Como dice Richard Hawkins, para la especie —¿hay algo fuera de ella?— somos meros artefactos transmisores de genes. El objeto de todo nuestro andamiaje, incluido el comportamiento, es arreglárnoslas para que los genes que nos manejan desde la cabina celular se vuelquen en la siguiente generación, lleguen una etapa más lejos.
Pero lo más interesante es que tras toda esa trama no se requiere la más mínima voluntad, solo un inerte derrumbamiento hacia delante. Los «genes egoístas» no nos manipulan porque quieran perpetuarse, sino que se perpetúan mientras nos usan, y esa fórmula se replica por la inercia de su propio éxito. La evolución es tan avariciosa como ciega, tan arrolladora como indiferente.
Así pues, la biosfera es un trasiego de artefactos a bordo de los cuales vuelan los genes hacia sí mismos. Carcasas sonámbulas compuestas por un azar que tuvo éxito colonizando el futuro. Pensarnos desde ahí aclara muchas cosas. Pero no todas. La relación que establezco con otros no parece limitarse a una mera interacción entre sus genes y los míos. ¿Está justificado tal reduccionismo biológico?
La cuestión es que nuestra evolución alcanzó un punto tan sofisticado que parece que hayamos fraguado en un nivel distinto al de los genes. Quizá las fuerzas que rigen nuestra vida se ciñan a una mera transmisión de genes sin que tengamos conciencia de ello. Pero también podríamos habernos escindido: los genes harían su vida, rigiendo su mundo de materia e instinto, y el ente que surgió de ellos como epifenómeno, por su parte, habría fundado su propio ecosistema de identidad y libertad. ¿Será eso lo que llamamos alma?
Pongamos por ejemplo el amor. Cuenta sin duda con un sustrato emocional genético, y una incuestionable función biológica: nos impulsa a aproximarnos para colaborar o procrear. Pero, en medio de esa dinámica, brota el temblor de la poesía. De nuestra interacción emana un gozar y un sufrir, un soñar y un luchar, una ristra de alegrías y decepciones que no está claro que a la vida ciega le sirvan para nada.
¿Y los comportamientos grupales? Responderán a nuestro instinto gregario, que cumplió su buen servicio a lo largo de la evolución, pero, ¡hasta qué punto lo complican! Los rituales, las convenciones, las instituciones, convierten la comunidad en un fenómeno con espesor propio, dotado de una historia que lo define y lo condiciona. El lenguaje es una inmensa creación compartida, que funciona como herramienta, pero que además sucede por sí mismo, con una autonomía que lo emancipa de la pura función instrumental.
El instinto nos ha soltado la cuerda lo suficiente para que lleguemos a pensar y elegir. Los pensamientos (y buena parte de los sentimientos) juegan en su propia liga simbólica. La libertad se traduce en una fascinante condena, que nos abruma pero también nos construye. Ser conscientes nos convierte en responsables. ¿De qué gen sale la responsabilidad?
Si lo que digo suena a dualismo, entiéndase este no como la díada entre materia y trascendencia, no la condensación de algo fantasmagórico, sino como un mero florecimiento de la complejidad. Desisto de nada más allá de la materia. Pero parece que la materia puede devenir pensante, sintiente, soñadora y autoconsciente, y toda esa nube de revoloteos de energía se ha condensado en suceso. El artefacto se ha puesto nombre propio y ha urdido su propio universo. Y lo que pasa en ese mundo imaginario influye en el acontecer de la materia. ¿Puede, entonces, reducirse a ella, o hay que considerarlo algo totalmente nuevo y distinto? La materia tiembla al pensarlo.
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