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Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tiene se
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Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t

De vuelta en casa

La surtida industria de la realización personal nos ofrece todo tipo de métodos para alcanzar la serenidad, la felicidad o como quiera que se llame a una vida satisfactoria. Cada uno de esos procedimientos, obviamente, se nos vende como el mejor: el más sencillo, el más directo, el más eficaz… Con esa esperanza los adquirimos, uno tras otro, como antiguamente se compraban los crecepelos o los remedios milagrosos en los carromatos de las ferias. Entusiasmados, abrimos el libro o asistimos a la charla donde quizá encontremos, por fin, esa clave que tanto hemos buscado. Sin embargo, suele pasar que, después de la emoción de las primeras páginas (o sesiones), uno descubre que el método no resulta ni tan inmediato, ni tan simple, ni tan efectivo como se prometía. La tarea es más ardua de lo que pensábamos, y el resultado más incierto.  Como avezado miembro del pelotón de los inadaptados, yo dediqué buena parte de mi juventud a la búsqueda de la piedra filosofal. Convencido de que tenía que

El buen animal

«El hombre es un buen animal… aunque es mejor no pedirle mucho». He citado a menudo esta sentencia de Romain Rolland —en la que engarzo dos fragmentos independientes del Colas Breugnon —, y lo seguiré haciendo, porque no deja de fascinarme su ironía benévola, su fresco humanismo, y sobre todo su certera agudeza. Dice casi todo lo que hay que decir sobre la condición humana —lo que podríamos explicar, por ejemplo, a un alienígena, o lo que deberían saber nuestros hijos—, y por eso vale la pena que nos la repitamos, a ver si logramos aprender de ella. «Buen animal»… ¡Qué apropiado! Buenos animales son para nosotros, digamos, los perros y los caballos, y por eso les profesamos tanto afecto. Hay, claro está, caballos díscolos y perros mordedores, pero la mayoría sabe portarse bien, nos acompañan y nos socorren, nos obedecen y nos soportan con infinita paciencia, incluso cuando no les premiamos a cambio como merecerían. Dan, en fin, lo que tienen, dentro de lo que dispone su naturaleza y d

Conocer a la gente

A veces me pregunto sobre los límites de mi admirada Psicología. ¿Se pueden sacar conclusiones generales acerca del comportamiento de la gente? Yo diría que sí, al fin y al cabo somos unos animales casi tan simples como todos los demás. Sin embargo, aquí el casi plantea un abismo de vastas proporciones. La respuesta sería: sí, con la condición de aceptar un sinfín de excepciones y matices que a duras penas confirmarán la regla. Quizá sea en las excepciones donde resida todo lo interesante que podemos aprender sobre la vida de las personas. ¿Se puede escribir una Psicología de la diversidad? Existe desde antiguo: es el estudio del rasgo o de la personalidad. Recordemos los famosos cuatro humores de Hipócrates. Actualmente hay cierto consenso en torno a cinco rasgos supuestamente definitorios del individuo: extraversión, amabilidad, apertura, responsabilidad y neuroticismo. Sin embargo, incluso esas cualidades, por robustas que se consideren, son incapaces de dar cuenta de la complejida

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería, en

Perspectivas

A menudo rescato la vieja pregunta de si muchos problemas, acaso todos, no serán en esencia una cuestión de perspectiva. Quién no ha comprobado que lo que implica un conflicto o una contradicción en un determinado nivel, queda incorporado de forma coherente en otro. Las partes que son tesis y antítesis pueden convertirse en síntesis si las consideramos un poco más allá o con mayor amplitud. Así, la resolución de conflictos no se limita al ámbito racional, es una tarea casi estética: tiene más de arte, de danza, de música, de flexibilidad. Consiste en una revisión de mapa, de punto de vista. Lo que llamamos sabiduría, entonces, podría consistir en el desarrollo de una mente suficientemente flexible para escrutar de cerca en el análisis y a la vez contemplar de lejos en la síntesis, en ese conjunto armónico e inclusivo que se ha llamado gestalt . Los teóricos de la Gestalt nos han mostrado cómo la mente tiende a organizar los elementos de las percepciones en «buenas formas», aplicando p