Ir al contenido principal

Del pedir y el sustraer

¿Por qué pedirte el bolígrafo en vez de quitártelo? Se diría que tomarlo por las buenas es más directo y sencillo, y encima me permitiría apropiármelo. Simple de mí, me asombra que la mayoría de la gente opte por la solicitud y el préstamo.


Admito que, desde un ángulo estrictamente pragmático, pedir en lugar de afanar me dispensa del desasosiego de ocultarme, una tensión añadida y un quehacer superfluo que requeriría mi atención y mi tarea de encubrimiento. Al mismo tiempo, evita los posibles incordios de ser descubierto (o considerado sospechoso); si conservo tu confianza, es más factible que cuente con tu colaboración, y nunca se sabe. 
Es verdad que tu favor me impone la contrapartida de ayudarte si tú lo pides, y a nadie le gusta estar en deuda. Pero, en un plano más sutil, al mismo tiempo hilvana un vínculo positivo entre ambos, lo cual, de nuevo, hace más probable tu cooperación. Al pedir te confirmo digno de confianza, te atribuyo un estatus positivo y apoyo tu autoestima; si ese compromiso no gana tu simpatía es porque tú ya lo has roto. 

Pero la motivación no se agota en las ventajas lógicas. De hecho, puede que haya causas más poderosas que no tengan que ver con lo racional. Los seres humanos estamos hechos de tal modo que el mero acto de intercambiar nos resulta atractivo y reconfortante, ya que crea una complicidad y una sensación de comunidad que sintoniza con nuestra naturaleza social. Robar a palo seco es un acto solitario (o marginal) y oculto (a no ser que se ejecute sin disimulo); pedir, en cambio, es un ritual de interacción colaboradora que —dentro de una mesura— resulta satisfactorio por sí mismo, máxime si va acompañado de gestos amistosos como una sonrisa o un «Por supuesto, úsalo siempre que lo necesites». De hecho, la petición puede favorecer el desencadenamiento de una serie de interacciones ulteriores que profundicen la colaboración y la amistad, estrechando el vínculo y haciéndolo aún más satisfactorio. 

Y, finalmente, no podemos obviar el papel de la ética y la moral personales y el ascendente de la norma social. Desde el punto de vista moral, la sustracción es un acto reprobable porque implica una vulneración de la integridad material del otro (simbólicamente prolongada en sus posesiones); más censurable aún si nuestra necesidad habría podido verse satisfecha de un modo constructivo. Desde la ética, atribuirme los rasgos de integridad y honestidad puede ser importante para mi esquema de valores, que rige mi coherencia identitaria y mi autoestima. En estos sentidos, el robo constituiría para mí un deterioro del autoconcepto y del equilibrio con el mundo, y podría desatar el penoso sentimiento de culpa. En un plano más amplio, la norma considera el hurto como una falta en mi contexto cultural; cometerlo me convierte en un proscrito, me estigmatiza socialmente. Esto puede suceder incluso si lo mantengo en secreto, ahí está la conciencia interiorizando los códigos sociales (a los creyentes se les añade el ojo vigilante de dioses o espíritus). Pero en el funesto caso de que sea descubierto daría lugar, muy probablemente, a discriminación, desconfianza; en última instancia, castigo, marcadamente cruel en algunas culturas: no olvidemos, por ejemplo, la feroz sanción de cortar la mano a los ladrones. 
En definitiva, tengo muy buenas razones para pedirte el bolígrafo en lugar de robarlo. Desde un punto de vista práctico, no me sale a cuenta; pero, aún más importante, hacerlo contradice mi aspiración a considerarme y ser considerado una buena persona. Rematada una conclusión tan clara, me pregunto: ¿por qué la gente siempre se queda con mis bolígrafos?

Comentarios

  1. Jajajaja....el final genial.

    A los fumadores les suele pasar también con los mecheros.
    Yo que lo fui, recuerdo que solía coincidir que quien se quedaba mi mechero era una persona despistada. Aunque no siempre...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, seguramente la mayoría no se los quedan deliberadamente. Pero seamos un poco malos: siempre es más fácil ser despistado con las cosas de los demás, jeje.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...