Ir al contenido principal

Elida y Nora

Son las protagonistas de dos rutilantes obras de Henrik Ibsen: La dama del mar y la célebre Casa de muñecas, que el azar me ha ofrecido juntas en un mismo volumen y he podido leer de un tirón. Salvando las distancias circunstanciales, las dos historias guardan un intenso paralelismo. Ambas cuentan el proceso de mujeres que se descubren y se rehacen a sí mismas. 


Inmersas como están en un contexto de supremacismo masculino, su virtud consiste en ser capaces de rescatar la propia identidad, su autonomía como personas, y hacerla valer a pesar de las consecuencias. Las admiramos como modelo para la emancipación femenina, pero, como todos los hechos justos, también nos inspiran la reafirmación de cualquier ser humano que sufra una circunstancia de opresión. 
Elida y Nora parten de una situación de sometimiento que al principio, como suele suceder, les pasa desapercibido a ellas mismas: al fin y al cabo, forma parte de su cultura y de su contexto social. Pero en medio de esa estabilidad aparente estallará un conflicto que permanecía contenido y que ahora romperá el velo y sacará a la luz las contradicciones. Enfrentadas al brete, ambas mujeres tendrán que mirarse al espejo y hacerse fuertes, optando por restituir la dignidad. 

Elida arrastra su conflicto interno en forma de obsesión: le persigue una promesa de amor que traicionó para consentir en su actual matrimonio. Ese pasado reaparece de repente a pasar cuentas, obligándole a afrontar lo que hasta ese momento no se permitió: elegir por sí misma, asumir su responsabilidad de ser libre, en lugar de dejarse conducir como una sierva por los hombres que se apropian de su destino. El antiguo amante le reclama el cumplimiento de su promesa; su marido actual le exige que cumpla con los votos del matrimonio y la considera incapacitada para decidir por sí misma. Ella, sin embargo, parece decantarse por cumplir el viejo juramento. Al final optará por no hacerlo, pero la cuerda ha tenido que ser tensada hasta que su marido claudica y se compromete a respetar sus deseos, resignándose a perderla si eso es lo que ella quiere. Se queda, pues, pero ya desde un lugar nuevo, como dueña de su destino y señora de su casa. 
Nora, por su parte, consiente en que su marido la reduzca a un papel forzadamente infantil, permitiéndole que la trate como a su juguete, su «muñeca». Pero bajo esa apariencia pusilánime es una mujer muy consciente que en secreto salvó su casa en un momento de bancarrota. Eso sí, tuvo que echar mano de algunas irregularidades que podrían costarle caras, y que en cualquier caso jamás le perdonaría su rígido marido. Por eso, todos sus esfuerzos se vuelcan en que él no se entere. Empeños vanos: la verdad acaba sabiéndose, y Helmer, el marido, no tendrá reparo en humillarla. Esa humillación, tan arbitraria, tan injusta, es la espita que vuela los decorados de cartón piedra en que discurría su vida. Nora asume que todo era un artificio y que ha llegado la hora de la verdad: en realidad, ya no ama a su marido, ni está dispuesta a jugar ese papel subalterno al que él la había relegado. Así que, a pesar de las amenazas y los ruegos de este, y sobre todo a pesar del calvario al que la someterá el entorno social, se marcha de aquella asfixiante casa de muñecas. 

Elida plantea el conflicto pero al final se aviene a lo socialmente correcto. Aun siendo cronológicamente anterior, Nora lo lleva hasta sus últimas consecuencias, y por eso la obra provocó un escándalo entre la burguesía decimonónica. Ambas, cada una a su manera, nos espolean a defender la dignidad frente a tantos que pretenden escatimárnosla. 

Comentarios

  1. Interesante.
    Y sigue la lucha...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Que siga, que siga. Cada instante tiene su oportunidad para lo bueno. Incluso en la derrota: hay derrotas admirables.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...