No todo en la vida merece la pena, o al menos no la merece en el mismo grado. Y, puesto que de todos modos nuestra capacidad de atención es limitada, no queda más remedio que elegir hacia dónde enfocamos la mirada, en qué escenarios y detalles centramos nuestra alerta, y cuáles descartamos por irrelevantes.
En su mayor parte, este proceso de selección se efectúa de modo inconsciente, en función de una escala de preferencias cuyo sustrato nos ha legado la evolución. Las estipuló Maslow en su famosa escala, tan matizable como esclarecedora: primero lo que afecta a las operaciones básicas de la subsistencia y la reproducción, luego los elementos que afectan las interacciones con los otros. Más allá entramos en las extravagancias de nuestra especie, que emanan más de la cultura que de la biología: el conocimiento, el sentido, las costumbres, las aficiones, y esas alturas del «espíritu» que Maslow sintetizó como autorrealización. El autor sostiene que en esta pirámide de prioridades no se atiende a un piso superior, o más sofisticado, hasta que ha sido convenientemente satisfecho el nivel inferior, o más elemental: una situación amenazante nos distraerá del hambre, el hambriento atenderá poco a la atracción sexual, el que se siente inadaptado al grupo de referencia difícilmente se mostrará creativo, etc. Aunque la realidad no parece tan rígida, tiene sentido y sirve como punto de partida.
A partir de las necesidades y los intereses, tenemos una primera demarcación del foco de nuestras percepciones, un troquelado fundamental que deja fuera la mayor parte del mundo que nos rodea. Pero existe un segundo nivel de conformación de la realidad, que tiene que ver más con la mente que con las sensaciones, y podríamos decir que es más cualitativo que cuantitativo. Ni siquiera las pocas cosas que percibimos se nos aparecen como son, si es que se puede decir que son de una manera objetiva al margen de nuestras percepciones.
Tanto nuestros sentidos como nuestra mente están programados para organizar el mundo según unos parámetros determinados, unas instrucciones que la mente sigue a la hora de presentarnos las cosas. Se podría decir que la mente está más interesada en lo que nos conviene que en la realidad, y este principio tiene también un obvio fundamento evolutivo: la víctima tendrá más probabilidades de sobrevivir si su percepción se enfoca en una posible presencia de depredadores, y entre estos gozarán de ventaja los que cuenten con una percepción que destaque la presencia de aquellos.
Quizá por eso la visión de los herbívoros se limite al blanco y negro y, en cambio, los carnívoros vean en color. Quizá por eso el caos estimular se organice siempre según determinadas reglas, y nos parezca distinguir caras en manchas de tinta o círculos completos aun cuando en realidad les falte una parte, como investigaron los psicólogos de la Gestalt. De ahí las ilusiones ópticas, que nos permiten, por ejemplo, conferir a una imagen plana el efecto de la perspectiva. Y tantas otras ilusiones de tipo semántico y social que nos sumergen en un mundo de significados y de roles (probablemente útiles aun en lo que tienen de distorsión). En el caso humano, cabe esperar que esta operación performativa de la percepción esté más relacionada con la influencia de la cultura y el aprendizaje que con el condicionamiento genético.
La percepción, por tanto, es un proceso de selección acompañado de otro proceso, tal vez posterior, de composición. ¿Qué conclusión sacar de esa tendencia a construir lo percibido en forma de escenas, o marcos (frames), que sacrifican información para aprovechar la relevante con mayor eficacia? Ante todo, tenemos que admitir cuán lejos estamos de una visión certera de la verdad: los fotogramas de nuestra película están repletos de efectos especiales, a menudo tan vívidos que pueden parecernos más reales que la propia realidad. La aproximación a esta, si es que resulta posible, siempre tendrá lugar de un modo limitado y tendencioso, y nuestro mayor trabajo quizá no consista tanto en un método favorable a la verdad como en otro que ponga a prueba lo que creemos sobre ella y limpie la imagen, en la medida posible, de distorsiones. En otras palabras: la distorsión es la norma, aquello con lo que debemos contar por defecto, y el objetivo del investigador sería reducirla al máximo, extraer de ella lo que pueda contener de realidad.
Esto nos obliga no solo a permanecer alerta, sino a cuestionar una y otra vez cada una de nuestras conclusiones, permaneciendo abiertos siempre a lo desconcertante y a lo inesperado, a una alternativa que quizá estemos pasando por alto simplemente porque no contamos con ella. Así, las escaleras de Escher no son infinitas, por más que podamos recorrerlas en una aparente progresión interminable que, sobre el plano, no hace más que dar vueltas en círculo. Algo parecido podría estar pasándonos en las relaciones: nuestro supuesto enemigo resulta que no tiene nada contra nosotros, es nuestra envidia o nuestro temor lo que nos hace considerarlo así; y la mujer de nuestros sueños ni nos quiere ni la amaríamos de conocerla realmente, por más que el deseo nos nuble los ojos.
Fascinados por nuestro mundo a medida, nos impedimos ver de una manera más apta. ¿Hasta dónde abarca la farsa que nos organizan nuestros deseos o nuestros temores, nuestras convicciones o nuestras esperanzas? Deseos, temores, convicciones y esperanzas tienen el poder de imponerse a la realidad: por eso resultan tan peligrosos, por eso hay que intentar desvelar sus probables escondites dentro de las imágenes que proyectamos en nuestra particular caverna platónica. Todos somos Quijotes empeñándonos en vislumbrar gigantes donde solo hay molinos, y recelar malandrines donde no se nos cruzan más que individuos que van a lo suyo. No todo en la vida merece la pena: quizá no sea tan fácil decidir qué es lo que la merece.
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