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Mostrando entradas de abril, 2023

Mellas del estrés

El capitalismo avanzado ha creado el estrés y nos ha mostrado sus males. Como dice Byung-Chul Han, “el individuo del rendimiento contemporáneo se violenta a sí mismo”, convertido en su propio y más cruel patrón. En la sociedad del rendimiento, la vida se convierte en una abigarrada carrera de obstáculos, que hay que sortear sin descanso ni reticencia, a un ritmo cada vez más frenético para poder encajarlos en unas jornadas que se resisten a durar más de veinticuatro horas.  Hay algo inhumano en esa precipitación que no va a ninguna parte, ese trotar en círculo del asno persiguiendo la zanahoria. Y no solo porque resulte alienante en sí misma; no solo porque exija una creciente eficacia, en el sentido de volumen de producción. Hay otro rasgo que cosifica al sujeto tal vez más, imponiéndole los rasgos de la máquina: la progresiva aceleración del tiempo, la contracción del descanso, la abolición del ocio. El individuo del rendimiento no puede, no debe parar. Ese precepto de celeridad qu

Descansada vida

Hace unos días asistí a la entrañable fiesta que un amigo organizó con los más próximos para celebrar su estreno como cuarentón. En el ambiente se palpaba un vibrante afecto por el homenajeado, cuestión que de por sí merecería las más apasionadas reflexiones: ¿acaso se justifica la vida por algo que no tenga que ver con el cariño? ¿No daba en el clavo Rabindranath Tagore al considerar que el único epitafio que vale la pena que le escriban a uno es: “He amado”?  Pero aquí no iré tan lejos. Aquí me proponía un breve alto en el camino para glosar otro detalle de la velada que, aunque menos decisivo, a mí se me quedó enredado en las cavilaciones. En un momento en que mi amigo era centro de atención, no sé si al soplar las velas o al abrir el regalo, otro querido asistente, ya jubilado, exclamó en voz alta: “¡Quién tuviera tu edad!” Y yo, que procuraba mantenerme en un más bien discreto segundo plano, no pude evitar responderle casi sin querer: “¿Volver atrás? ¡Ni hablar!”  Más tarde la e

Ceguera selectiva

Nunca acabaré de asombrarme de esa tendencia que tenemos las personas a engañarnos a nosotros mismos, a deformar la realidad desde nuestros anhelos o nuestros temores. Cosas que para cualquiera resultan evidentes, cuando nos tocan de cerca, a nosotros nos llegan deformadas por los filtros más extravagantes.  El enamorado no quiere ver, y no ve, que su amada lo rechaza. La madre no ve, se niega a ver, que su hijo es un canalla. Achacamos casi siempre nuestros fracasos a la felonía o a la torpeza de los demás. ¿Habremos inventado los dioses para echarles nuestras culpas?  El componente emocional de esa tendencia es innegable, pero, ¿formará parte de la estructura misma de la percepción? Es posible que el don de conocer lleve aparejada la paradójica capacidad de no distinguir determinadas cosas; es lo que los psicólogos llaman “ceguera selectiva”. La misma fuerza que nos abre los ojos en una dirección se encarga de cerrarlos a las otras. No podemos saberlo todo, pero es probable que tam

Nostalgia de pasión

El legado cristiano no ha dejado en muy buen lugar a las pasiones, por más que los románticos intentaran dignificarlas. Platón prefería la ordenada razón a los impulsos viscerales, aunque reconocía que son los que ponen la fuerza de la vida, los caballos que tiran del carro en el que viaja el alma racional; pero nada bueno cabe esperar de ellos si no son bien amarrados por esta.  Con su alegoría del carro alado, el filósofo nos legó una visión conflictiva de la naturaleza humana: nuestra alma está dolorosamente disgregada en instancias contradictorias, y por eso la vida es una tempestuosa guerra interior, un tumulto sin apenas descanso en el que nos esforzamos por poner algo de orden. El propio término pasión remite a una concepción del sentimiento como algo pasivo, algo que se padece, que se nos impone en contra de nuestras preferencias. Muchos siglos más tarde, Freud pintaría el ser humano según un modelo parecido, el de su famosa trilogía del yo, el superyó y el ello.  A pesar de

Turbadora inocencia

La inocencia es primitiva y tosca, ignorante y rudimentaria. El inocente vive inmerso en sí mismo, y ve al otro, si lo ve, como una simple parte del paisaje; aún no ha probado a pensar por él, a ponerse sus zapatos, a descifrar el íntimo alfabeto de su sufrimiento. El inocente vive sin topografía, anclado en su entidad ilimitada. La inocencia lo espera todo, cree merecerlo todo, y aún no ha aprendido a ceder ni a luchar. ¿Por qué veneramos tanto ese narcisismo elemental? ¿Por qué le entregamos el afecto y la complicidad sin dudarlo, encandilados?  Quizá por su simpleza. Porque muestra el candor más puro y salvaje, aparentemente intacto, todavía más allá del bien y del mal. Es imposible ver en el inocente a un enemigo, ya que no podemos considerarlo un igual. Su egocentrismo es tan transparente que parece santo. Nosotros, que ya no somos ni podemos ser absolutamente inocentes, lo contemplamos, subyugados, con el asombro reverente que reservamos a lo sagrado. En su presencia nos relaj