Tiene su gracia, un punto inquietante, la hipótesis de que nuestro cerebro creciera para afrontar la ardua complejidad de las relaciones humanas. Parece que fue el salto a la tribu lo que nos hizo «inteligentes» por fuerza, ya que nos obligó a procesar con una cierta maña el abigarrado laberinto de la interacción con los otros, la tupida red de conflictos y convenciones, tanteos y duplicidades de la horda humana.
Para afrontar esa confusión y dotarla de un cierto orden habría irrumpido el lenguaje, una herramienta que surge y se aplica en el contexto de lo común, lo compartido, donde permite canalizar y regular la interacción a través de signos y símbolos, haciéndola más fluida y al mismo tiempo más rica en matices. Al simplificar la multiplicidad fenoménica del mundo, facilita la adquisición y el uso del conocimiento. Palabra y concepto evolucionan en paralelo; no cabe descartar que, incluso, el razonamiento se activara como una interiorización del lenguaje: ¿qué es pensar, sino hablar con nosotros mismos? Lenguaje y pensamiento, a medida que crecía nuestra destreza para manejarlos, nos habrían servido no solo para organizarnos mejor en grupo, sino en las mil sutilezas de la vida social: rastrear las mentiras y decidir si podemos o no fiarnos de nuestros congéneres; ganarnos su aceptación y favorecer su cooperación; no quedarnos solos con nuestros sentimientos y, al mismo tiempo, influir sobre los de los otros.
De hecho, el bastidor de las relaciones humanas no está armado con lógica o razones, sino con emociones. Los cognitivistas conciben la emoción como resultante del pensamiento: siento, luego pienso. Es evidente que existen profundas conexiones entre ambos, y que se influyen el uno al otro. Sin embargo, tanto la filogénesis como la experiencia nos sugieren que las pasiones se parecen más a la enmarañada selva de los románticos que al diáfano cielo platónico de las ideas: es más plausible que la emoción preceda al pensamiento. Pienso, luego siento; o pienso para lo que siento y según siento. Si miramos con atención, las ideas parecen ir siempre a remolque de los afectos, apuntalándolos o interpretándolos, casi como emergiendo de ellos. Los pensamientos tienen un algo de traslúcido y desvaído frente al contundente temblor del sentir.
Sea como fuere, en esa tensión entre emoción y concepto se adivina el quehacer de la mente. Y siempre sobre el escenario del intercambio social, ya que no hay emoción que no nos sitúe de algún modo ante la presencia del otro, que no impregne de sabor esa presencia y la modele. Necesito descifrar, prever, juzgar, manipular el comportamiento de los otros, y ajustar el mío en consecuencia. Tengo que regular el ardor y la incertidumbre del amor, del miedo, de la simpatía o el odio. Mi mente debe trenzarse en redes con las otras mentes, y de esa integración dependerá mi bienestar e incluso mi supervivencia.
La moral también emana de esa tensión interna entre lo que se pretende y lo que es, lo que se espera y lo que se presenta en el contexto común. Los valores son un marco imaginario que superponemos a la realidad; una plantilla heredada de los otros y permanentemente influida por los otros. Necesitamos pensar y sentir para administrar los preceptos y los problemas de la moralidad; para asimilar lo que está permitido y lo que está prohibido, lo que debemos hacer para comportarnos como se espera de nosotros y para cumplir nuestros deseos…
Precisamos de un procesador de alto rendimiento para todos nuestros rasgos de animales sociales: es creíble que por ese motivo la evolución nos haya dotado con él. El recelo que nos escama es que tal vez se haya quedado corta.
Hacía tiempo que no entraba por aquí, así que voy atrasadísimo...jejeje
ResponderEliminarTu constancia resulta admirable.
Sobre lo que comentas respecto a que quizá la evolución se quedó corta , si te refieres al cerebro, no lo creo. Pienso que el cerebro es aún un gran y enigmático desconocido. Creo que ni imaginamos todavía lo que será capaz de hacer. ¿Telequinesia?¿Leer la mente ajena ?
Uff...causa miedo solo pensarlo.
Por otro lado, sí estoy de acuerdo en que el sentir va antes que el pensar. El maestro Punset decía que cuando tomamos una decisión con la mente consciente, el inconsciente hacía rato ya que la había tomado.
Y sí, pienso que la gestión de las emociones es un paso adelante en la evolución como seres vivos.
Ojalá se hubieran dado cuenta antes...o quizá sí lo sabían...
Genial artículo, da para mucho.
Solo una matización: Yo tenía entendido que nuestro cerebro creció por dos motivos. Uno, biológico, al comenzar a comer carne. Los carnívoros suelen tener el cerebro más grande que los hervíboros.
ResponderEliminarY dos, cuando comenzamos con la agricultura, de tipo adaptativo, pues al no tener que preocuparnos tanto por la comida, dispusimos de mucho tiempo libre. Es decir, fue a causa del tiempo libre que el cerebro evolucionó más....mmmmm....interesante detalle...jejeje
Sentir, pensar, actuar.
ResponderEliminarTres pasos.
Esto nos enseñaron en PH.
Suele equivocarse en sus decisiones quien se salta el segundo paso.