Afirma el viejo y suspicaz refrán que las primeras impresiones son las que valen. Tal vez tenga razón, pero no porque en las primeras impresiones haya una especial sabiduría o una mágica inspiración. Si nos parece que aciertan es porque con ellas nos pasa como con los semáforos en rojo: solo nos fijamos en aquello que las confirma. Aunque también puede suceder algo mucho más curioso y de mayor calado: que nos empeñemos nosotros en confirmarlas activamente, como las profecías autocumplidas.
En este sentido, las primeras impresiones tendrían un poder performativo: construirían su propia realidad. O más bien la construimos nosotros para darles la razón. Ellas establecen el punto de referencia de lo que vendrá a continuación, son el criterio que todo tenderá a confirmar. Así de elementales somos en lo que respecta a la percepción del mundo, y tal vez por eso nos equivocamos tanto; o, al menos, nos cuesta tanto ver más allá de nuestras creencias y nuestros prejuicios.
¿Por qué limitamos de este modo nuestra visión, estrechando su ángulo en lugar de ampliarlo? ¿Por qué nos convertimos en intransigentes artífices de lo conocido, por malo que sea, defendiéndolo a sangre y fuego de lo bueno por conocer? Es evidente que preferimos un mundo previsible y complaciente. Necesitamos afirmar el orden y la certidumbre frente a la caótica realidad. Así hacemos más fácil la dura tarea de vivir, y es comprensible que la vida nos importe más que la verdad (siempre, por otra parte, tan escurridiza).
Si esto es así, las personas más abiertas al cambio de opinión serán las que tendrán menos sensación de acertar con sus primeras impresiones. En cambio, las personas cerriles mantendrán esas primeras impresiones, por mucho que los acontecimientos las desmientan, y por tanto reafirmarán la conclusión de que son las que valen.
La inclinación a confirmar las convicciones una vez se han asentado —quizá por una necesidad de orden y certidumbre frente a la caótica realidad— explicaría por qué necesitamos algo tan intenso como el enamoramiento para implicarnos en una relación íntima. Si no nos sacudiera esa tormenta de hormonas tal vez no dispondríamos de fuerzas ni de moral para embarcarnos en un embrollo tan arduo y arriesgado; y no tendríamos a qué aferrarnos en los días tristes y las noches desapacibles, cuando, desolados, nos preguntamos qué hacemos ahí. La impronta de aquella felicidad primera hace que no desfallezcamos; hay quien persiste tanto que funda el amor.
Claro que a veces ni las mejores intenciones ni las nostalgias más agradecidas son suficientes, y acontece el naufragio. ¿Cómo sucede esto? Hay desgastes lentos y vuelcos repentinos, procesos largos y transiciones de umbral. En cualquier caso, un día se desgarra el último hilo y todo se viene abajo. Y entonces se giran las tornas, y tal vez la convicción, fiel a la ley del péndulo, se dispare al otro extremo.
Y la historia vuelve a empezar, solo que en dirección contraria: una vez roto el hechizo y alineados en el bando del rencor, será este al que buscaremos argumentos y coartadas. Donde veíamos bondad, rastrearemos perversidad, y si no sabemos encontrarla la inventaremos. Todo lo que se nos antojaba valioso se llenará de grietas, y nos preguntaremos cómo estuvimos tan ciegos sin caer en que ahora podríamos estarlo aún más. Si no reescribiéramos el relato de este modo, nos veríamos obligados a afrontar que el mundo gira y las cosas cambian, y algo quizá peor: que la vida siempre fue la que era, y somos nosotros los que la revestimos con nuestros deseos.
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