Ir al contenido principal

Rosas blancas

José Martí nos legó un poema que es todo luz y todo ternura. El poeta cultiva una rosa blanca para quienes le aman. ¿Y qué cultiva para los que le dañan? ¡Una rosa blanca! Todo un programa de ética humanista, de cordialidad universal… No podemos leerlo sin admiración, ni sin sentirnos intimidados al presentir que, lamentablemente, no estamos a su altura. 


Hay que ser muy fuerte y muy benévolo, muy recto y muy entero, quizás incluso un poco loco —en el buen sentido de la palabra, parafraseando a Machado— para ofrecer rosas blancas a los infames. Recuerda aquel precepto cristiano, que tan poco habría gustado a Nietzsche, de poner la otra mejilla: obstinarse en la compasión y el perdón, o sea, en el amor. ¿Podemos hacerlo? ¿Queremos hacerlo? Es más: ¿realmente, es adecuado hacerlo? ¿No nos debemos, ante todo, al compromiso con nosotros mismos de defendernos, de cuidarnos, de hacernos valer? ¿Y no resulta evidente que algunos, quizá muchos, pisotearán esa rosa que les tendemos? ¿No hay que ponerle coto, de vez en cuando, a la soberbia y al narcisismo del prójimo? Y, si no lo hacemos, ¿no le estamos invitando, en cierto modo, a que nos maltrate? Se trata de un problema ético —tanto en el sentido moral como en el sentido pragmático— de profundo calado, y nada fácil de encarar. 

No sé dónde leí que el mérito de la otra mejilla es, precisamente, su dificultad. Amar a quienes nos aman es fácil: se basa en el principio de equidad, cuyo elemental y biológico sentido es sustentar transacciones estables, y que además nos parece justo. Do ut des. Lo realmente difícil —¿lo encomiable?— es tratar con miramiento a quien nos “arranca el corazón”, como dice José Martí. Es sobrepasar la equidad y fundar una moral a contrapelo de la evolución y hasta del sentido común, una moral radicalmente fiel a los principios de la compasión, de la generosidad; una moral utópica, en cierto modo abstracta, leal a toda costa a la virtud descarnada, al amor en sí mismo, sin consideraciones prácticas. Puede que haya que atribuirle un gran mérito, pero, ¿hasta qué punto es lo justo, si nos incluimos a nosotros mismos en la ecuación? ¿Hasta qué punto es, sencillamente, humano? 
Una bondad tan refinada, tan espléndida, suscita dudas por su propia magnificencia. Spinoza la habría rechazado, pues va en contra de la tendencia esencial del conatus, que es el medro del propio ser. Nietzsche, en la misma línea, la habría repudiado como traición a la natural voluntad de poder, por su blandura convencional, propia de débiles y pusilánimes. Seguramente Kant la habría aprobado desde su imperativo categórico, pero faltaría averiguar hasta qué punto es viable, y si no es mucho pedir. Los que con más énfasis la defenderían, sin duda, serían los budistas y los cristianos, los primeros por considerarla un camino de liberación (y es cierto que no hay mayor liberación que la del perdón, ni mayor paz interior que la de la generosidad) y los segundos porque así lo estipula el dogma, aunque a lo largo de la Historia haya sido traicionado y tergiversado tantas veces. 

La relación es intercambio, la convivencia es lucha. Lo son incluso en lo más álgido del amor, que, por otra parte, dura tan poco si no se ve retribuido. ¿No nos dejan un poco desamparados las rosas ofrecidas a nuestros enemigos? ¿Dónde termina la bondad y comienza la candidez? ¿En qué punto la generosidad se convierte en bobería? ¿Hasta qué grado podemos tensar la gentileza sin que se resienta el respeto, el de los demás y el de nosotros mismos? Las rosas blancas son hermosas, pero delicadas y exigentes. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Anímate

Anímate, se le repite al triste con la mejor voluntad. Anímate: como si la sola palabra poseyera ese poder performativo, fundador, casi mágico de modelar el mundo por el mero hecho de ser pronunciada. Como si la intención de algún modo tuviese que ser capaz de poner las fuerzas que faltan. Pero el triste no puede animarse... porque está triste. Suspira con Woody Allen: ¡Qué feliz sería si fuera feliz! Sin embargo, es verdad que la palabra tiene poder; pero no tanto por lo que dice como por lo que sugiere. Las emociones son un movimiento (e-moción) que escapa a la voluntad. Pertenecen a ese inmenso ámbito de lo inconsciente y lo automático, donde el Yo no alcanza y parece que no seamos nosotros. Su cariz misterioso justifica que desde antiguo se hayan considerado territorio de almas y de dioses (o demonios). Los médicos de las emociones eran los mismos que trataban con los espíritus y oficiaban la magia: los chamanes parecían los únicos capaces de llegar al corazón, de hacer pactos con...

