Ir al contenido principal

Palabras sanadoras

¿En qué consiste el poder de una terapia basada en la palabra? Si tiene alguno, es la posibilidad de reconstruir relatos. Reformular sentidos, pero sobre todo lugares y roles. Mientras contamos nuestra vida, nos la estamos contando a nosotros mismos: creamos y consolidamos nuestro relato. Porque al fin una vida es una historia, pero sobre todo por el hecho de que hablar es una interacción, y toda interacción es una trama, un despliegue de papeles, de personajes y de asuntos. 


En cada nueva versión, por consiguiente, tenemos la oportunidad de recrear el relato, de corregir aquello que lo hace tropezar; no porque necesariamente estemos confundidos, sino porque hemos quedado cautivos de una manera de interpretarlo. No hay relatos acertados o erróneos: hay narrativas restringidas o bien capaces de contener una multiplicidad de matices. Al hablar tenemos la oportunidad de incorporar nuevas versiones de la historia, nuevos matices de la complejidad. 
Hablar, pues, es curativo en sí mismo, y por eso necesitamos desesperadamente quién nos escuche. La presencia ajena hace que nuestro relato se convierta en una especie de comedia, en algo real y consistente: hay un testigo. En este nivel, lo mismo da contar la vida a un terapeuta o a nuestra tía. La cuestión es que alguien nos valide con su escucha. Solo con eso ya experimentamos un cierto alivio, una oportunidad para organizar y aclarar ideas. Cabe pensar que esta sea la función primigenia del lenguaje: sentir que no estamos solos, urdir complicidades con la palabra. 

Hay una segunda función del hablar, y es la más aparente: la de los significados. Hablar no solo configura las ideas: nos expone a las del otro, o a las que construimos en interacción con el otro. Aquí la terapia verbal cobra mucho sentido, pues un diálogo sabio puede enseñarnos muchas cosas. Sin embargo, como avisaba Nietzsche, tendemos a sobrevalorar la capacidad performativa de la palabra. Al verla fuera se nos antoja sólida, y es fácil olvidar que en cada ocasión reformulamos su sentido: así de volubles, de porosos resultan los conceptos. 
Es dudoso que el nivel de la mera idea, por brillante y convincente que alcance a presentarse, ejerza un ascendente decisivo sobre las heridas del alma. A menudo, lo mismo que nos aporta el terapeuta nos lo puede proporcionar un buen libro de filosofía, y precisamente por su énfasis en la palabra. Y sabemos que el poder transformador de la filosofía es escaso. Una cosa es ajustar las ideas, y otra modelar las emociones, las convicciones, los hábitos en que a lo largo de toda una vida nos hemos refugiado de lo que somos. Ahí cobra sentido la tercera función del hablar, mucho más poderosa. 

La tercera función del hablar tiene que ver con su dimensión escénica. Mientras hablamos, y en particular mientras dialogamos, estamos desplegando una obra de teatro, estamos construyendo el relato mismo. Ejecutamos, exploramos papeles que se articulan de un modo determinado con los papeles que interpreta el otro. En este nivel, la palabra no tiene más valor que cualquier otra acción o gesto. La palabra, en tanto que instrumento de intercambio, se reduce a ademán, a símbolo en movimiento. Una palabra afable acompañada de una sonrisa tiene un poder inmenso, igual que, a la inversa, lo tiene un mensaje mordaz secundado por una actitud destructiva. El terapeuta quizá sea capaz de curar ya no con sus palabras, sino con el modo en que nos habla y nos escucha. La palabra, entonces, es casi un subterfugio, un atavío de la interacción. Más que lo que se dice, cuenta lo que se hace y lo que significa lo que se hace o se deja de hacer.

