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Equivocarse solo

Hay personas muy listas e informadas, personas que lo entienden todo a la primera y saben mucho y dudan poco, que nunca se equivocan (pues hasta sus errores están previstos y tienen una función) y nunca fracasan (pues sus fracasos son siempre culpa de alguien de menor altura). Estas lumbreras de excepción a menudo disuaden de navegar por sí mismos a los demás, para qué van a perder el tiempo y el esfuerzo y se van a meter en berenjenales si se los pueden ahorrar los que saben lo que les conviene y lo que tienen que hacer.


No hay certeza acerca de dónde salen estos genios, seguramente ya vinieron al mundo así de bien dotados, y les bastaron unas cuantas experiencias para poner a punto su destreza. Lo cual hicieron de una vez y para siempre, como se domina el ir en bicicleta. El caso es que andan por ahí, como los ángeles, iluminando y salvando a quien se les ponga a tiro, que no toda la gente limitada sabe valorarlos y sobre todo reconocer cuánto los necesita. Algunos prójimos son tan cretinos que van a lo suyo y no les hacen caso, peor para ellos, y los hay que incluso se molestan por meterse en sus asuntos, los muy desagradecidos. 
Pero qué le vamos a hacer, para muchos de los ignorantes mortales lo que importa no es tanto acertar a la primera como superar los escollos por nosotros mismos, sentirnos los artífices del propio destino; y preferimos confundirnos por nuestra cuenta a servir como instrumento de maniobras ajenas, por selectas e infalibles que resulten. 

Así les va y, peor, así nos va, deben pensar estas eminencias con cierta amargura, y su parte de razón deben tener. Ya Platón decía que el mundo iría mejor si gobernaran los sabios y el resto trabajáramos siguiendo sus directrices; lo que no dejó claro Platón cómo se distingue a un experto, al menos en los confusos vericuetos de la vida, porque otra cosa es un albañil o un fontanero. Ahí sí que conviene tomar nota del que sabe, y donde hay patrón no manda marinero. 
Pero en las cosas de la vida hasta los maestros son principiantes, y el oficio se adquiere más por veteranía e implicación que por aplicar un conjunto de recetas. No en vano uno de los más reconocidos concluyó que solo estaba seguro de lo que ignoraba, lo que viene a asumir que toda llegada es siempre otro punto de partida. 
El verdadero sabio, si es que existe, empezará por ahí, por admitir que todos somos limitados, hasta los mejores, y que no hay camino más directo a cometer un error de campeonato que prescindir del aprendizaje de los pequeños errores. Seguramente también tendría en cuenta que rara vez las cosas son blancas o negras, que hay muchos matices y estilos, y maneras muy diversas de llegar al mismo sitio, y que lo que importa, como dice la canción, no es llegar primero, sino llegar; y disfrutar del camino, podría añadirse, pues al fin y al cabo, con tiempo suficiente, todos acabaremos igual. 

Puede que esa actitud de querer hacer las cosas por sí mismo tenga, en efecto, algo de desperdicio, habiendo expertos tan capaces que podrían decidir mejor y hacerlo mejor; puede que haya algo estúpido en preferir un error propio a un acierto ajeno. Pero aquí viene muy a cuento la reflexión que oí una vez en no sé qué película, y que me dio mucho que pensar: «Me gusta equivocarme de vez en cuando. Eso me hace sentir libre». Era la libertad, claro. O sea: sentirse dueño del propio destino y, por tanto, responsable. ¿Qué gracia tiene vivir, si no? ¿De qué nos sirve una vida prestada, una trayectoria fulgurante con la luz de otros? En los niños se nota muy pronto este apremio de valerse por sí mismos, esta alegría de hacer solos lo que ya son capaces de hacer, aunque no lo hagan del todo bien, aunque tarden más, aunque tropiecen y rompan algo: eso es crecer, eso es construir la propia valía, la imprescindible autoestima, y si el todopoderoso adulto no se lo permite acaban por convertirse en personas inseguras y titubeantes. 
Señoras y señores adelantados, muchas gracias, pero preferimos nuestra imperfecta autonomía. Porque solo desde la libertad siente uno que tiene control sobre su propia vida. Hay pocas sensaciones más angustiosas que la de no disponer de control sobre lo que a uno le pasa, sentir la impotencia de que no es capaz de hacer nada, o, dicho de otra manera, de que haga lo que haga fracasará o, como mucho, logrará un resultado mediocre. 

Cierto que hay en la vida muchas responsabilidades que la mayoría preferiríamos no tener que asumir: pongamos por caso, rescatar a alguien en un incendio o gobernar un país. No queremos cualquier responsabilidad, pero cuando haya que encarar una, preferimos hacerlo a nuestra manera, experimentando nuestra capacidad de control. El experto, sobre todo al principio, es un modelo, y de hecho las tareas profesionales cooperativas suelen conllevar necesarias jerarquías y marcos de sentido común como la veteranía y la solvencia. Pero, en última instancia, cada uno se tiene que sentir capaz (¡y eficaz, y reconocido!) en su lugar. 
Y si, más allá del ámbito profesional, se trata de la vida cotidiana, con sus mil situaciones ambiguas, repletas de matices biográficos y de carga emocional, a la hora de hacer las cosas prefiero confiarme a mis propios recursos; si necesito asesoramiento, ya lo pediré: también en la solicitud de ayuda conviene que seamos los que eligen. De ahí que los consejos, cuando no los pedimos, puedan implicar un mensaje de desprestigio: haz lo que yo te digo, porque tú no sabes, yo soy el que sabe. Pocos mensajes más corrosivos para la autoestima y la confianza en uno mismo. A veces, amablemente, conviene parar los pies a los genios, echando mano de aquel viejo refrán: «Consejos no, gracias, sé equivocarme solo».

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