¿Se puede filosofar sin tener como meta la verdad, limitándonos a ese mero deconstruir del afán posmoderno? La supuesta renuncia contemporánea a la verdad, ese martilleo relativista que la despedaza en un puñado de opiniones, se consume en la paradoja de su propio dicterio nihilista.
Y no solo por el silogismo, más bien trivial, de que quien defiende que la verdad absoluta no existe está cayendo en el absolutismo de la relatividad. Lo decisivo es que quien argumenta para deconstruir los viejos relatos ya está actuando con una intención de autenticidad, ya está explorando los caminos de una verdad que trascienda lo parcial o lo relativo, construyendo su propio relato iconoclasta que aspira a despejar de mentiras las certezas decretadas por la autoridad del poder. ¿Por qué habría que molestarse en desguazar lo viejo si no se aspira a levantar algo nuevo de sus escombros?
Ya hace mucho que cuestionamos la verdad con mayúsculas, la convicción definitiva, desvelando en su monolitismo una quimera; y de existir, en cualquier caso, no parecemos capaces de alcanzarla. Los escépticos ya la consideraban inaccesible hace más de dos mil años, y por eso promulgaban esa incertidumbre resignada de la epoché, una suspensión indefinida del convencimiento que, llevada a sus últimas consecuencias, invalidaba cualquier intento de reflexión. Y no obstante su renuncia a la certeza, el escepticismo contiene una actitud noble que ha merecido el interés de muchos pensadores posteriores, una dignificación de la duda como herramienta, precisamente, de autenticidad. Una entrega a la verdad tan insobornable que tendría el valor y la honradez de reconocerla inalcanzable.
Por suerte, al menos desde Montaigne ya no buscamos la verdad absoluta, pero eso no nos impide insistir en acercarnos siempre un poco más a ella, como hacen los científicos. La verdad, en efecto, es una construcción mental (y por tanto social, pues toda mente opera inmersa en una sociedad). Solo eso ya debería hacernos cautos con nuestras convicciones, que nunca son exclusivamente nuestras. Cada individuo, cada colectividad, cada época histórica solo pueden observar y pensar desde sí mismas, desde sus propias coordenadas.
Pero esa constatación no tiene por qué sumirnos en el estéril relativismo. Eso sería como renunciar a encaminarnos hacia un destino solo porque nuestro cuerpo se verá entorpecido por la fatiga. Nuestro espíritu debería imitar más bien el de los peregrinos, que viven inmersos en el día de hoy, pero orientándose hacia el horizonte del futuro. No hay garantía de que nuestro objetivo sea alcanzable, ni siquiera la hay de que estemos avanzando en la dirección correcta, pero la empresa vale la pena lo bastante como para apostar por ella.
Algunos indicios nos alientan. Entre construcción y deconstrucción, parece que algo avanzamos. El cuestionamiento de los grandes relatos que promulgan los posmodernos, más que instaurar una absoluta subjetividad, nos previene de las trampas de esta. La aspiración a la verdad sigue ahí, no como quien retira capas de una cebolla, sino como un diálogo con la cebolla entera, con su presencia y sus matices, con su fragilidad y sus metamorfosis. La verdad no como cosa acabada, trascendental (eso sería platonismo), sino como convicción provisional y progresiva, más proceso que resultado, más propuesta que esencia. La verdad como certeza de lo probable, o sea, caleidoscopio para el continuo replanteamiento. También las casas y las máquinas durarán solo un tiempo, pero las hay sólidas y resistentes y otras que arrastra la primera tormenta. Aún proyectamos un resguardo firme y abrigado.
No lo recuerdo muy bien, pero hace tiempo ví un documental, que no recuerdo de qué trataba, pero sí se me ha quedado grabado en la memoria el modo en que comenzó. Al principio, ves figuras abstractas que no alcanzas a distinguir qué es aquello. Entonces la cámara comienza a alejarse, dejando ver un campo de visión más amplio. Y entonces comienzas a distinguir algo parecido a bacterias microscópicas. Se sigue alejando progresivamente y van apareciendo las células, los seres vivos, los campos, las ciudades, los países, los continentes, el planeta y el espacio.
ResponderEliminarY después realiza el mismo efecto a la inversa. Comienza desde el espacio y va bajando, pasando por el planeta, los continentes, los países, las ciudades, las personas y cierra el ciclo adentrándose en la pupila de ojo humano.
Me pareció un efecto sorprendente y que demuestra que la amplitud del campo de visión modifica nuestra percepción.
En la misma linea, un ejemplo menos abrumador y más cotidiano.
En un debate electoral, uno de los políticos estaba reprochando a otro: "Usted me dejó el 18% de paro y mi gobierno lo ha bajado al 8%". Queriendo mostrar que su gobierno es mejor pues ha conseguido una tasa de paro más bajo que el gobierno anterior del político cuestionado.
Entonces, este último añadió: "Está usted en lo cierto, pero no cuenta toda la verdad. Usted explica que mi gobierno le pasó a usted una tasa de paro del 18%, pero no dice que yo lo recibí al 36%".
Es otra muestra de que ampliando el marco, la verdad se modifica. Bueno, la percepción, mejor dicho.
Por eso, cuando una "verdad" nos molesta, viéndolo desde un contexto más amplio, suele mejorar el efecto.
¡Acertados ejemplos! Me encanta sobre todo el del político.
EliminarAmpliar la perspectiva (y disponer de más información) es el camino de oro para una percepción más acertada de las cosas.