Comentarios

  1. A veces me he sorprendido hablando solo en la ducha.
    Preguntado a un reputado psiquiatra sobre si eso debería preocuparme, su respuesta fue muy convincente y tranquilizadora: " No es malo, mientras que la ducha no te conteste".
    Así que voy bien...jejeje

    ResponderEliminar
  2. Esa capacidad sanadora que dices de la palabra, al tener la posibilidad de reconstruir nuestros relatos sobre nuestras vivencias, quizá sea por eso que a veces la mente no para de recordarnos aquello que hicimos mal, aquello que nos duele. Tal vez sea para poder encontrar finalmente un modo de verlo que no nos culpe y que nos perdone. Poder así pasar página definitivamente.
    Hago por verlo así, aunque sin certeza científica.
    Otro gran tema, la palabra.
    Me pregunto porqué algunos animales no la necesitan para comunicarse completamente. ¿Quiere eso decir que la palabra solo es "un medio", y no "el medio"?
    Y además, según algunas investigaciones con orcas, no se trata del medio más completo y avanzado de comunicarse.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El diálogo que mantenemos continuamente -sea o no en voz alta- con nosotros mismos me parece una de las facetas más interesantes de nuestra psicología. Implica una multiplicidad interna, si no de identidades, al menos de perspectivas, que están en continuo intercambio y a menudo incluso en conflicto.

      Las consecuencias de esta "comunidad del almas" de la que han hablado gurús y filósofos son infinitas y de primera importancia. Por apuntar solo una: nuestras eternas contradicciones, que tanta repercusión tienen en la convivencia y la paz mental... Y no te extrañe que otra de ellas sea, precisamente, el lenguaje.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Observar y estar

Hacemos demasiado, hablamos demasiado. Con tanto ruido espantamos a la lucidez, que es ante todo silencio. Un silencio expectante, cargado de presencia. Un silencio abierto al rumor de los oleajes de la existencia, rompiendo en nuestras orillas. «Si las ejecutamos conscientemente, todas nuestras acciones son poesías o cuadros», dice Thich Nhat Hanh. La vida pasa ante nuestros ojos y no la vemos porque estamos buscándola. Pedir nos condena a la carencia: el que tiene no pide. No hay más mundo que el que se extiende justamente aquí, delante de tus ojos. Como nos recuerda Marco Aurelio: «Recuerda que sólo se vive el presente, este instante fugaz... Pequeño es el rincón donde se vive.»  Estamos ansiosos por saber, pero quien sabe observar tal vez no precise pensar tanto. Los orientales lo aseveran desde tiempos inmemoriales, y han hecho de ello una propuesta de vida y una divisa de redención: toda la sabiduría necesaria se resume en permanecer atento. Descender de las calimas de la me...

Pecados

La tradición católica se afanó, al menos en mi generación, abonando en nuestras mentes infantiles el espectro del pecado. Cuando uno era, como lo era yo, más bien escrupuloso con el ascendente de la autoridad, y se tomaba a pecho el cumplimiento de las normas para ganar el estatus de «bueno» (o, al menos, no ser tachado con el de «malo»), el riesgo de incurrir en el pecado se convertía en fuente de un sufrimiento obsesivo. En definitiva, y puesto que el pecado abarcaba casi todo lo que podía evocar algún placer, la culpabilidad era un destino casi seguro, y, unido a ella, el merecimiento de castigo. Yo estaba convencido de ambas cosas, y tenía asumido que ni mi sumisión ni las penitencias a las que a veces me sometía servirían para librarme de la terrorífica condena. Y, sin embargo, debo reconocer, ahora que puedo hacerlo sin sentirme amenazado, que nunca entendí cabalmente la casuística del pecado. ¿Por qué es malo lo que no se puede evitar, lo que tira de nosotros desde dentro con t...

Buen chico

Uno de los prejuicios más fastidiosos sobre mi persona ha sido el de etiquetarme bajo el rótulo de buen chico . Así, a palo seco y sin matices. Como se te tilda de orejudo o patizambo. En todos los apelativos hay algo despersonalizador, una sentencia que te define de un plumazo despiadado, atrapándote en su simplismo. A los demás les sirve como versión simplificada de lo que eres; para ti constituye un manual de instrucciones del destino. Reza una máxima atribuida a César: «Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es». Todos los rótulos son insidiosos, pero el de la bondad resulta especialmente problemático. Colgarte ese sambenito es el pasaporte directo al desprecio. En primer lugar, porque el buenazo , en su formulación tradicional, equivale a una mezcla de timorato y bobo. En segundo, porque alguien con fama de bondadoso es inevitablemente incómodo: no deja de recordar a los demás que no lo son. Y, en tercer lugar, porque los buenos chicos suelen ser infinitamen...