A la inteligencia le conviene ser temeraria en sus propuestas, pero prudente en sus respuestas. ¿Cuántas ocurrencias brillantes no naufragan en su propia soberbia? No por la soberbia en sí, que al cabo podría considerarse audacia o firmeza en las convicciones; sino porque una convicción que nos ciega se convierte en una vía muerta. La lucidez es humilde no por inseguridad, sino todo lo contrario: porque se sabe más importante que ningún axioma.
Bien está afirmar nuestras certezas con seguridad, sobre todo cuando se trata de defenderlas ante sus adversarios. Pero la verdad es difícil, escurridiza y cara, ardua y poliédrica. Lo es incluso para las luminarias más brillantes y las voluntades más entregadas. Cuando se cree haber tejido una conclusión acertada, suelen descubrírsele los desgarros que le quedan por aquí y por allá, y que antes no sabíamos ver. “La verdad es como una manta que siempre te deja los pies fríos”, sentencia uno de los protagonistas de El club de los poetas muertos, en una de sus escenas más deslumbrantes.
Y eso es cierto no solo porque siempre le quede una parte por cubrir (o descubrir), sino, sobre todo, porque la verdad hallada nunca es el final del camino, sino solo una estación antes de reemprenderlo. Cada respuesta, por acertada que resulte, es en realidad el semillero de nuevas preguntas. Por eso existe la filosofía (¡pero también la ciencia!), que ama tanto la verdad que sabe que nunca la podrá dar por completada.
Con el pensamiento habría que actuar como recomiendan los místicos: “Cuando llegues al final, sigue subiendo”. La verdad nunca está del todo aquí, siempre nos espera un poco más allá. Por eso conviene ponerla a prueba, plantearle nuevas objeciones. Es la pregunta la que la mantiene viva, la que la protege de nosotros, de nuestras limitaciones y prejuicios, de nuestras mezquindades y reticencias. Los interrogantes más feroces deberían lanzarse contra las convicciones más firmes. En el conocimiento vale todo menos detenerse y sentar plaza: es una conquista siempre lábil y siempre hacia delante.
Eso no quiere decir que haya que relegarse al limbo de lo indefinido. Al contrario: la victoria del conocimiento es muy real, y como tal debe ser proclamada y defendida. Pero con la condición de dejarle siempre entornado el beneficio de la duda. La epoché escéptica, sin más, solo sirve como coartada para la indolencia, una cómoda y poco comprometida capitulación a la ignorancia. En cambio, el escepticismo como revulsivo nos salva de aquella otra indolencia, sin duda peor, del prejuicio y el cómodo abrigo del postulado fundamentalista.
Por convencidos que estemos, hay que mantener la precaución de sustituir el “sé” por el “parece”. El segundo es más realista, pero sobre todo más honesto. ¿Cómo saber que se sabe, cómo estar seguro de que uno no se equivoca? Las convicciones deben afirmarse poniéndolas a prueba, y hay que ponerlas a prueba relativizándolas. Nada, decimos, debe ser más cuestionado que una convicción.
Así que atrevámonos a afirmar, por supuesto, pero afirmemos hipótesis y solo hipótesis. Luego vendrá el tiempo de exigirles pruebas, y de ellas sacaremos la conclusión de si vale o no la pena desarrollar esa intuición. Tendremos que invocar en nuestra ayuda al viejo aguafiestas del espíritu de la contradicción, que es el más riguroso en sus demandas. Y, si somos capaces de pasar más allá de él, podremos afirmar al menos una certeza razonable: aunque haya razones para dudar —siempre las hay—, nada certifica que estemos equivocados. Eso, que solo parece ser algo, es todo.
Así es, de hecho, es cierto que cuanto más aprendo, más me doy cuenta de lo poco que sé y lo mucho que me queda (y me quedará sin duda) por saber.
ResponderEliminarY qué gran película, "el club de los poetas muertos", debería incluirse en los mínimos estudios obligatorios.
"El club de los poetas muertos" es, en efecto, una gran película, un canto a la vida encarada con entusiasmo y libertad. Es también una historia del despertar, en la línea de tantas historias "de iniciación". Pero su mensaje vitalista revela sus propias contradicciones: no deja de ser, al mismo tiempo, la historia de un fracaso (¿derrota necesaria en el largo camino hacia la libertad?, ¿sucumbir inevitable del individuo ante la sociedad?), y apunta los peligros de un vitalismo inmaduro o mal contenido (es imposible reponerse del suicidio de uno de los jóvenes protagonistas)... No tengo resueltos mis conflictos con ella, merecería un análisis minucioso y profundo. En cualquier caso, una gran obra.
EliminarSí, sí, como todas las obras maestras, da para infinitos análisis. Que maravilla sería ponerla en las escuelas y después entrar a debate. Cine Quorum.
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