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Alta entropía

El sociólogo Zygmunt Bauman menciona la alta entropía que provocan los países ricos, refiriéndose a que son los más voraces consumidores de recursos, y, por consiguiente, generan la mayor parte de la contaminación y los residuos. En definitiva, actúan como los principales agentes de deterioro y desorden. Y no solo desde el punto de vista material: esa situación de privilegio no se sostendría sin una continua intervención política y militar en el resto de países, a los que deben manipular, agitar, sojuzgar y forzar para mantenerlos a raya en esa relación de sometimiento a la que necesitan relegarlos. El término que Bauman toma prestado de la Física es afortunado, como suelen serlo todos los suyos, aunque, más que a los países, habría que referirlo más bien a las clases dominantes, a las minorías privilegiadas que, también dentro de los propios países pobres, saquean y someten a la mayoría de la población. El cogollo de la entropía es resultado de los intereses y las actividades de las...
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Pulsos de poder

Un niñito, de apenas dos o tres años, corre por la acera con una caja en la mano. La madre le llama y le dice que vuelva. El pequeño se detiene y la mira, como tanteándola, pero no retrocede. La madre le repite, ya a gritos, que regrese a su lado. El crío aguanta la sonrisa, titubea, pero sigue quieto. La madre empieza a contar: «Uno…» El niño frunce el ceño, se da por vencido y camina hacia ella, arrastrando los pasos. Suele asumirse que los niños necesitan llevar la contraria para reafirmarse, para sentir la entereza de su identidad. Las madres necesitan vencer a los niños para que estos no se conviertan en tiranos, y les impidan protegerlos y guiarlos. Lamentablemente, por cansancio o por pereza, por inseguridad o extravagantes convicciones, hay actualmente muchas madres (y padres) que dimiten en esa disputa. Pero no era ese el asunto al que íbamos aquí.  Los pulsos de poder son un fenómeno apasionante, que nunca me cansaré de observar y de admirar. Suceden de manera constante,...

Carne de neurosis

Uno de los principales méritos de Freud fue asomarnos a nuestras vastedades interiores. Un cenagal que, a diferencia del mundo que nos rodea, está poblado de instancias imaginarias (personajes, estampas) cargadas de emoción. Grumos de la actividad neuronal a menudo inconscientes, lo cual les confiere aún mayor fuerza y dramatismo. Pero el verdadero drama es este: vivimos a un tiempo en la realidad palpable, que percibimos y manipulamos, que conocemos y explicamos, y en esa dimensión paralela donde se libran misteriosos procesos y enconadas batallas al margen de nuestra voluntad; la una influye en la otra, existe un comercio entre ambas, pero —he aquí el drama— la dimensión oculta es la que manda. Es en las profundas cavernas de nuestra psique, sumidas en la oscuridad, donde se escriben las claves de nuestra conducta y los hilos maestros de nuestro destino. La identidad, la voluntad, el sacrosanto sujeto cartesiano, consciente y dueño de sí mismo, se disipan, según sostiene este paradi...

La esperanza, desesperadamente

«La esperanza es una alegría inconstante», postulaba Spinoza, que la asociaba al miedo y a la incertidumbre. El deseo es carencia, revelaba ya Platón, y Comte-Sponville concluye: «Mientras deseemos lo que nos falta, está descartado que seamos felices». No en vano, esperanza es esperar, o sea, no acabar de tener, y, como dice Pascal: «De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y, estando siempre esperando ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca». Pero, ¿qué sucede cuando se cumple el deseo? Entonces sobreviene el hastío o la decepción, y hay que concebir nuevos deseos, de modo que «siempre estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue». Parece sabio, por tanto, empeñarse en superar la esperanza, y sustituirla por la comprensión : el que sabe no espera, sino que asienta firmemente sus pies en la realidad tal como se le presenta, gravita en ella y se ciñe a ella: a su dolor y a su gozo. No enfoca su telescopio hacia nebulosas lejanas y dud...

Insidiosa complejidad

La vida hoy día se desintegra en un engrudo de complejidad. El mundo que nos ha tocado es intrincado de por sí, sobrecargado de estímulos y requerimientos, pero hemos interiorizado esa ansia de lo complejo y la hemos convertido en forma de vida mediante la hiperactividad. Tenemos que hacer muchas cosas, no podemos detenernos, hay que aprovechar cada instante so pena de empobrecer el propio ser ; porque en nuestro tiempo ser es ante todo hacer, cerciorarse de que no hay instante improductivo. Solo «vive» quien se entrega a una actividad frenética que llene todos los huecos (en una especie de horror vacui funcional) de una sustancia efímera y frágil, fácilmente desechable, para poder perseguir una nueva experiencia. Esto explica que la rebeldía, actualmente, se exprese como reivindicación de la inutilidad, como hace Nuccio Ordine en su obrita La utilidad de lo inútil.   La dispersión de nuestra era viene vinculada a otros fenómenos, que teóricos como Z. Bauman han descrito con deta...

Perder de buen grado

Nunca nos repetiremos lo bastante aquella sentencia de François George, citada por Comte-Sponville: «Vivir es perder». No hay otro modo de persistir que exponerse al azote del tiempo y transigir con su implacable erosión. A cada instante nos dejamos una parte de nosotros: cuando menos, ese intervalo irrepetible que ya no podremos volver a habitar, del que somos literalmente exiliados. Pero nos dejamos algo más: el desgaste que conlleva. Cada día empezamos de nuevo, pero un poco más resquebrajados: con una cana más, con unas neuronas menos. Vivir envejece. Vivir hace más cercana la muerte al consumir tiempo (que se nos concedió limitado) y fuerzas (en cada replicación, las células pierden algo de lozanía). La rosa está programada para marchitarse, la belleza está hecha para declinar. Siddhartha Gautama inició su búsqueda tras el sobresalto de la vejez y la muerte; a todos nos ha sacudido esa conmoción, y nos estremece cada día cuando descubrimos nuevos anuncios de ella. Pero vivir tien...

La dimisión del Leviatán

Hobbes invocó el Leviatán ―el poder del Estado, violento si conviene, y en cualquier caso siempre impuesto por la fuerza― como único recurso para que los individuos reprimamos nuestra tendencia a destruirnos mutuamente en una guerra egoísta de todos contra todos. Con este argumento justifica que el Estado ejerza el monopolio sobre la violencia «legal», una delegación del poder personal que consiente cada individuo para hacer viable una convivencia segura. Ni que decir tiene que esta visión impecablemente pragmática y universal del Estado como pacto o componenda jamás ha funcionado como pretendía el filósofo. Y es que el privilegiado Hobbes soslayaba la segregación de las sociedades en clases, o la veía tan natural que ni siquiera se la planteaba: ¿hasta qué punto debía parecerle sujeto social el populacho? El Estado, desde sus orígenes, ha tenido como función prioritaria imponer los intereses de los privilegiados y asegurar la sumisión de los desposeídos, mediante diversas modalidades ...