Antoine de Saint-Exupéry nos cuenta cómo, en un viaje en tren, contemplaba fascinado el esplendor de un muchachito acurrucado entre sus padres. «¡Qué carita más adorable! —escribe—… He aquí un rostro de músico, he aquí a Mozart niño, he aquí una hermosa promesa de vida».
Luego sus meditaciones se sumen en el desconsuelo, pensando cómo la vida y el mundo frustrarán aquel milagro. «Mozart niño será marcado como los demás por la máquina de estampar.» Y añade: «Creo poco en la piedad… Lo que me atormenta no es esta miseria, en la cual, después de todo, uno se instala tan a gusto como en la pereza… Sino el hecho de que, un poco en cada uno de los hombres, Mozart es asesinado».
El escritor, nos lo revela su obra, es un alma vulnerada que ha sufrido en propia carne la brutalidad de un mundo que aplasta el espíritu, la potencialidad de la bondad y la belleza. Ha experimentado dentro de sí ese asesinato de Mozart. Saint-Exupéry se hizo aviador, seguramente, para poder sentirse libre y puro bajo las estrellas durante sus vuelos nocturnos. En tierra no se las arreglaba muy bien. Los espíritus sensibles no suelen tener suerte en la coexistencia, y se confunden en los negocios de los hombres. Esperan demasiado, quizá ilusamente, quizá desde un narcisismo no del todo resuelto. Antoine se evadía de todo ello en el aire, coqueteando con una muerte que tal vez buscaba en secreto, y que acabó cruzándose de cara. Habla, pues, desde el propio desencanto, desde el resentimiento, desde la melancolía; hay que ser cauto con sus lamentaciones y sus reproches. El dolor nos predispone a ver solo las heridas. El trauma nos sume en la amargura.
Podemos comprender que Saint-Exupéry sea rabiosamente subjetivo: todos los somos. Podemos, sobre todo, darle la razón que tiene. La vida nos tritura en su molino. Mozart es asesinado cada día en cada niño: en el infante puro que fuimos, en el que seguimos siendo. El mundo que hemos construido no está hecho para nuestros Mozart interiores; basta con salir a la calle, con trabajar y pagar las facturas, con afrontar los zarpazos de la convivencia, con ver las noticias: es un mundo rudo, atroz y doloroso, que merece la vergüenza y el lamento.
Hay que seguir luchando por labrar en ese mundo la alegría, por empujarlo hacia la justicia, por plantarles cara a sus verdugos. Pero sobre todo, con el mismo ahínco, o incluso más, tenemos que seguir cultivando lo bueno en nuestras huertas, en lo que de sucio y violento y atroz hay en nosotros. Por sí mismo, eso no transformará el mundo —ya no somos tan ingenuos—, pero cambiará lo que está en nuestras manos cambiar: el pequeño universo propio en el que habitamos. Porque incluso en medio de nuestras guerras y nuestras mezquindades, —tal vez en parte, por alguna extraña ley, gracias a ellas— Mozart, a veces, florece: eso demuestra que, de algún modo, nos las arreglamos para que siga ahí, y en ocasiones conseguimos que prevalezca.
A Saint-Exupéry podemos replicarle con las nietzscheanas consideraciones de Kahlil Gibran: «Así como la semilla de la fruta debe romperse para que su corazón se ofrezca al sol, así debéis vosotros conocer el dolor». O proponerle las palabras de Rilke: «Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que no es bastante poeta como para conjurar sus riquezas». Ese es el milagro que hay que celebrar, esa es la razón por la que hay que cultivarlo dentro de nosotros: Mozart, a pesar de todo, sigue vivo, no han conseguido asesinarlo del todo. Y solo espera su llamada.
Me encantaría fabricar un telediario que solo diera buenas noticias.
ResponderEliminarMe pregunto que recepción y audiencia tendría.
Un experimento sociológico muy interesante. Serviría para contrarrestar el aluvión abusivo de negatividad que uno siente cuando mira las noticias (y que hace que a menudo prefiera no mirarlas, para poder mantener la presencia de ánimo y hasta el equilibrio mental). Al menos de vez en cuando: un telediario "curativo"...
Eliminar"Telediario curativo. Es otra opción". Ese podría ser el slogan...jejeje
ResponderEliminar