Tiene su gracia, un punto inquietante, la hipótesis de que nuestro cerebro creciera para afrontar la ardua complejidad de las relaciones humanas. Parece que fue el salto a la tribu lo que nos hizo «inteligentes» por fuerza, ya que nos obligó a procesar con una cierta maña el abigarrado laberinto de la interacción con los otros, la tupida red de conflictos y convenciones, tanteos y duplicidades de la horda humana. Para afrontar esa confusión y dotarla de un cierto orden habría irrumpido el lenguaje, una herramienta que surge y se aplica en el contexto de lo común, lo compartido, donde permite canalizar y regular la interacción a través de signos y símbolos, haciéndola más fluida y al mismo tiempo más rica en matices. Al simplificar la multiplicidad fenoménica del mundo, facilita la adquisición y el uso del conocimiento. Palabra y concepto evolucionan en paralelo; no cabe descartar que, incluso, el razonamiento se activara como una interiorización del lenguaje: ¿qué es pensar, s...
Apuntes filosóficos al vuelo de la vida