de billar lleno de bolas que nunca se están quietas. De vez en cuando, lógicamente, chocan. Algunos choques nos transmiten potencia, o al menos nuestro impulso se impone, y esa sensación de fuerza es la alegría; otros impactos nos empujan de golpe al agujero, y esa caída delinea la tristeza. Así, nuestra potencia, el conatus , se pasa el tiempo aumentando o disminuyendo, oscilando entre alegrí...

Orgullo y humildad

El orgullo es la materia prima del amor propio, el arrobo de la autoestima. Cuando dudamos de nuestra valía, nos aporta razones para darle un empujón, al señalarnos méritos y cualidades dignas, como explica María Moliner. Ella distingue esta acepción «no reprobatoria» de aquella otra que equivale a arrogancia. Es interesante que el término presente tal ambivalencia, que sugiere una conexión entre ambos sentimientos, en una especie de continuo que tal vez conduzca sutilmente de uno a otro. Aristóteles alababa la legítima satisfacción por un mérito, y la asociaba a la magnanimidad: «El honor sin contradicción es el más grande de los bienes exteriores al hombre». Pero esa autocomplacencia, por justa y ajustada que resulte, puede inflarse como una burbuja, desplazándose entonces hacia la poco virtuosa soberbia, ilusa y arriesgada: igual que todo exceso, es probable que nos confunda, como al cuervo del cuento. «Los vanidosos ponen en descubierto cuán necios son y cómo se desconocen a sí mis...

Cinismos

El cinismo es una estocada sin sangre, lanzada de refilón y con bastante mala leche. Una finta tan diestra como traicionera, tan sofisticada como mezquina. Raudal brioso pero turbio, arrogancia brillante pero cruel, suficiencia a veces justificada pero casi siempre injusta. El cinismo no puede merecer elogios: su cometido es hacer daño, pellizcar donde duele, pinchar donde escuece. No pretende hacer de la vida un lugar mejor, y a menudo, en cambio, la descompone. Pero nada de eso lo condenaría definitivamente ―a fin de cuentas, la vida es colisión y lucha, y las relaciones están hechas tanto de saña como de afecto― si no fuera porque se basa en la humillación, porque falta al respeto y corroe la dignidad.  No hay en su aparato la menor grandeza. Es ladino, miserable, traicionero. Aparenta valor por su descaro, pero a menudo la desvergüenza le sirve de coartada para nadar y guardar la ropa. Puede sugerir finura solo porque es avieso y ataca sin ruido, como las serpientes, pero su es...