Ir al contenido principal

Tener razón

A todos nos gusta tener razón: hay un placer en sentir que desciframos una causa. Es el gusto de saber, el mismo que impulsa, más que un abstracto afán instrumental, todo el conocimiento y, sobre todo, la filosofía, ese «amor al saber». Conocer lo verdadero, por supuesto. Pero dirigirse a la verdad implica empezar por ser conscientes de nuestras limitaciones (y quizá las de la verdad misma): saber que nunca se sabe por completo; que, como Sócrates, solo sabemos que no sabemos nada. Que siempre queda una objeción, una pregunta… Se hace camino al andar, y siempre hay un paso más allá. 


Porque, ¿acaso tenemos alguna vez razón del todo? ¿Hay alguna ocasión en que no tengamos un poco? Aristóteles, que tenía razón en muchas cosas, recomendaba el camino medio, no porque no hubiese falsedades, sino porque el mundo es demasiado complejo para que las cosas sean de un solo color. El mundo es confusión, mezcla, impureza, gradación. Bien está soñar con blancos o negros, pero siempre que no olvidemos que se trata simplemente de un sueño que soñamos mientras vivimos entre una infinidad de grises. 
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar el matiz en nuestras convicciones? Porque nuestra naturaleza vulnerable aborrece la inseguridad. Preferimos equivocarnos con un error familiar a acertar con verdades insólitas. Somos expertos en cerrar los ojos a lo que no queremos ver. Eso hace al conocimiento doblemente arduo: no solo tenemos que construirlo contra la falsedad, también hemos de limpiarlo de nuestros prejuicios. Se ha dicho que buena parte del aprender consiste en desaprender, y que no hay verdades, sino afirmaciones provisionales cuya falsedad aún no ha podido demostrarse: en ese principio se fundamenta la ciencia entera. Conocer, entonces, requiere un curioso tipo de valentía: el de aceptar la sinrazón en la razón, lo relativo en la convicción; estar dispuestos a desprendernos de nuestras creencias cuando hacen aguas, en lugar de hundirnos con ellas: o sea, en amar más la verdad que nuestras ideas sobre ella. 

Hay otra causa de que nos resulte tan apremiante tener razón, o que al menos lo parezca, o que al menos así se acepte. Es lo que hace tan difícil que en una discusión admitamos nuestro error, o como mínimo la posibilidad de acierto en el otro. ¿Cuántas veces un debate se zanja en un acuerdo? Lo más probable es que al final cada cual se vaya aún más encastillado en su actitud. Y no porque no capte la parte de razón que podría tener el adversario, sino porque ante el adversario no se debe mostrar debilidad; porque ceder sería perder. 
Esto nos demuestra que tener razón es, ante todo, un fenómeno social. No tenemos razón: se nos da, se nos reconoce. Y mientras es así, estamos socialmente bien situados; en cambio, consentir un error o relativizar las posturas podría dañar nuestro prestigio, podría hacer tambalearse nuestra reputación, que no es más que un nivel favorable en la jerarquía social. Una situación ventajosa en la jerarquía nos facilita la colaboración de los otros a favor de nuestros intereses. O sea, que tener razón constituye un útil instrumento de poder, al que no renunciamos fácilmente. De ahí que muchas discusiones, en el fondo, y sobre todo cuando muestran una intensa carga emocional, se puedan entender como una forma de lucha. Una lucha, en fin, que no está interesada en la verdad, o que no duda en renunciar a ella si le sirve como moneda de cambio para un estatus destacado. El simple confunde moderación con debilidad, cuando sucede todo lo contrario: hay que ser muy sabio para no saber nada.

Comentarios

  1. ¡Qué genial artículo!
    De aquí saldría un debate interesantísimo. En el que yo tendría razón, claro (jejeje).
    Muy acertados todos los comentarios.

    En un proceso de rehabilitación, en un proceso de crecimiento personal, en un proceso de cambio, una de las cosas más decisivas y más difíciles de superar, es aceptar que viendo las cosas a tu manera, mira adónde has ido a parar. Es decir, reconocer que estás equivocado.
    Cuando consigues hacer eso, das un gran paso hacia adelante.

    Magnífica tu frase final, "hay que ser muy sabio para no saber nada", me la anoto.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, siempre me ha impresionado cómo solemos aferrarnos a nuestras convicciones, aunque sepamos que son erróneas. Y es que, claro, poner en duda una sola es ponerlas en duda todas, y a nadie le hace gracia esa inseguridad.