Destacar

Todos anhelamos ser vistos, ocupar un sitio entre los otros. Procuramos ganar esa visibilidad mediante múltiples apaños: desde el acicalamiento que realza una imagen atractiva hasta hacer gala de pericia o de saber. Claro que la aspiración a no quedarse atrás tensa las costuras del lienzo social, y a veces cuesta el precio de una abierta competencia. Hay quien no se conforma con un hueco entre el montón y pretende ser más visto que los otros. Hay una satisfacción profunda en ese reconocimiento que nos eleva por encima de la multitud, una ilusión de calidad superior que apuntala la autoestima y complace el narcisismo. Sin embargo, nuestros sentimientos ante el hecho de destacar son ambiguos, y con razón: sabemos que elevar el prestigio sobre la medianía suele comportar un precio en esfuerzo y conflicto.  La masa presiona a la uniformidad, y suele sancionar tanto al que se escurre por debajo como al que despunta por encima. Desde el punto de vista de la estabilidad de la tribu, tien...

Defensa de la nostalgia

Un supuesto filósofo, de cuyo nombre no quiero acordarme, sermonea por la radio nada menos que este lema: «La nostalgia es una irresponsabilidad». Desde su pedestal, a este predicador solo le ha faltado decretar la hoguera para los reos de melancolía. Y, como puntilla de su hibris , añade: «Un filósofo tiene que ser tajante, no puede quedarse en medias tintas». Dudo que los dicterios de este riguroso moralista tengan la menor veta de filosofía. Porque si algo caracteriza al pensador honesto es la duda y el matiz. Precisamente la complejidad de las medias tintas. Para sentencias terminantes ya tenemos la fácil temeridad de la ignorancia. En la convicción inamovible se está muy bien: la lucidez empieza en el cuestionamiento, y por eso resulta incómoda y aguafiestas.  Así que yo me permito pasar los axiomas de este señor por el cedazo de mis interrogantes. Ciertamente, la nostalgia es una tristeza, y eso bastó para que Spinoza y Nietzsche la rechazaran. El budismo tampoco la acogería...

La tensión moral

La moral, el esfuerzo por distinguir lo adecuado de lo infame, no es un asunto cómodo. Y no lo es, en primer término, porque nos interpela y nos implica directamente. Afirmar que algo es bueno conlleva el compromiso de defenderlo; del mismo modo que no se puede señalar el mal sin pelear luego contra él. Como decía Camus, «para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción». Debido a ello, la moral se experimenta, irremediablemente, en forma de tensión. Es pura cuestión de dialéctica: desde el momento en que se elige algo y se rechaza otra cosa, lo elegido se enfrenta a la resistencia del mundo, y lo rechazado se le opone en forma de insistencia. No es nada personal: lo que queremos se nos resiste simplemente porque lo perseguimos, y basta con pretender descartar algo para que nos lo encontremos por todas partes, vale decir, para que nos persiga.  Al elegir, lo primero que estamos haciendo es implantar en la vida una dimensión de dificultad, «que empieza ...

Conversación

Los espartanos consideraban que se habla demasiado, y por eso, antes de abrir la boca, procuraban asegurarse de que lo que iban a decir valía la pena, aportaría algo nuevo y no haría a nadie un daño innecesario. Debían ser un pueblo muy silencioso, y su gusto por la brevedad explica que hayamos incorporado su gentilicio «lacónico» como sinónimo de concisión. Es cierto que solemos hablar de más, pero hacerlo tiene un sentido social que escapa a la austeridad de aquel pueblo de adustos guerreros. Por paradójico que parezca, normalmente no conversamos para transmitir información. Necesitamos hablar porque es nuestra manera de encontrarnos, de estar juntos, de sentirnos unidos. Cierto que lo que nos entrelaza es frágil: meros mensajes, a menudo banales, muchas veces inapropiados. Sin embargo, por frágil que sea, cumple su función primordial de vínculo. Además, hay que respetar las palabras, incluso las más triviales, porque el verbo es más fuerte que nosotros, porque nos trasciende y nos ...