La reflexión es el taller del pensamiento, minucioso y metódico, manufactura de la lógica diseñándole al mundo mecanismos. El pensamiento inventa órdenes al caos, y sonríe viendo girar los engranajes. No en vano somos exploradores de sentido, es decir, artífices de congruencia. Organizarlo en una articulación armónica, en las tramas musicales de una gestalt, nos hace sentirnos más seguros: no podríamos soportar un universo nebular de pura incertidumbre, en el cual no vislumbráramos un cierto grado de previsibilidad.
Es cierto que nuestro intento siempre resultará provisional: las ideas, de apariencia tan pulcra, esconden una esencia tornadiza. El mundo siempre se reserva un as inesperado en la manga. Preferiríamos que las cosas se ciñeran al concepto que tenemos de ellas, porque eso las haría más simples. Sin embargo, los fenómenos se deshilachan por los flecos, la realidad se burla de la mejor teoría, y nos recuerda que el estado natural del conocimiento es la perplejidad. No existe conclusión definitiva, siempre se puede pensar mejor, o simplemente de otra manera que a su modo también podría ser válida. En última instancia, el conocimiento es opinión. Por eso hay que dejarle al taller la puerta abierta.
Reflexionar nos vuelve labriegos de la idea, que aran surcos de orden en el vasto erial del desconcierto. Amplía nuestra visión al concebir geografías insospechadas; nos entrena en la tolerancia al sugerir que la verdad existe, pero siempre le queda una parcela por desbrozar. Arranca guijarros a la confusión, pero deja al aire los huecos de la contradicción y de la paradoja. Nos revela, al final, que la razón es solo uno de los caminos posibles para el entendimiento, y que existen otras artes más ambiguas pero no menos certeras de aproximarnos a las cosas. Las verdades nuevas, esas que nos sacuden como un destello deslumbrante, suelen insinuarse en la neblina de la poesía o la intuición.
La reflexión está hecha tanto de lo que atendemos como de lo que dejamos de lado: el coraje no nos da para afrontarlo todo. Somos perezosos, principalmente con lo que contraría las convicciones previas, que casi siempre nos llegaron por herencia. Mucho de lo que pensamos, en realidad, nos piensa: desde el rumoroso crepitar de las brasas, desde el diario trasiego de la gente. A menudo, reflexionar es atreverse a cuestionar lo que se nos presenta como obvio; y aprender exige desaprender. Pensamos demasiado en nosotros mismos y desde nosotros mismos. Se siente vértigo al asomarse y mirar lejos: ¿y si yo fuera otra cosa, y si lo fuera el mundo? Por eso hace falta valor para pensar, por eso preferimos evitarlo.
Comprender resulta tranquilizador, pero, cuando carecemos de respuestas, ¿qué podemos hacer mientras tanto? Templarnos en saber que no sabemos. Sumergirnos en una incertidumbre expectante y paciente: a menudo, cuando dejamos asentarse a las cosas, se nos aparecen bajo perspectivas inesperadas, compuestas en una nueva coherencia que nos asombra, una revelación, lo que han llamado insight.
El ser humano se pone a hacer preguntas, sin darse cuenta de que el interpelado es él. Quizá la verdadera reflexión consista en dejarse interpelar. Para la reflexión, lo decisivo es el ritual, el paseo por los parajes íntimos, en busca de los ecos que dejan en ellos los sucesos. Hay un mundo fuera, pero lo encontramos dentro. Las más sagaces reflexiones no dejan de ser meras palabras: la vida siempre es mucho más. Cuidado: cavilar puede ser un modo de eludir la vida. Pensar es bueno, vivir es mejor.
Sí, pensar es bueno. Pensar mucho es contraproducente.
ResponderEliminarNietzsche decía que las únicas ideas valiosas son las que surgen caminando. A lo mejor toda la sabiduría se reduce a esto: si no sabes qué hacer, hazlo.
EliminarInteresante...
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