Recuerdo que, cuando yo era pequeño, las personas mayores parecían pertenecer a un mundo remoto de asuntos serios y complicados, al que mi simpleza infantil (según se me daba a entender) no podía tener acceso. Aquellos gigantes lo eran todo en la misma medida en que yo para ellos no debía ser nada.
Ellos sabían, ellos mandaban, ellos tenían todo el poder, y yo por eso les temía, y a la vez les debía gratitud porque, aun siendo inútil y molesto, me sustentaban y me protegían, y sobre todo tenían la deferencia de dejarme existir. De hecho, para la mayoría de aquellos semidioses siempre ocupados en gravísimos, indescifrables quehaceres, yo a duras penas existía, y, cuando me cruzaba con ellos por la calle, tenía la clara impresión de que a sus ojos era invisible.
Entonces no me daba cuenta de que, en el fondo, para mí ellos también lo eran. En la adolescencia, cuando empecé a interrogarme más conscientemente sobre mi lugar en el mundo y entre los demás, comprendí con amargura que aquellas muchachas mayores que yo, que tanto me atraían, tampoco me veían. Pero entonces descubrí que yo había empezado a dejar de ver a los niños pequeños, que pululaban por las esquinas con su bullicio frenético y aparatoso. Y tampoco veía apenas a los viejos, que pasaban a mi lado como sombras.
Es así como he concluido que las personas vivimos en mundos paralelos y que, salvo que nos resalte el interés, nos cruzamos unas con otras sin vernos. Durante la infancia, los otros niños eran para mí los seres más reales que existían, porque de ellos (aparte de mis padres) procedían casi todas las alegrías de la amistad y las vívidas amenazas de la rivalidad. En la juventud sucedía algo parecido con respecto a otros jóvenes, con el magnetismo añadido de las voluptuosas muchachas, esos seres míticos que prometían las más intensas dulzuras y, ay, a menudo prodigaban los más amargos sinsabores; unos seres que, de todos modos, también me parecía que habitaban otra dimensión, mientras constataba que, para mi desengaño, no siempre me veían.
La sensación de invisibilidad, cuando uno espera o ansía ser percibido, es una de las experiencias más angustiosas y seguramente primitivas del ser humano. Forma parte del meollo mismo de nuestra naturaleza gregaria: el precio de estar hechos para vivir juntos es que el aislamiento se nos presente repleto de inquietantes augurios de rechazo, y la soledad como un indicio de insignificancia. Ser invisible es no tener lugar en la tribu, y eso equivale, en cierto modo, a no existir, porque sentimos que existimos en la medida en que se nos ve, en que se nos dedica atención y se nos atribuye un significado. Ese significado constituye nuestra entidad, y conforma la base de nuestra identidad. Sin él, ambas resultan inconsistentes y escurridizas. Por encontrarlo nos aproximamos unos a otros, saltamos el muro del anonimato y procuramos convertirnos en significativos para quien nos importa.
Adentrándome en la madurez, compruebo cómo el mundo de los jóvenes se me va antojando un lugar distante al que ya no pertenezco. Hay en ello, a la vez, un alivio y una cierta melancolía. No regresaría a aquel tiempo inquietante y ruidoso, repleto de incertidumbres y reclamos, aunque a veces lo contemplo admirado por su derroche de belleza, y con algo de nostalgia por aquel aplomo que da saber poco y esperar mucho, por aquella risa fresca como un estallido de vitalidad sobrante, por aquel cuerpo que resistía todos los excesos… Cada día los jóvenes me parecen más lejanos, y es evidente que yo a ellos: a sus ojos, poco a poco, voy volviéndome invisible.
Excelente artículo amigo mío, como siempre.
ResponderEliminarPienso en tu linea, ya que creo que a todas las personas nos envuelven, habitualmente, los mismos pensamientos y las mismas inquietudes, justamente acordes a la edad que vamos cumpliendo.
Yo creo que vivimos por etapas, aunque percibimos cada etapa siempre en perspectiva, cuando ya la hemos dejado atrás. Esto está montado de modo que cuando nos toca vivir una etapa, aún no sabemos lo suficiente de ella. Quizá sea así para que vayamos creciendo mediante las experiencias y no mediante el conocimiento. No en vano, para Einstein, el conocimiento necesita de la experiencia para convertirse en sabiduría. Eso explicaría porque nos damos de bruces tantas veces con decisiones que, a posteriori, nos parecen tan simples. Para acertar siempre, se necesitaría vivir dos veces, recordando todo respecto de la primera vez. ¿Qué ocurriría si fuese así? Está por ver si incluso así cometeríamos errores nuevos.
Esa sensación de invisibilidad de la que hablas quizá vaya unida al hecho de que, a pesar de ser seres sociables, nos autodefinimos como individuos, es decir, un ente único e irrepetible.
Venimos solos al mundo y del mismo modo nos marchamos. Qué curioso resulta, como bien apuntas, que necesitemos ser vistos para desarrollarnos con ciertas garantías.
Otro detalle curioso de nuestra naturaleza viene cuando nos damos cuenta que al llegar a la vejez, experimentamos un retroceso que nos coloca de nuevo en la infancia. Podríamos decir que volvemos a pensar y actuar como niñ@s. Quizá porque de ese modo se cierra un círculo de vida, otorgando así a nuestro paso por La Tierra la misma forma que el planeta.
Un aporte final: "Los niños vienen a este mundo a enseñarnos, y no al revés". Ese es un pensamiento con el que estoy de acuerdo y me resulta muy gratificante. Quien ve de ese modo a l@s pequeñ@s, tiene más posibilidades de conseguir que no se sientan invisibles, ya que yo no lo soy para ell@s.
"No te preocupes si tus hijos no te hacen caso, te observan todo el tiempo". Teresa de Calcuta
Querido amigo, disculpa que haya tardado en contestarte.
EliminarEs muy sugerente eso que dices de que solemos percibir las etapas cuando ya las hemos pasado. Sucede con todo: solo en perspectiva esbozamos un concepto más o menos cabal de las cosas. Yo no era consciente de mi sensación de invisibilidad infantil, solo como adulto he cobrado conciencia de ella. A partir de ahí, intento observarme a mí mismo ahora, y compruebo que el ver y el ser visto (y cómo) constituye un elemento clave durante toda la vida. Guía nuestras percepciones y muchos de nuestros actos entre los demás; y condiciona cómo los vemos y cómo nos ven, algo fundamental para nuestro equilibrio psicológico.
Cada día estoy más convencido de que todo lo que somos -incluso ese "ente único e irrepetible" del que hablas- tiene lugar en relación a y con otros. Como los viejos gladiadores, nos lo jugamos todo en la arena de la sociabilidad. Un tema que merece la más apasionada reflexión: en eso estamos.
Una segunda luz que rescato de tu texto con especial atención: "Los niños vienen al mundo a enseñarnos, y no al revés". Después de una vida dedicada a la docencia, y arreglándomelas como puedo en los desafíos de ser padre, me rindo a esa consideración incondicionalmente. Y me siento lleno de gratitud por lo mucho que "esos locos bajitos" (como cariñosamente los llamaba Gila) me han enseñado y me enseñan. Quizá la edad adulta sea otro juego del niño que fuimos.
¡Un gran abrazo, gracias por darte una vuelta por aquí!