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Vivir cien años

¿Quién no querría vivir cien años? Por lo menos. Bueno, yo apostillaría aquello de que más vale calidad que cantidad, pero no me engaño: seguro que, cuando llegue el momento, regatearé un minuto más. La verdad es que no tengo prisa para palmarla. Es bonito ver salir el sol, incluso con dolor de muelas. Estamos hechos para vivir, y lo más feo de la muerte es que luego no te dejen volver. No sé qué optimista ha publicado un libro para prometer a sus lectores que, de aquí a nada, todos viviremos cien años. Basta con que (siguiendo sus infalibles consejos) nos cuidemos un poco, y que no dejemos de ser, por supuesto, muy positivos; los avances de la medicina harán el resto. Bienvenida sea la noticia, ya digo, no será por falta de ganas. Qué pena que uno, con la edad, se haya vuelto más bien escéptico, y poco propenso a dejarse seducir por entradas gratuitas al País de las maravillas.  Todo el mundo cien años… ¡Menudo problema para la Seguridad Social! Si el capitalismo ha llegado a un p...
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Implicaciones de pedir perdón

Por experiencia comprobamos que la mayoría de las personas están poco predispuestas a pedir perdón, y que eluden el mal trago siempre que pueden. ¿Aciertan en esa resistencia, o tal vez estén cometiendo un error que les empobrece? Pedir perdón es un gesto prosocial que tiene muchas implicaciones. Estas lo convierten en una tesitura difícil y compleja, y exigen un trabajo más arduo de lo que a menudo estamos preparados o dispuestos a afrontar.  Para empezar, disculparse requiere el desarrollo de habilidades y actitudes muy avanzadas, que desafían a nuestro sustrato primitivo. Este suele tender a los extremos: escorando hacia la desmesura en los propensos a la sumisión y a la culpa, y quedándose corto en los inclinados al egotismo, la arrogancia o la agresividad. La inseguridad, la impulsividad o la falta de empatía pueden entretejerse en la textura personal en ambos casos.  La disculpa insinúa un cuestionamiento de la autoestima y una erosión del estatus; en ambas circunstancia...

Somos multitud

Creo que tenemos peor resuelta la relación con nosotros mismos que la interacción con los demás, por perturbadora y enrevesada que esta nos resulte. Nuestra división interna, como Freud ya supo ver, es un vivero de conflictos, porque de la multiplicidad surge inevitablemente la tensión. De hecho, la diversidad consiste en eso, en una profusión de voluntades —voluntades de poder, diría Nietzsche— que intentan prevalecer y en definitiva controlarse entre sí; a veces también cooperan, pero la colaboración no es más que un compromiso transitorio mientras no sale a cuenta el enfrentamiento. Todas estas dinámicas nos resultan familiares en nuestra relación con los demás, y a menudo son motivo de convulsos problemas. Pero estamos acostumbrados a ellas, su demarcación es más nítida (el yo no suele confundirse con el tú, al menos del todo); se podría decir que estamos hechos para ellas y, por incómodas o dramáticas que nos resulten, disponemos de instrumentos para afrontarlas. Empezando por el ...

¿Pulsión de muerte? Pulsión de vida

Ni Spinoza ni Nietzsche, los dos exploradores más sagaces de las fuerzas y las batallas de la vida, contemplaron la existencia de un posible instinto de muerte. Este fue una invención de Freud, que lo incorporó para explicar conductas autodestructivas como la resistencia al placer, la depresión o el suicidio. Según él, del mismo modo que de forma natural hay en nosotros una fuerza que anhela la vida y lucha por su persistencia, también alienta oculta una misteriosa pulsión que nos atrae hacia la destrucción, es decir, la disolución y el reposo, el regreso a la nada originaria. Tan enigmática predisposición podría estar vinculada también a una inclinación al dolor, una especie de masoquismo elemental que se inmiscuiría en nuestras experiencias cotidianas. Ambas pulsiones, la de vida y la de muerte, se encontrarían siempre presentes y en permanente conflicto, revolviendo ese abigarrado magma que nos constituye.  La propuesta de Freud suscita innumerables interrogantes. La existencia ...

¿Vale la pena?

No todo en la vida merece la pena, o al menos no la merece en el mismo grado. Y, puesto que de todos modos nuestra capacidad de atención es limitada, no queda más remedio que elegir hacia dónde enfocamos la mirada, en qué escenarios y detalles centramos nuestra alerta, y cuáles descartamos por irrelevantes. En su mayor parte, este proceso de selección se efectúa de modo inconsciente, en función de una escala de preferencias cuyo sustrato nos ha legado la evolución. Las estipuló Maslow en su famosa escala, tan matizable como esclarecedora: primero lo que afecta a las operaciones básicas de la subsistencia y la reproducción, luego los elementos que afectan las interacciones con los otros. Más allá entramos en las extravagancias de nuestra especie, que emanan más de la cultura que de la biología: el conocimiento, el sentido, las costumbres, las aficiones, y esas alturas del «espíritu» que Maslow sintetizó como autorrealización . El autor sostiene que en esta pirámide de prioridades no se ...

Equivocarse solo

Hay personas muy listas e informadas, personas que lo entienden todo a la primera y saben mucho y dudan poco, que nunca se equivocan (pues hasta sus errores están previstos y tienen una función) y nunca fracasan (pues sus fracasos son siempre culpa de alguien de menor altura). Estas lumbreras de excepción a menudo disuaden de navegar por sí mismos a los demás, para qué van a perder el tiempo y el esfuerzo y se van a meter en berenjenales si se los pueden ahorrar los que saben lo que les conviene y lo que tienen que hacer. No hay certeza acerca de dónde salen estos genios, seguramente ya vinieron al mundo así de bien dotados, y les bastaron unas cuantas experiencias para poner a punto su destreza. Lo cual hicieron de una vez y para siempre, como se domina el ir en bicicleta. El caso es que andan por ahí, como los ángeles, iluminando y salvando a quien se les ponga a tiro, que no toda la gente limitada sabe valorarlos y sobre todo reconocer cuánto los necesita. Algunos prójimos son tan c...

Oportunidades del fastidio

La vida se nos opone de muchas maneras. El fastidio que nos infligen los otros es de las más arduas, no por lo grave (la vida misma es siempre más peligrosa), sino porque llega envuelto en una sospecha de intención, una suspicacia de arbitrariedad, una recriminación de celo. Es fácil atribuir maldad a los fastidios ajenos, sentirnos víctimas inocentes de su taimada conspiración. Sin embargo, y dejando aparte de momento la responsabilidad que nosotros podamos tener, lo cierto es que en ellos hay menos voluntad de la que sospechamos; como decía el lúcido Bertrand Russell, la gente piensa en nosotros mucho menos de lo que creemos. La gente corriente suele actuar por rudimentario egoísmo, y solo de vez en cuando con mala intención. Si nos afectan sus consecuencias es por lo cerca que vivimos unos de otros.  En cualquier caso, el fastidio atañe al que lo sufre más que al que lo provoca; nos resultará saludable aligerar nuestras suspicacias probando con otras perspectivas. Para quien sab...