      En cuanto a la frase, me encantaría decir que es mía, pero Sócrates se me adelantó dos mil quinientos años, con aquello de "Solo sé que no sé nada".

      Eliminar
  2. Sí, aunque la paradoja es que es a través de esa inseguridad que alcanzas la mayor seguridad en ti mismo.

    Dos mil quinientos años....jajaja, sí, un ratito de nada...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Zona de luz apenas

Por lo general, los días se arman solos con sus trabajos, sus penas y sus pequeñas alegrías. El momento del deber y la levedad del ocio, el trago amargo del error y el dulce elixir del triunfo. La vida pública, con su teatro, y el recogimiento íntimo, con sus perplejidades. El esfuerzo y el descanso. Casi todo ritualizado, o sea, trabado en una secuencia reglamentaria y alquímica. «Los ritos son al tiempo lo que la casa es al espacio», decía Saint-Exupéry, sondeador de sutilezas ocultas.  Las jornadas se suceden parejas, rutinarias, familiares, pero a la vez trepidantes del estremecimiento de lo vivo. Monótonamente fértiles, «escasas a propósito», decía Gil de Biedma en su poema Lunes : tan llenas de lo que nos falta, tan densas en su gravidez. «Quizá tienen razón los días laborables», se pregunta el poeta: la razón de no volar demasiado alto, de permanecer a ras de tierra, cerca de la materia compacta y humilde. Los lunes mucha gente está triste, pero pocos se vuelven locos. ...

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Conceptos y símbolos

La filosofía es la obstinación del pensamiento frente a la opacidad del mundo. En el ejercicio de su tarea, provee a nuestra razón de artefactos, es decir, de nodos que articulan, compendiados, ciertos perímetros semánticos, dispositivos que nos permiten manejar estructuras de significado.  Cuando Platón nos propone el concepto de Forma o Idea, está condensando en él toda una manera de entender la realidad, es decir, toda una tesis metafísica, para que podamos aplicarla en conjunto en nuestra propia observación. Así, al usar el término estaremos movilizando en él, de una vez, una armazón entera de sentidos, lo cual nos simplifica el pensamiento y su expresión por medio del lenguaje. Al cuestionarme sobre lo existente, pensar en la Forma del Bien implicará analizar la posibilidad de que exista un Bien supremo, acabado, abstracto, y según el griego único real, frente a la multiplicidad de versiones del bien que puedo encontrar en el ámbito de las apariencias perceptuales.  De h...

Presencia

Aunque se haya convertido en un tópico, tienen razón los que insisten en que el secreto de la serenidad es permanecer aquí y ahora. Y no tanto por eso que suele alegarse de que el pasado y el futuro son entelequias, y que solo existe el presente: tal consideración no es del todo cierta. El pasado revive en nosotros en la historia que nos ha hecho ser lo que somos; y el futuro es la diana hacia la que se proyecta esa historia que aún no ha acabado. No vivimos en un presente puro (ese sí que no existe: intentad encontrarlo, siempre se os escabullirá), sino en una especie de enclave que se difumina hacia atrás y hacia adelante. Esa turbia continuidad es lo que llamamos presente, y no hay manera de salir de ahí.  El pasado y el futuro, pues, son ámbitos significativos y cumplen bien su función, siempre que no se alejen demasiado. Se convierten en equívocos cuando abandonan el instante, cuando se despegan de él y pretenden adquirir entidad propia. Entonces compiten con el presente, lo a...

Tristeza e ira

La tristeza es el desconcierto ante una vida que no responde. Es hija de la frustración. Pero entonces, ¿por qué se asocia más bien la frustración con la rabia que con la tristeza? ¿Será la tristeza una modalidad de la rabia, o al revés? ¿O se tratará de dos posibles reacciones para un vuelco del ánimo? Ante una contrariedad, la ira amagaría un movimiento compensatorio; la tristeza, en cambio, podría encarnar la inmovilidad perpleja.   Se adivina una familiaridad entre ambas. Spinoza la perfiló con perspicacia. «La tristeza es el paso del hombre de una mayor a una menor perfección», entendiendo por perfección la potencialidad o conatus que nos impulsa. Frente al impacto de una fuerza contraria, el melancólico se repliega en su puerto sombrío, pasmado, lamiéndose sus heridas, incubando la constatación de su miseria. La tristeza arrincona, hunde, disminuye, y esto sucede cuando una fuerza exterior nos supera y nos afecta, quebrantando nuestra propia fuerza. El depresivo es un derrot...