Ir al contenido principal

¿Y eso cómo te hace sentir?

Si algo me sacaba de casillas en mis sesiones de terapia era que no se me diese la razón cuando la tenía, sobre todo cuando expresaba una indignación que yo valoraba justa. Después de despotricar durante un rato acerca de lo que yo consideraba una agresión —figúrate lo que me ha dicho, cómo se atreve, menuda falta de respeto…—, esperaba una cierta complicidad del terapeuta, al menos un guiño de comprensión, una palabra de aliento… Pero sin la menor misericordia, se me remitía de regreso a mis propios sesgos de percepción —qué es lo que te ha dolido de ese comentario, por qué crees que te ha molestado tanto, y si hubiese querido decirte…—. Y nada me exasperaba más que la socorrida pregunta: ¿Y eso cómo te hace sentir?


Con el tiempo y la reflexión he comprendido, mal que me pese, que el profesional acertaba. Que se pusiera de mi parte no me habría servido para comprender o manejar mejor mis conflictos. El terapeuta eludía validar mis querellas neuróticas, y me las devolvía como dicen que el mar devuelve siempre los restos de naufragio. Lo que cuenta en un conflicto no es quién tiene razón —cada cual tiene siempre las suyas—, sino cómo se ha desencadenado, lo que implícitamente está en juego —que casi nunca es lo que se manifiesta explícitamente— y qué hacer en consecuencia. Y para asumirlo es conveniente que lo descubramos por nosotros mismos. 

Sin embargo, yo en aquel momento hubiese preferido algún guiño piadoso y cómplice. La devolución de la basura, además de aumentar mi crispación, me ponía en guardia y acababa por encerrarme en mí mismo. Al fin y al cabo, mi gran problema neurótico es la desconfianza. Desde el origen, algo en mí está profundamente convencido de que los demás me rechazarán o me traicionarán. Eso me hace exageradamente susceptible, patrimonio común de todas las autoestimas maltrechas. Siempre he temido que haya algo en mí que no funciona bien. De ahí que me resulte descorazonador que no me den la razón cuando la tengo. Me desquician las discusiones en las que se me devuelve la pelota sin que la otra parte reconozca nada. De acuerdo —pongamos que digo—, admito que aquello estuvo mal. Pero tú no tenías que haber… Y del otro lado solo llegan evasivas: Siempre estás con lo mismo, eres tú el que, si tú no hubieras dicho… 

La gente no suele estar por la labor de reconocer sus vergüenzas, y menos en el ardor bélico de una discusión. Hace falta mucha generosidad, o siquiera buena voluntad, o un punto de atrevimiento autocrítico, para esa cesión que sabe a repliegue. Admitir los propios errores nos expone, ciertamente, a una crueldad más ensañada por parte del otro. Incluso a un incómodo conflicto con nosotros mismos. La mayoría prefiere no correr riesgos y mantenerse a la defensiva, incluso si el otro empieza por reconocer lo suyo (lo cual, según cómo, puede echar más leña al fuego). Es una cuestión de seguridad y de poder, más que de justicia. 
Creo que puede entenderse, pues, mi desolación ante esa estrategia terapéutica del espejo. Por más atinada que resulte, a mí me ayudaba muy poco. Muchas veces, solo me servía para sentirme aún más inseguro y culpable. El protocolo clínico podría incluir un poco de hombro que ponerle al paciente cuando se enfrenta con sus verdades dolorosas, sobre todo si le renquea la autoestima. Después de la pregunta de marras —¿Y eso cómo te hace sentir?—, el paciente se debate enzarzado entre los filamentos de acero de su telaraña: no se le puede dejar solo. Si tiene que atravesar el infierno, hay que acompañarle. Hasta Dante tuvo a Virgilio.

Comentarios

  1. Lo ideal sería, en terapia, hacer lo que hacía tu terapeuta, para intentar que lo gestiones tú solo, por tí mismo. Que no necesites la aprobación de los demás, sino la tuya propia y nada más. Y que aprendas a escoger lo que menos daño te haga.

    Y después, en la convivencia, acompañarte, comprenderte, ofrecerte ese hombro que reclamas. Por eso la vida en grupo en una Comunidad terapéutica resulta tan sanadora.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, el objetivo de la terapia no puede ser otro que la autonomía del paciente, la construcción de una identidad y una autoestima que se sostengan por sí mismas. Por eso entiendo que el trabajo del terapeuta consiste en ese continuo devolver hacia ti lo que tú pretendes que te den resuelto.

      Sin embargo -y eso es lo que pretendía reflejar en el artículo-, cuando el proceso natural de crecimiento autónomo se vio brutalmente quebrado en sus primeros pasos, me temo -y muchos psicólogos lo confirman- que uno se queda sin suelo bajo los pies, y no halla en sí mismo la seguridad ni la fortaleza que jamás acabó de construir.

      Algunos psicólogos opinan que ese sustrato fundamental que no se completó en su momento ya nunca podrá ser compensado del todo. La esperanza es que quizá logremos aprender a caminar, aunque sea con bastón. Pero hace falta un apoyo que nos ayude a empezar, que nos acompañe y oriente mientras generamos el músculo que nos sostendrá por nosotros mismos. Ese acompañamiento -se haga con un estilo o con otro- es delicadísimo y requiere una destreza y una generosidad excepcionales. No es fácil encontrarlas.

      Sé que no digo nada nuevo, pero es un tema que suelo revisitar, profundizando en sus matices. A menudo hemos hablado de ello, y supongo que seguiremos haciéndolo.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...