Los maestros griegos diferenciaban entre episteme, el conocimiento verdadero (y supuestamente indiscutible), y doxa, que es la opinión que cada cual sostiene acerca de las cosas, y sobre la cual versan todos los debates que en el mundo han sido. Los griegos —más en concreto, los atenienses—, pueblo comerciante e indagador, practicaban la polémica con fruición, dentro y fuera de casa, y no es extraño que fuesen ellos los que inventaran la filosofía.
En el ágora, cada orador competía con los demás por atraer a discípulos y curiosos, a veces más inclinados a la charlatanería que al rigor lógico, pero en cualquier caso practicando un sofisticado estilo de sociabilidad: el poderoso vínculo de la palabra, y aun más, la complicidad que acaba uniendo a las personas que debaten apasionadamente unas ideas. Sócrates, que empezó vagando por las calles y lanzando sin miramientos sus preguntas a los inermes transeúntes, llegó a rodearse de una comitiva de devotos discípulos que acabaron por convertirse en fieles amigos. De esa fecunda camaradería, a través de Platón y otros pensadores, surgirían diversas escuelas, pero sobre todo una línea dinástica de filósofos eternos.
Las palabras en general, y determinadas ideas en particular, proporcionan un poderoso nexo entre las personas (y a veces un revulsivo irreconciliable). Los psicólogos sociales confirman que tendemos a encontrar más atrayentes a quienes comparten con nosotros opiniones y preferencias. Ese placer de la coincidencia, que antepone el afecto a la verdad, nos sugiere hasta qué punto, por racionales y cosmopolitas que pretendamos ser, en el fondo sigue predominando nuestra esencia primitiva. La semejanza siempre es reconfortante, constituye un signo de familiaridad; las ideas no son una excepción, y obedecen prioritariamente a su función de vínculo. Cuesta llevarle la contraria a quien apreciamos, y enfatizamos lo que nos une para evitar que nos enfrente lo que nos separa. Cuando se comparte una identidad y dentro de ella unas creencias, su condición canónica, su carácter de acuerdo elemental, predominan a menudo sobre la lealtad al conocimiento verdadero. No es que no nos interese conocer: es que nos interesa más pertenecer.
Cada sociedad, en cada momento histórico, tiene sus tótems y sus tabús, convicciones sobre el mundo para las que la discrepancia puede conllevar un estigma. Incluso en nuestra sociedad, supuestamente plural y científica, abierta y tolerante, disentir de ciertos tópicos sagrados provoca, casi con total seguridad, algún grado de condena y hasta de censura.
Pero aún más flagrante resulta el efecto para determinados temas polémicos, puntos calientes en los que se libra un pulso entre sectores sociales contrapuestos. En estos territorios de conflicto, la idea funciona ante todo como seña de identidad, y la postura manifiesta equivale a un alineamiento grupal. De ahí que resulte muy arriesgado mantener una independencia de criterio, y que, para muchos, el sello ideológico se priorice de modo acrítico a la convicción.
Dogmas religiosos, fervores nacionalistas, equipos de fútbol, insignias y banderas… En todos ellos, las opiniones nos congregan, nos separan, nos soliviantan y nos enfrentan. La emoción o el mero fanatismo dificultan afrontarlos con un diálogo lúcido y sereno. La razón y el derecho se resienten, y esa hermandad universal de librepensadores, que concibieron nuestros precursores atenienses, se desintegra en facciones desenterrando las hachas de guerra. Seamos honestos: es la tribu lo que nos enfrenta, no la verdad.
Muy buena reflexión.
ResponderEliminar¿Los griegos inventaron la filosofía?
¿Confucio no es anterior?
Pues no lo tenía claro y he tenido que buscarlo. Por ahí andaban: siglo VI a. C. en los dos casos. De todos modos, yo pensaba -quizá pecando un poco de etnocéntrico- en nuestro contexto.
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